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La audacia de la esperanza

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La audacia de la esperanza

Contras viento y marea, la numerología económica, los yerros propios y de una campaña agotadoramente larga y costosa, Barack Hussein Obama acaba una vez más de reencontrarse en la preferencia del electorado norteamericano. Más que eso, ha abierto un nuevo capítulo de una historia personal que no le pertenece enteramente porque desde ya se insinúa como un referente tanto para quienes abracen la carrera pública como para aquellos que, simplemente, se atrevan a ser los héroes de sus propias circunstancias.

Con acopio de sus palabras en la convención demócrata del 2004, el martes pasado triunfó la esperanza sobre la hostilidad y la incertidumbre. Se impuso la audacia de la esperanza, como sus reflexiones políticas y personales publicadas en el 2006, frente a un cerrado frente opositor que desde hace años se había planteado como meta fundamental reducir a solo un período el primer ejercicio presidencial de un miembro de la minoría étnica. Con empeño, tesón, aferrado a sus convicciones y a contrapelo de sus fantasmas, ha dado el paso más determinante para restaurar el sueño americano.

A Obama se le ha pintado como un presidente cool, descripción acuñada para un carácter compuesto, inmune a las emociones y anclado con vocación de permanencia en el término medio. Después de todo, la política, testimonia la sabiduría popular, pertenece al teatro de la conveniencia. Sus actores asumen el papel que les asigna la coyuntura, y las representaciones requieren siempre de una dosis elevada de cinismo, componente esencial del oportunismo indispensable para descifrar las ventoleras sin riesgos de perder el disfraz. Como en el proscenio, la ficción nunca deja de contaminar la realidad; ambas van de la mano en un ejercicio que dificulta la identificación. Tal es la confusión que el día a día acarrea, que la solución más sencilla consiste en colocar a todos los políticos en el mismo saco e ignorarlos a sabiendas de que el descaro les sienta como anillo al dedo.

Sin embargo, de Obama brota un caudal convincente de autenticidad, de honestidad, de matrimonio indisoluble entre principios y práctica aunque mediado por la realidad del poder. No es el político del montón, sino que confluyen en él las características del liderazgo carismático enunciadas por el padre de la sociología, el alemán Max Weber: condiciones personales excepcionales, capacidad para entusiasmar e inducir a la acción, carácter ejemplar, convicciones morales profundas. Pertenece sin dudas a esa legión de hombres públicos norteamericanos con visión de futuro y sinceramente comprometidos con el servicio a los demás.

Con la efectividad de un virus, las redes sociales y la televisión han diseminado un vídeo de un Obama lloroso, incapaz de contener el torrente de emociones que lo ahogan cuando, después de la victoria, agradece el trabajo hercúleo de los voluntarios de su campaña, en el Chicago donde creció y aprendió a ser hombre y político. No es otro Obama, uncool, salido de los camerinos para la actuación de su vida tras derrotar convincentemente a un rival que en el último trayecto de la campaña lo puso contra la pared. Es el hombre en sus circunstancias, contagiado por un pasado aún muy reciente, aquel de activista comunitario en los barrios pobres del sur de Chicago, perdido en un magma cultural en búsqueda de una identidad real o aprendida.

"Ustedes son mejores que lo que era de muchas maneras... Más inteligentes, mejor organizados, más efectivos. Estoy absolutamente confiado en que todos ustedes harán cosas increíbles. Incluso, antes de los resultados de anoche sentí que el trabajo que comencé al postularme en la política había completado el círculo porque el trabajo que ustedes han realizado significa que el trabajo que hago es importante. Y me siento orgulloso por eso. Me siento orgulloso de todos ustedes. Cualquier cosa buena que haga en los próximos años palidecerá en comparación con lo que ustedes lograrán en los años por venir. Y esa es mi fuente de esperanza".

Su auditorio era el equipo político más efectivo hasta ahora en la historia norteamericana, un ejército de promotores enfocados, talentosos; un ejemplo de organización, al día en el manejo de las técnicas más sofisticadas de las ciencias electorales -sí, ciencias-, inspirados por el ejemplo del hombre a quien étnicamente lo definen como afroamericano. ¿Válido el encasillamiento para alguien nacido en Hawái de padre africano pero con abuelos maternos de origen irlandés; que hablaba indonesio sin acento en la escuela católica a la que asistió por tres años en un barrio de Yakarta en el país con la mayor población musulmana en el mundo; graduado de dos universidades de elites; el primer presidente con la piel subida de melanina y el único en los últimos 70 años en repetir en el cargo cuando la tasa de desempleo monta el ocho por ciento?

En su excelente libro de junio de este año, Barack Obama, The Story, el periodista David Maraniss hurga en el pasado distante y cercano para analizar con brillantez las circunstancias y antecedentes que forjaron la personalidad de un hombre que con solo 51 años ha redefinido la compleja realidad racial en los Estados Unidos. Apenas conoció a su padre, un antropólogo keniano ante cuyo arte masculino e inteligencia caían las faldas. Pese a la independencia con que creció y alcanzó la adultez, el escritor rechaza el argumento de la auto-creación. "Uno puede ver la huella de su madre y abuela materna en casi todos los aspectos de su carácter... Los efectos de su niñez en Hawái e Indonesia son también fácilmente identificables en el Obama adulto, su combinación inusual de retraimiento frío (cool remove) y adaptabilidad… La gente es moldeada igualmente por la acción y la reacción, por lo que acepta y rechaza de su propia herencia. A partir de esto, a Obama se le entiende mejor, no solo por cómo su familia y el ambiente lo moldearon sino también por cómo se configuró a sí mismo en reacción a ambos factores".

