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Dominicano por sentimiento primero y nacionalidad después

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Dominicano por sentimiento primero y nacionalidad después

Rasgos culturales que a veces creemos definitorios del gentilicio no lo son, sino que se repiten aquí y acullá en grados y expresiones diferentes porque más bien resumen características propias de los humanos. Podrían responder en algunos casos a la compactación social indispensable para la vida en comunidad, pues trazan líneas de conducta comunes y generan adscripción al colectivo.

Más allá de la diversidad, del dios al que nos encomendamos o no, de los idiomas que traban la comunicación, de los estilos de vestir y comportarse, de cómo reaccionamos y permitimos el escape de las emociones, subyace una universalidad a la que por igual nos acogemos dominicanos y haitianos, esquimales y canadienses o cualquiera de los bípedos que pasean su individualidad a lo largo y ancho del mundo. Es un punto de confluencia en el que no hay razas superiores o inferiores, en el que prima el respeto mutuo como factor de convivencia.

La hospitalidad signa a los dominicanos. Me lo dicen con admiración quienes han experimentado la calidez con que se recibe al extranjero y se comparte lo mucho o lo poco. La generosidad trasciende la pobreza y escasez de medios, proclaman, por ejemplo, los miembros del Cuerpo de Paz que han convivido con familias dominicanas, algunas muy pobres. Entre los pastunes, empero, la hospitalidad es una obligación que supera la practicada en la República Dominicana. Impone la protección al huésped sin importar los peligros o que sea un desconocido que toca a las puertas por primera vez. Quien no se adhiere escrupulosamente a esas reglas pierde el respeto del grupo.

Hay pastunes en Afganistán y las provincias colindantes con Pakistán, unidos todos por una cultura y tradiciones forjadas durante siglos y mucho antes de que fuésemos una república. A ese grupo pertenece Malala Yousafzai, la joven paquistaní herida en la cabeza por radicales opuestos al acceso de la mujer a la educación. Hoy, convertida en un símbolo mundial, guarda fidelidad a su herencia cultural.

No los divide la nacionalidad, como tampoco a las etnias africanas colocadas en lados opuestos de las fronteras inventadas por el blanco colonizador. La nacionalidad es una razón política, definida por el Estado de acuerdo a sus propias reglas, intereses y conveniencias. Incorpora la persona a un ordenamiento jurídico que genera derechos y deberes a partir del vínculo político establecido. Hay quienes sugieren, creo que con acierto, que la nacionalidad es una manera del Estado inventariar a quienes cobija.

Otra cosa son los derechos universales, que en modo alguno tienen su génesis en la relación política entre el Estado y el ciudadano denominada nacionalidad. Son inherentes a todos los seres humanos, sin importar cultura, religión, idioma o lugar de residencia. Su observación obliga por igual a todos los Estados, en libertad estos, sin embargo, para decidir a su mejor albur quiénes son sus nacionales. Aunque hermanados por un pasado cultural e histórico, pueblos enteros no comparten la nacionalidad, como ocurre con los pastunes y varias tribus africanas, o los suizos e italianos de la misma etnia e idioma, pero sí los mismos derechos humanos compendiados en la ya famosa declaración. Se es dominicano por definición constitucional, pero también por otros factores trascendentes y que relaté hace ya un lustro en estas mismas páginas, como sigue a continuación.

Recuerdo que lo sentí una tarde de cuando veinticinco años no son nada y el apetito adquiere dimensiones pantagruélicas. Devoraba con ojos golosos cuantas bandejas de alimentos me pasaban por el lado y con boca educada, unas ostras Imperial Eagle que imagino eran de las primeras de la estación porque el otoño aún no se insinuaba, cuando entre botellas de todos los tamaños, licores y cristales que adornaban el bar piramidal, atisbé una de ron dominicano.

De igual a igual entre coñacs nobles contenidos en cristales de baccarat; entre güisquis de malta de más edad que mi acompañante de entonces; entre bourbons de Kentucky destilados de acuerdo a recetas originales. Sin reparos de idiomas entre ginebras y vodkas de todos los rincones terráqueos; entre tequilas para los cuales se crearon envases artesanales de tanto valor como el contenido; entre licores de frutas de todos los climas y colores, y dispuestos para el paladar culto de todos los que por allí pasaban rumbo a yates despampanantes o casas de recreo de revistas de decoración. Sin complejos por su tamaño, a medio llenar porque ya había animado quién sabe cuántas pasiones y sorprendido quién sabe cuántos gustos, la botella y su ron dominicanos, un Brugal enmallado de amarillo.

Fue un sentimiento de orgullo, de reafirmación de identidad, de sentirme yo mismo en medio de la elegante clientela de aquel local de Newport Beach, en la California de WASP´s (leer blanquitos que hablan inglés y de religión protestante, como los que vinieron en el Mayflower) tostados por el sol y de convertibles carísimos que de tantos ya a nadie incitaban a voltear la mirada.

El nacionalismo que conocemos ahora como concepto y expresión política práctica, lamentablemente con una carga negativa por las aberraciones que en su nombre se han cometido en los últimos siglos, data del Renacimiento. Tiene que ver con la formación de los primeros estados naciones tras la disminución del poder del Vaticano, gracias en parte a Enrique VIII, sí, el mismo de todos los matrimonios y padre de la redescubierta Elizabeth I.

