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Solidaridad daltónica

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Solidaridad daltónica
Tantos años atrás y no lo olvido, porque se corresponde con esas situaciones extrañas que ocurren una sola vez y se quedan con nosotros para siempre, en un desafío permanente que destierra calendarios, arrolla la competencia de otros hechos y, en fin, se convierten en fuente perenne de reflexión y reactualización de pareceres íntimos. Sobrevino el incidente después del torrente emocional engendrado por la contemplación de un monumento a sí misma que la naturaleza siempre sorprendente nos ha regalado desde quién sabe cuándo: el Monte Everest y sus 8848 metros de orgullosa altura. La frente del cielo para los nepaleses; la madre del universo para los chinos.

Las nubes tormentosas del monzón estival se habían borrado de aquellas alturas majestuosas en el Himalaya, y dejado al descubierto el punto donde la tierra alcanza su mayor elevación. Contra una pantalla de azul infinito, rematado el tope y manchadas las estribaciones de nieve, ahí estaba, enseñoreado en la cadena de picos, todos pigmeos frente a su apabullante presencia eterna. No hacía falta que el comandante del vuelo de Patna, en el nordeste indio, a Katmandú, la capital de Nepal, lo informara. Estaba a la vista sin necesidad de explicaciones. Tan cerca, que la miopía no era obstáculo.

Tras las montañas, domeñadas sus estribaciones inferiores por terrazas de arrozales, se destacaba el valle donde se asienta la capital nepalesa, circundada también por las plantaciones verdes del cereal que en esas tierras es el pan nuestro de cada día. Mi estupor mayor aconteció en el aeropuerto, donde el encargado del equipaje en la terminal de precariedades tercermundistas se negaba a cualquier esfuerzo físico amparado en su posición religiosa. Se declaró brahmán, y, por tanto, impedido de esas tareas menudas que el hinduismo reserva a los intocables u otros estratos considerados inferiores en la rigidez social del régimen de castas. Mientras luchaba por rescatar mis bártulos en aquel desorden por la desidia justificada del hindú, se me acercó el monje budista con su túnica color azafrán y pies rescatados del suelo sucio por unas sandalias demasiado acostumbradas a ser pisadas.

En inglés perfecto de factura fonética netamente norteamericana, me preguntó de dónde era. Temeroso de que mi rincón de geografía materna fuese territorio ignoto en esas reconditeces del corazón asiático, mascullé entre dientes República Dominicana, convencido de que ahí terminaría el intercambio verbal que interrumpió momentáneamente mi escozor anímico por el problema del equipaje. Fue una revelación, la secuela:

--¡República Dominicana! ¡Con razón las ondas positivas que sentía!

--¿Conoce usted mi país?

--Sí, lo visité hace ya años, y muchas ondas positivas de sus gentes, por todos lados. No como en el otro país, Haití, donde solo recibí emanaciones negativas. Ahí todo es negativo...

A Estados Unidos, que estrenaba independencia cuando los negros esclavos escribieron en la colonia francesa de Saint Domingue una de las páginas más memorables en la épica histórica de la libertad, les tomó 60 años reconocer al nuevo Estado. El gran Simón Bolívar, enemigo mortal de la monarquía y el libertador por excelencia, recelaba del Haití liberto. Le aterraba la violencia que dio paso a la primera república negra en el mundo, y que antecedió por más de un lustro a las independencias latinoamericanas de las que el año pasado se conmemoraba el bicentenario. Los norteamericanos derrotaron a las tropas inglesas de Jorge III, el rey loco, ciertamente, pero los haitianos batieron a los regimientos imperiales de Napoleón Bonaparte, los mismos contra los cuales no pudieron inicialmente los ejércitos reales españoles ni los británicos. Tras las llamadas abdicaciones de Bayona, un Bonaparte gobernaba en España, en 1808, pero Haití tenía ya cuatro años de independencia y había derrotado al cuñado de Napoleón, el general Léclerc.

Tras la emancipación, ganada con fiereza, Haití fue despreciado por el mundo de entonces. Debió pagar su libertad a un precio muy elevado e, incluso, compensar al amo del cual se había manumitido. Compró la libertad dos veces a Francia, primero con sangre y después con plata. Porque sin esa compensación forzosa que pagó por décadas y debilitó las finanzas públicas, el aislamiento a que lo sometió la comunidad internacional hubiese sido peor. Los tantos prejuicios que, como el del monje budista de Katmandú, se han enraizado con el correr de los años, arrancaron con la gesta independentista más emblemática en el Nuevo Mundo. Haití abolió la esclavitud, esa etapa parasitaria de la historia del Nuevo Mundo, antes de que las mentes lúcidas inglesas ganaran primero la batalla de las ideas y luego, una decisión parlamentaria trascendental.

