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Cuando el río desapareció

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Cuando el río desapareció

Han sido días de fríos intensos, como los que garfean el alma cuando lo inevitable desplaza toda esperanza y enervan el cuerpo ansioso de una calidez que no es térmica. El Ártico se ha mudado al sur y convertido miles de kilómetros cuadrados en un congelador tan inmenso como implacable en la lógica gélida de sepultar todo vestigio de calor y color.

Semanas ya sin que el termómetro ose subir más allá de la raya que marca el punto en que el agua se convierte en hielo. Hay grados positivos y negativos para medir este tiempo, no para aquel otro, el de la desolación del espíritu, insensible a las reglas de las estaciones del año. El Potomac, inseparable de la definición geográfica de la capital afable del país poderoso, se ha transformado. Un día cualquiera de esta temporada de temperaturas imposibles se cansó de correr y amaneció convertido en estepa de blanco impoluto cortesía de la nieve que inesperadamente se posó sobre la superficie endurecida por la tozudez invernal.

Apostaba conmigo mismo cuánto más resistiría el río que con nobleza estoica continuaba de espejo del sol anémico, constante en el anuncio de un día más de extremos, de carga obligada de abrigos pesados, de pasos cuidadosos para no sucumbir a las trampas resbaladizas en calles y aceras, de evocación constante del trópico o climas templados. Tópico presente en toda conversación, el frío enciende los diálogos porque suelta las amarras de la timidez, porque ingresa en un terreno que a todos pertenece. Hilo que comunica, el intercambio sobre el clima, porque hasta los recatados británicos se desembarazan del silencio londinense ante cualquier extraño con un exultante "lovely weather today!" (¡qué bello día, hoy!", o un resignado "awful weather as usual!" (¡mal tiempo, como siempre!).

Por curiosidad, caminé por sus orillas en la tarde apagada del domingo mientras sorteaba los trechos dudosos por la imposibilidad de discernir entre hielo o nieve. La agonía líquida era ya evidente en puntos que se extendían más allá del campo de visión. Las sombras de los puentes y el cansancio solar desplegaban un manto de imposibilidad para determinar si toda la superficie se había congelado, pero había ya largas manchas heladas por doquier y los ánades no tenían reparo en servirse de sus patas palmeadas para caminar y no nadar en mitad del río.

Se pierde la noción del tiempo y también del frío. Las temperaturas reales y la sensación térmica, "el grado de incomodidad que un ser humano siente, como resultado de la combinación de la temperatura y el viento en invierno y de la temperatura, la humedad y el viento en verano", parecen insoportablemente punibles cuando el mercurio desciende no a los infiernos de Dante sino a territorio negativo. A diez grados bajo cero, por ejemplo, por cualquier pulgada del cuerpo expuesta a la inclemencia se cuela un torrente de escalofríos que se amplifica por cada fibra y hueso con celeridad que electriza. Puede que la cara sea la herramienta más perfecta para ocultar o revelar los sentimientos, no para el rigor de estos aires cortantes que como anestesia dolorosa atacan cada micra de epidermis con un efecto paralizante que obliga a hablar como Demóstenes, cuando recitaba versos con piedras en la boca para domar su tartamudez.

Las calles se despueblan, el hogar es más acogedor que nunca y hasta la cocina, refractaria al toque masculino, se convierte en refugio amable cuando los pucheros se animan en el calor de la estufa y despiden olores inimaginables afuera, donde la pesadez de la atmósfera cortocircuita el olfato. Caminar es un calvario, no solo por el frío sino también por los remedios. Protegerse conlleva peso, capa sobre capa de alivio textil y de lastre inevitable. Y si se dobla el paso para huir de los elementos, el calor generado está impedido de escapar de igual manera que el frío de entrar. Llega un momento en que el tejido pierde hidalguía, en que la lana de esos borregos originarios de la Cachemira o de la variedad Merino que llegaron de Turquía y Castilla, y hasta de las alpacas y vicuñas de los Andes imponentes, no es caricia sino tortura. Aun así, en la mente caribeña la preferencia no acaba de ser decidida pese a los tantos años en una suerte de aporía existencial. ¿Son estos fríos intensos, como los que reducen el espíritu al amparo de la desesperanza, más tolerables que una vida de trópico perenne, de años con un agosto continuo?

Camino a la rendición de cuentas del presidente Barack Obama en la comparecencia presidencial ante el Congreso conocida como estado de la Unión, aprendí una nueva palabra. Buscaba otro estado, el del tiempo, cuando al pronóstico de más grados bajo cero se sumó nevisca, que supuse de inmediato como una combinación de nieve y ventisca. Con más precisión, "nevada breve y de copos pequeños". La vida es breve y el arte, duradero. La estética de la nieve superó en duración a la gloria de la alocución cuidadosa, pronunciada con esmero y de razonabilidad política indudable en el recinto sagrado donde se manufactura la ley, foro en el que la democracia se nutre con la divergencia y las contradicciones se disfrazan con argumentos que son como la marea, porque van y vienen con la misma intensidad y el día más pensado se esfuman. Aún neviscaba cuando volví al refugio residencial antes de la medianoche. Al amanecer, el Washington mayoritariamente afroamericano se había vuelto blanco en la envoltura urbana. De vuelta a Capitol Hill a la mañana siguiente en otros menesteres, lo vi y viví con la intensidad alegre de la mitad de mí que había ganado la apuesta. El Potomac se había congelado. Agotadas sus fuerzas líquidas por los innúmeros enviones, incesantes, de golpes térmicos bajos, se había refugiado en la hibernación que yo creía de exclusividad plantígrada. Rindió sus aguas a la aspereza glacial. Sus corrientes se pasmaron, por lo menos en la superficie. Solo los puentes, inmóviles e imperturbables a los tiempos, temperaturas, paso de vehículos, contaminación, angustias y gozos humanos, daban una idea de la anchura del curso devenido hielo no por el toque milagroso de mano alguna, sino por esos fríos intensos, estremecedores como una tragedia.