Como ideología que implica diferencia y exclusión, el nacionalismo no me interesa. Me sirve y enorgullece cuando lo siento como adscripción social y me fuerza a recordar que allá, en las dos terceras partes de una isla del Caribe, hay unos blancos, mulatos, negros y blancos con el negro detrás de la oreja, a quienes nos une no solo la geografía sino una cultura, una historia y sobre todo unas tradiciones. Sólo allá existe el "chin", tenemos el catálogo más acabado de políticos gárrulos y a muchas mujeres las nombran Altagracia y celebran su santo el 21 de enero. El nacionalismo, recalco, es un sentimiento, una emoción que a veces nos delata porque la llevamos impresa en rincones inexplorados de nuestra humanidad.

Difícil de explicar por su complejidad, pero fácil de experimentar. Mi continencia verbal acaba cuando a miles de millas de distancia física y decenas de grados menos de temperatura que en la República Dominicana en una pantalla de televisión, desde la cual hace apenas segundos alguien hablaba en un idioma que no entiendo ni entenderé, aparece tropicalmente Aventura en una descarga audiovisual de desamor con ritmo. Y digo para que se me oiga que provengo de allá, de la misma tierra donde se genera esa aventura cultural en la que, sin embargo, nunca participaría con mi individualidad dominicana.

¿Nostalgia simple que procrea la lejanía? Puede que sí, pero la añoranza no tiene su génesis en la bachata como género musical, tan distante de mi gusto y preferencias como la patria física en ese momento. Se añora y recrea lo que tenemos como raíz común, la dominicanidad, la procedencia, esos lazos invisibles que no aprisionan sino que estrechan en la diversidad. Lo aprendimos y aprehendimos en un proceso de socialización que nunca termina, pero que nos moldea paulatinamente el ánimo y nos funde culturalmente con un entorno humano y físico. El "terroir" sirve más que para el vino.

Se puede ser y sentir como dominicano sin pasar por alto las tantas tachas que lastran nuestro comportamiento ciudadano, y aspirar a que seamos una sociedad diferente, a que asumamos con empeño las normas y preceptos de países desarrollados. De ahí la torpeza de quien tilda de malos dominicanos a los críticos sin desenfado de un quehacer conductual que se nutre de una ignorancia y atraso que no tienen el sello exclusivo de Made in Dominican Republic. Hay dominicanos extranjeros en la República Dominicana y no en la lejanía del allá, en la separación del terruño patrio.

Brota el orgullo, espontáneo, cuando Juan Luis Guerra suena en la radio que se mece colgada en un rickshaw en Delhi o en un tuk-tuk en Bangkok. Conductor y pasajero recibimos un mismo mensaje lírico, oímos las mismas notas y, dada la universalidad de la música, podemos apreciar mal que bien la creatividad aneja a la composición. Mas, no sentimos lo mismo: en ese mensaje de notas y acordes hay un código que con exclusividad los dominicanos descifran y perciben, aunque la nacionalidad no cuente en la pista sino más bien cuán aceitada ande la cadera. Aún ahí, el sentido del ritmo volcado en movimiento tiene mucho de aprendizaje cultural, de dominicano.

Para disfrutar El ocaso de los dioses o El anillo de los nibelungos de Wagner no hay que ser ni entender alemán; para captarlos como mensaje patriótico, sí.

Mi atracón de dominicanidad, (aparte del molusco bivalvo cosechado en el lado oeste de la isla de Vancouver de septiembre a julio) en Newport Beach se debe también al reconocimiento que implica una botella de ron criollo, casis tres décadas atrás, en la California sofisticada. El ron es parte de nuestra historia, y su calidad, y por tanto la capacidad de lo nuestro para trascender, estaba reconocida en ese bar de postín.

Fue en otro episodio cuando lo dominicano se me subió a la cabeza, aunque ya lo llevaba en los labios de donde se me escapaba en aromas de vegas, sabanas y sol, y no como giros verbales o acento. Caminaban la medianoche y mi humanidad hacia mi domicilio flotante en unas vacaciones australes, en Auckland, Nueva Zelanda, cuando las luces de un establecimiento en el muelle me recordaron que un oporto añoso es un excelente acompañante para un tabaco excelente.

Pues con un bar de cigarros cubanos había tropezado, desprovisto ya de parroquianos al despuntar del otro día.

Al dependiente no le picó que entrase con mi importación humeante, sí a su curiosidad. Me sirvió mi caldo con sedimento de años y tímido no fue:

-¿Y usted qué fuma?

-Pues un tabaco como yo, dominicano, un Ashton Cabinet, belicoso. (Le llaman el borgoña blanco de los tabacos, a tono con el país coincidencialmente anfitrión y donde se produce un pinot noir excepcional).

-¡Oh, los mejores tabacos del mundo!

-Pero usted vende tabacos cubanos...

-Sí, pero suelen tener un problema de tiro y los dominicanos no, amén de que la semilla es la misma.

Pocas veces fue Hipólito Mejía certero, sí cuando le espetó nada más y nada menos a Fidel Castro que el puro dominicano supera al cubano. Argumento que no se disipa como el humo, sino que, como un buen tabaco al paladar, despierta emociones. Como la de ser y sentirse dominicano pese a la distancia, y tan cerca del pavo de Thanksgiving y las compras alocadas del Black Friday.

adecarod@aol.com

Se añora y recrea lo que tenemos como raíz común, la dominicanidad, la procedencia, esos lazos invisibles que no aprisionan, sino que estrechan en la diversidad. Lo aprendimos y aprehendimos en un proceso de socialización que nunca termina, pero que nos moldea paulatinamente el ánimo y nos funde culturalmente con un entorno humano y físico. El "terroir" sirve más que para el vino.