Se ha necesitado un terremoto de consecuencias apocalípticas y 300 mil muertos para que el mundo se reencuentre a medias con una nación que llevó a cuestas, como un castigo y no un premio, el fardo de la libertad, y a la que ahora se encierra en la etiqueta nefanda del "país más pobre" del Continente. La pobreza es relativa, como enseña la teoría moderna del desarrollo, a contrapelo del etnocentrismo que ha dominado siempre la jerga económica. Se ha necesitado una tragedia para que, en nuestro patio isleño, se descubra una solidaridad que ha estado ahí siempre, daltónica, silenciosa, al margen de la vocinglería ocasional, de las organizaciones con agendas y manos ocultas, de los personajes siniestros o ingenuos, porque las ramas habían dificultado la visión real, en toda su dimensión, del tronco sobre el que se cimenta la verdadera relación de dominicanos y haitianos.

La solidaridad dominicana con Haití luego de aquel enero fatídico es ya antológica. No la celebra y pregona la autoridad, sino el pueblo haitiano. Al mediodía de este enero 12 del 2012, se inauguraba oficialmente una universidad donada por nuestro país a nuestros vecinos. En la tarde, a cientos de millas de distancia en el Little Haiti de Miami, en la Florida norteamericana donde residen alrededor de 300 mil haitianos, la sociedad civil reconocía a la República Dominicana, en presencia de un nutrido grupo que incluía al alcalde de North Miami, un haitiano-norteamericano, pastores religiosos y líderes comunitarios. Entre todos los países que han brindado ayuda luego del cataclismo, habían escogido a la República Dominicana como el más destacado. Recompongo de memoria el testimonio de Raymond Alcide Joseph, el embajador de Haití en Washington en el momento de la tragedia, cuando en ese acto, en una iglesia bautista, hablaba al ser reconocido también como una de las personalidades haitianas de más renombre dentro y fuera de su país.

Erudito, académico, de un carisma que sus muchos años no han mellado, escritor del Wall Street Journal y del Financial Times, Joseph nació en un batey de San Pedro de Macorís. Recordó que por falta de documentos y ser hijo de inmigrantes ilegales, no obtuvo de inicio la nacionalidad dominicana. Luego, contó sin amargura, le fue ofrecida tras un proceso de depuración pero su decisión ya estaba tomada: era y se sentía haitiano. Estaba en su oficina en Washington, cuando recibió una llamada del Departamento de Estado informándole de lo que acababa de ocurrir al final de la tarde trágica en Haití: un terremoto violento había destruido Puerto Príncipe y solo se sabía que había muchas víctimas. Su primera reacción fue comunicarse con su ministerio de Relaciones Exteriores. Imposible. Luego, con la oficina del primer ministro. Imposible. Con el despacho del presidente. Imposible.

Finalmente, estableció contacto con el teléfono móvil de un amigo, también funcionario. Este le dijo que no reconocía el paisaje urbano de Puerto Príncipe frente a sus ojos, y que ignoraba cómo llegaría a su casa si es que aún estaba en pie el puente que debía cruzar. La comunicación se cortó, acentuándose su incertidumbre. No habían transcurrido 20 minutos más cuando se presentó a su despacho su colega dominicano en Washington, en ese entonces Roberto Saladín. Entre ambas embajadas apenas median un par de bloques, en el elegante barrio diplomático de la capital norteamericana.

Fue la primera oferta de ayuda.

"El embajador me informó que el ministro dominicano de Relaciones Exteriores se encontraba en Nueva York en esos momentos, y quería hablarme. Lo llamó y me puso al habla con él. El ministro Troncoso (Carlos Morales Troncoso) me dijo que República Dominicana estaba a nuestra disposición, que se darían instrucciones para que la frontera fuese abierta de inmediato y que cualquier haitiano herido sería atendido en los hospitales dominicanos". De hecho, Morales Troncoso se encontraba en tareas oficiales en el Mediano Oriente, donde era ya la madrugada del 13 de enero de 2010 cuando el estrépito de las cortezas terrestres redujo Puerto Príncipe y Haití a la ruina casi total. De allá me había llamado a Londres donde era yo a la sazón embajador para repetir las instrucciones de que movilizáramos cuanta ayuda pudiésemos y creáramos conciencia sobre lo acontecido en el país vecino, y en el que ahora nos llaman primos.

"La segunda visita, unos 20 minutos después, fue del embajador de Venezuela. Me dijo que su país tenía 200 mil barriles de petróleo listos para ser despachados para Haití. Pensé que la única manera posible era desde República Dominicana, pero firmé de inmediato la documentación que me presentó porque ya el ministro Troncoso me había informado que su país estaba a nuestra disposición. Por la emisora Signal FM (su director Mario Viau también fue reconocido en el mismo acto), que siguió en el aire, puede enterarme de lo que había pasado.

"A las diez de la noche aún estaba en mi despacho, pensando qué podía hacer por mi país. Me dije que era embajador extraordinario y plenipotenciario, y que tenía que actuar en consecuencia sin esperar instrucciones. Comencé a llamar a los líderes y relacionados de Washington. En todas las puertas que toqué me respondieron. Nadie me dijo que no. Entonces comprendí que no estábamos solos. Pero fueron ustedes, los dominicanos, los primeros".

Hay otras alturas que compiten con el Everest. La nobleza, una de ellas. Las he visto a ambas, pero, de las emociones resultantes, las últimas son más elevadas.