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Ciego a terror

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Ciego a terror

De pronto he mutado en uno de los pobladores imaginarios de esa pieza maestra que escribió José Saramago, Ensayo sobre la ceguera, admirable por la reciedumbre del estilo y la profundidad de un argumento que nos coloca frente al espejo inmisericorde de la miseria humana.

También me he quedado ciego, ergo imposibilitado de reconocer ese país llamado República y adjetivado Dominicana que caricaturiza Mario Vargas Llosa en una columna periodística que dobla en fantasía a la mejor de sus obras de ficción. Me consuela el convencimiento de que el amor filial a menudo obnubila.

Debo valerme de la imaginación para pintarme a mí mismo en el ejercicio frustrado de mis derechos, birlada la presunción de inocencia. En medio de la borrasca de las incomprensiones, las interpretaciones amañadas y fuga de la realidad, se nos ha perdido la templanza. Desprovisto de ojos activos, no sé cómo hallarla.

¿Cómo distinguir dónde se almacena más capacidad de daño, si en el cuadrante de los nacionalistas feroces o en el de los radicales de enfrente? Encontrar el punto medio en un debate entre sordos es tarea ciclópea, y apenas soy un humano más, un enclenque filosófico que brama impotencia al saberse perdido en un carnaval en el que barrunto abundancia de disfraces.

No alcanzo a delinear esa geografía de dos tercios de isla donde argumentan que los prejuicios son norma, y el color determina la posición en la escala social. Antes de esta ceguera súbita, el mulataje me anegaba el sentido de la vista. Bastaba que estos ojos ahora inútiles se posaran en mi piel para identificarme como parte de ese montón mayoritario del que nunca he querido salir, mucho menos a base de afeites o afectación. He deambulado por todos los mundos del colorido epidérmico sin fijarme en diferencias, y en esa indiferencia me creía unido a la mayoría de mis connacionales.

Porque estaba convencido, contrario a Vargas Llosa y a quienes como él piensan sin apoyo substantivo, que a los iberoamericanos nos hermanan otras consideraciones raciales. Que, por ejemplo, en el norte revuelto y brutal anteponemos "hispano" a cualquier color de piel. Había echado por la borda todas esas sandeces que incorporan intenciones racistas al encasillado del pelo en bueno y malo y que advierten en el alisamiento de las melenas una genuflexión ante la diosa falsa de la belleza, blanca por demás.

Suplía mi insuficiencia sociológica con el recuerdo de mi madre, peine en una mano y el bote de vaselina en la otra, mientras reducía a la obediencia la cabellera rebelde de una de mis hermanas o de alguna de las chicas a las que cobijó en el entorno familiar del campo olvidado, y cuyo exceso de melanina no generó la exclusión de las bondades de la vida hogareña ni de los valores que allí se enseñaban. El problema se reducía a peinar con mayor facilidad aquellas greñas. En el Londres aristocrático, avistaba con frecuencia salones de belleza que pregonaban como especialidad el "pelo caribeño", en la cabeza de habitantes de países cercanos a nuestra insularidad y que ahora nos enrostran culpas que no alcanzo a comprobar porque me he quedado ciego.

¿Sabrán quienes nos apocan que la Primera Dama norteamericana se alisa el pelo, sin que esto le marchite el orgullo de sentir en las venas sangre que una vez manó en África? De la revista Time traduzco, a propósito de una visita de la pareja orgullosamente afroamericana al reducto blanco de la oficina del primer ministro británico: "Con unas pocas hebras que le enmarcan el rostro y un collar de perlas, la Primera Dama llegó con estilo elegante al número 10 de Downing Street. Entre las mujeres afro-americanas, el pelo es determinante para su habilidad de llamar la atención y cargar el bagaje cultural...".

Alabo la nube que invalida mis pupilas, y así no reparo en el comportamiento afín a la Alemania nazi y otros seriales de improperios que nos regaló el escribidor de la tía y que, con vivacidad imprevista, rumió hace unos días José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, en una conferencia insensata en el Washington donde hay más negros que blancos.

Nadie me lo contó sino que lo he vivido: el agradecimiento de Israel y sus ciudadanos. Ni Vargas Llosa ni Vivanco pueden colocar en sus dilatadas hojas de vida lo que este ciego del Caribe, y no a causa del sol resplandeciente: génesis en el único país que en el Hemisferio Occidental albergó a los judíos que huían de la vesania hitleriana. Que no me vengan con el sambenito de que el dictador buscaba lavar la raza o cubrir las huellas sangrientas del corte de 1937. La oferta precedió a la matanza, y el refugio se aviene más con características intrínsecas del dominicano --la compasión, la solidaridad--, desde que se fundó la república. Porque ya ese mulato insigne que se llamó Gregorio Luperón había ofertado el refugio de la patria territorial a los hebreos que huían de los pogromos de la Rusia zarista en el siglo XIX.

Y también recibimos españoles republicanos escapados de la furia franquista, y japoneses que huían de la ruina a que había sido reducido el Imperio del Sol Naciente durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial.

Esos pataleos de la nomenclatura de Puerto Príncipe, como siempre en el columpio de la inestabilidad política, escapan a mis sentidos disminuidos. Me los describen y oigo apagados los pasos de L'Ouverture, Christophe y Dessalines en los corredores del poder en la capital norteamericana recostada sobre un Potomac que ahora refleja toda la riqueza cromática del otoño.