Quise adivinar, infructuosamente, las riberas; y establecer para satisfacción propia los dominios del viejo testigo de las peripecias de una ciudad que trasunta poder y donde se han tomado decisiones que han llevado frío y calor a los rincones más apartados del mundo, sin importar marca tropical, ártica, desértica, espesura húmeda o seca, montañas, valles, océanos e incluso aguas lunares. Sin frontera fluvial quedó al fondo el lugar de reposo de los grandes héroes norteamericanos: el Cementerio de Arlington. Quizás hasta allí el Potomac se escapa subterráneo para no alterar la eternidad de los moradores con el murmullo de las corrientes.

Cuando caen las horas inmediatamente posteriores, escribí hace años, la nieve es un bálsamo, una suerte de tranquilizante que llega por vía visual directamente al espíritu. Contrario a la lluvia, no se acompaña de truenos, relámpagos o rayos: se basta a sí misma. Tampoco se derrama sino que se posa queda y tímidamente sobre la tierra, el pavimento, las aceras, los techos, las ramas desnudas o con hojas, los troncos retorcidos o rotundos. No se le escapa superficie, ni siquiera la solemnidad de la calvicie humana. No moja mientras rijan temperaturas de congelación, sino que se adhiere casi en secreto y revela toda su majestad cuando alcanza abundancia mensurable en centímetros o pulgadas. La nieve es inspiración, una invitación a recluirse en uno mismo e internalizar la paz que exuda esa cobija blanca que lo arropa todo. Incluso, trasciende su materialidad para encontrar refugio atemporal en la poesía y la literatura más exquisita, donde es un deleite para ser recreado por la imaginación: sin desleírse, caldea el espíritu.

Esta vez la nieve había borrado un río y esculpido en blanco la majestad de un espacio por el que era imposible se deslizaran los botes de remo que al despuntar cada día hienden las aguas al compás de la fuerza de los atletas, comandados desde la popa para vencerse a sí mismos y a las corrientes huidizas. No había las embarcaciones en que se pasean los turistas mientras les explican la historia secreta y pública de la capital norteamericana, sus monumentos, sus fundadores. Aceras y cauce eran un todo, un continuum de confusión visual provocado por días tras días de castigo ártico.

Tras el descanso obligado, el Potomac volverá a fluir como río. Quizás este fin de semana, cuando poco a poco el termómetro retorne a grados positivos. La caída de las temperaturas ha sido casi general, en el norte y en el sur, por el Medio Oeste y todas las llanuras que se extienden a lo largo de las riberas del imponente Misisipi-Misuri. También en la Florida, a donde la población vetusta acude en masa a protegerse de los avatares climáticos septentrionales. Rige el trastorno climático, con el consiguiente efecto sobre la rutina y la normalidad de los inviernos por lo menos en Washington, frontera entre el norte y el sur en más de un sentido.

Si el termómetro marcha desorientado, qué no decir de nosotros que asignamos temperatura a los sentimientos y conductas de manera tan arbitraria que atolondra. Porque celebramos los cabezas frías como dechados de sosiego, juicios calibrados e imperturbables cuando se requieren decisiones en circunstancias cruciales. Mas les atribuimos a los sangre caliente insensatez, torpeza en el discernir y levedad de pensamiento.

Y, sin embargo, la tibieza de corazón es asimilable a imágenes de ternura, de nobleza de sentimientos, de calor solidario y amoroso. La amistad y el amor se definen cálidos, y la venganza se aconseja fría. El miedo refiere a «sudores fríos», y alcanza los grados del espanto. Unos arrumacos imprevistos (convenientemente dispensados), y más si han sido ambicionados por mucho tiempo, son capaces, se dice, de dejarnos «congelados» o «pasmados». A la ofensa se responde con frialdad. La pasión rompe todos los termómetros, desafía la escala térmica en centígrados o Fahrenheit. Solo sabemos con certeza que las temperaturas sentimentales a todos nos afectan, altas o bajas.

Y que no solo el abrigo calienta cuando el frío es intenso, como la desolación y el desamor.

adecarod@aol.com

Esta vez la nieve había borrado un río  y esculpido en blanco la majestad de un espacio por el que era imposible se deslizaran los botes de remo que al despuntar cada día hienden las aguas al compás de la fuerza de los atletas, comandados desde la popa para vencerse a sí mismos y a las corrientes huidizas.