Cuando estudiaba en Columbia, vivía en un edificio frecuentado por dominicanos. En más de una oportunidad se dirigieron a él en español, convencido el interlocutor de que los rasgos de aquel hombre se identificaban plenamente con los de cualquier otro connacional. En esos años, su mejor amigo era un pakistaní. Antes de la publicación de su libro, Maraniss escribió un largo artículo en Vanity Fair en el que retrata vívidamente las contradicciones existenciales de Obama, a partir sobre todo del diario de la novia del joven estudiante en ese entonces, Genevieve Cook, una australiana proveniente de una familia blanca, acomodada. La relación, se colige del artículo, sucumbió como parte de una decisión consciente de Obama de que su definición cultural requería de una relación de pareja con una mujer de color.

Son esas circunstancias extraordinarias de experiencia vital y de construcción consciente del yo como acertadamente describe Maraniss, las que han posibilitado en gran medida esta segunda temporada de Obama en la Casa Blanca. Su exposición a la diversidad cultural de la que él mismo es hijo destacado, de cabalgar a horcajadas entre varios mundos y no perderse en su propio laberinto, le han ampliado el horizonte de mira para incorporar como suyos los reclamos, inquietudes y cuitas de los grupos sociales a los que enroló en una coalición de fuerzas nunca vista, responsable de la gran victoria del martes pasado. Latinos, orientales, afroamericanos, clase media, mujeres y menores de 40 años votaron abrumadoramente por un candidato al que han visto como portavoz eficaz. Fue una identificación plena en el propósito de proporcionar nuevas avenidas de participación a esas fuerzas que lenta pero progresivamente cambian la faz social del país más poderoso. Estas elecciones han demostrado que ya no existen los Estados Unidos tradicionales, donde la mayoría WASP (blanca, anglosajona y protestante, por sus siglas en inglés) determinaba el curso electoral. El melting pot se manifiesta de un modo diferente, y esta nueva narrativa es crucial para quien aspire a residir en la Casa Blanca en el futuro próximo.

Más que al encanto, a la empatía con Obama ni siquiera escaparon los cubano-norteamericanos del condado de Dade, en el sur de la Florida. Tampoco los dominicanos con derecho al voto en los barrios de Nueva York, los estados de Massachusetts, Rhode Island, Maryland, Virginia y Pensilvania. Los puertorriqueños en el corazón del condado de Orange, donde están Orlando y los grandes parques de entretenimiento, pintaron de azul ese punto en el mapa electoral. Los norteamericanos de origen mexicano en Nevada, California, Nuevo México y el suroeste trastornaron por completo la dinámica republicana. Territorio que antes era netamente conservador, ya no lo es más, porque ahora allí se come tacos y tortillas y se bebe tequila. Cada mes, 50 mil latinos alcanzan la mayoría de edad, lo que significa 2.4 millones nuevos votantes para el 2016.

Se agotó el mito de la pasividad electoral de las minorías. Hasta entrada la madrugada, en Miami había latinos en los recintos electorales dispuestos a ejercer el sufragio pese a la espera de hasta seis horas. En las votaciones adelantadas en Ohio, por ejemplo, las colas estaban llenas de afroamericanos y latinos, con la motivación en alto y en una apuesta por el futuro a favor de Barack Obama. No se ganó a Zamora en una hora, y esos activistas frente a quienes brotaron las emociones del presidente nunca descansaron después del triunfo en el 2008. Cuando Mitt Romney obtuvo la nominación republicana en mayo, las tropas ya veteranas de Obama le llevaban años de trabajo y de avanzada cartografía electoral. Los factores demográficos fueron estudiados a profundidad y se creó toda una metodología para incentivar el voto de las minorías. Las redes sociales fueron movilizadas con programas sofisticados para el envío del mensaje demócrata y los ataques contra el rival. Se construyó todo un arsenal de listados con las preferencias de los electores, agrupados por edad, origen étnico, religión y tomando en cuenta el comportamiento electoral de la región donde viven. Cuestión de contactarlos y contagiarlos con el liderazgo de Obama.

Son tiempos difíciles para el gran país llamado los Estados Unidos de América. Las tareas que aguardan al presidente requieren de una fina ingeniería política. Pero cuando lo aparentemente imposible se logra en un despliegue de confianza, redoblamiento de esfuerzos y fortalecimiento de las convicciones, razones habrá siempre para creer en la audacia de la esperanza.

Cuando Mitt Romney obtuvo la nominación republicana en mayo, las tropas ya veteranas de Obama le llevaban años de trabajo y de avanzada cartografía electoral. Los factores demográficos fueron estudiados a profundidad y se creó toda una metodología para incentivar el voto de las minorías.