Invidente súbito, carezco de facultad para atisbar, como me han sugerido, al canciller Pierre-Richard Casimir en siembra de mentiras por las capitales isleñas en el Caribe de donde echan en inglés a los náufragos haitianos que solo hablan creole.

Cuando era vidente y trabajaba en Londres, observé llegar el desastre haitiano en su dimensión colectiva e individual durante aquel enero trágico del 2010. A los dominicanos y su embajada en el Reino Unido, se nos apareció con el nombre de Jenny una veinteañera estudiante de inglés, de repente abandonada a su propia suerte en la inmensidad urbana, golpeada por el aluvión informativo de los primeros días y sin noticias de los familiares y cordón umbilical con ese tercio de la isla de la Española en conmoción por un seísmo de fuerza descomunal.

Desorientada, desesperada, tocó a las puertas de la embajada dominicana. A oídos comprensivos contó la realidad que la agobiaba e insinuó el futuro inmediato, ominoso, que la atormentaba. Había viajado a Londres a estudiar inglés, solventados sus gastos por unos tíos de quien no tenía noticias. Tampoco sabía de la suerte corrida por su madre y un hermano. A la incomunicación se unían la urgencia del pago del alojamiento y la estrechez de fondos que apenas sí alcanzaban para la alimentación de unos cuantos días.

La incertidumbre material acrecentaba su infortunio, pero no sepultaba la imagen de dignidad que desde un principio proyectó. No había ido a pedir. Con su relato de calamidad personal no buscaba soltar los bolsillos escuálidos de unos diplomáticos obligados a la magia con sus ingresos reducidos en una ciudad hostilmente cara. De manera espontánea, los dominicanos de la embajada le reunieron algún dinero, por lo menos para comer, solventar una semana .

Días más tarde, Jenny recaló nuevamente en la embajada. Su situación personal, más precaria. Sin cambios su renuencia a aceptar la poca ayuda material que podía brindársele. No quería limosnas, contribución o dinero: solo ayuda para encontrar un trabajo parcial que le permitiera sobrevivir hasta tanto recompusiese su vida familiar y lazos con Haiti.

La obligación principal de un diplomático no es con los extranjeros. Pero Haití no es un país extraño, y que Jenny acudiera a la embajada dominicana entrañaba un mensaje excluyente de los tantos prejuicios y bulos con que se maneja en el exterior una realidad que en la práctica tiene otras características, muchas de ellas normales en la latitud europea desarrollada cuando de problemas migratorios se trata. La hipocresía, que yo sepa, no se cultiva con asiduidad solo en el subdesarrollo.

En Londres no abundan los dominicanos. Apenas unos 200 estaban en ese entonces registrados en la embajada. Se les envió un correo electrónico con alguna información sobre la situación problemática de Jenny. A las pocas horas, había una oferta de trabajo por parte de un joven dominicano que regenteaba una tienda de música grabada. Problema resuelto.

Jenny una vez más en la embajada. En los labios, agradecimiento y noticias buenas y malas. Gracias a alguien de República Dominicana, un médico, pudo enterarse de que sus tíos y la madre habían sobrevivido incólumes el terremoto. Su hermano había perdido un brazo y a una prima hubo que amputarle ambos pies.

Aun ciego a terror, no dudo que la solidaridad dominicana trasciende la frontera, que no es un sentimiento esporádico al que avivan los desastres naturales. Inscrito en el ADN nacional, es parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra cultura, de la manera dominicana de entender el mundo y relacionarnos con nuestros semejantes. Pero, confieso, me sorprendió la rapidez con que los dominicanos en el Reino Unido respondieron para ayudar a una joven haitiana indirectamente afectada por el terremoto catastrófico.

Entre las buenas nuevas que trajo Jenny hubo una más valiosa que las gracias, incluso si expresadas con la sinceridad que brota del convencimiento y creencia en la bondad ajena dispensada sin otra meta que ayudar. De la que cree que la mano izquierda no debe enterarse de lo que da la derecha. Había logrado contactar la familia. Imagino que tras las primeras cuitas de la comunicación anhelada y de preocupaciones disipadas por la voz materna, le contó su experiencia con la embajada y los dominicanos en Londres. Confió que su mamá se había quedado profundamente conmovida, que le había tocado el infinito de sus emociones saber que su hija, a miles de millas de distancia, en una ciudad cuya localización geográfica ignora el grueso de la población haitiana, había recibido asistencia de la representación en el exterior de un país que a la vez queda cerca y lejos del Haití irredento, del dolor centenario, de la historia revuelta, de la incomprensión generalizada.

Hablan de la satisfacción del deber cumplido. En ese tramo sí que albergo dudas. Deber implica obligación, compromiso ineludible. La idea de compulsión le viene aneja. No, la mayor satisfacción proviene de hacer el bien sin mirar a quién, y de comprobar que aún hay espacios para el altruismo y la generosidad. Mucho más si los protagonistas son dominicanos, lejos de la patria pero no de la solidaridad que la identifica.

Pero ya no puedo ver ese país y poco me importa. Lo he vivido y cada vez la siento más. No podrán obliterarlo Vargas Llosa y quienes como él son ciegos a conveniencia para no ver la verdad de las razas y la convivencia entre la República Dominicana y el Haití al que el mundo casi siempre ha dado la espalda.

Aún ciego a terror, no dudo que la solidaridad dominicana trasciende la frontera, que no es un sentimiento esporádico al que avivan los desastres naturales. Inscrito en el ADN nacional, es parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra cultura, de la manera dominicana de entender el mundo y relacionarnos con nuestros semejantes.