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En la latitud infantil

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En la latitud infantil

En las geografías desarrolladas de madres y padres que trabajan y sin las omnipresentes nanas que en la tierra que más amó Colón constituyen avanzada o retaguardia familiar, o ambas, espacios del mundo de adultos también lo son de menores. Se verifica una disparatada amalgama de conductas, sin necesidad de contricción para quienes en su inocencia violan reglas elementales de ciudadanía. Los ampara la salvedad de que no les caben culpas pese a que, por razones de edad, las cuitas anejas al cuidado infantil quedaron para muchos de nosotros tiempo ha reservadas a unos breves momentos en el papel de abuelos distantes.

No he visto en las cartas de los restaurantes, ni siquiera en los más sofisticados, alimentos para quienes aún les restan muchos años antes de sentarse en el sillón del dentista. O, dado el caso, en cualquier sillón. En el apartado de los entrantes, diseñados casi siempre para simplemente cosquillear en el aparato digestivo y por tanto de dimensiones moderadas, no figuran las compotas. Siempre dedico particular atención, sobre todo por los precios, a las ofertas líquidas salvo el agua gratis. Y, sin embargo, en mi largo inventario de consultas de caldos, cerveza de barril o embotellada, brebajes y cócteles con o sin alcohol, cafés, tés e infusiones, jamás he tropezado con leche pasteurizada y homogeneizada. Puede que mi ignorancia haya alcanzado el grado supino, pero en las fórmulas de la novedosa cocina molecular no se encuentran las infantiles.

Pese a la inexistencia de atención restauradora especializada para lactantes y pre preescolares, no es raro que en el propósito de resolver las insistencias urgentes de un estómago abandonado con el rayar del día, alguien se encuentre en la mesa contigua a un crío empeñado en interrumpir el inquebrantable intercambio de chismes de dos señoras, una de las cuales lo recogió en la guardería al cumplir la obligada jornada laboral. Me tocó ese honor hace poco y a punto estuve de convencerme de que al comer el pescado que me sirvieron pagaba por algún pecado de los tantos cometidos. Tendría que ser el más grave, a juzgar por las distracciones y molestias provocadas por el diminuto vecino, que en más de una ocasión logró zafarse de las trampas de la silla para menores en que lo acomodaron sin que la madre se inmutara.

De las molestias accedí al refugio en cavilaciones más reconfortantes, animado tal vez por el café irlandés con el que suelo concluir algunos refrigerios mayores. Para estas señoras, el derecho ajeno no es mi paz. No obstante, el consenso en estas sociedades se inclina a favor de quienes, en verdad, cumplen tareas agotadoras que no terminan con la salida de lunes a viernes de los puestos de trabajo cuando cae la tarde. Que vayan a todos lados con sus niños es ya parte de una cultura que les dispensa comprensión y respeto a las madres, padres y vástagos incipientes incluso en un concierto de música china con instrumentos tradicionales. Y hasta me hizo gracia que la crianza traviesa o desinhibida volteara la copa de agua por enésima vez (la del vino estaba a resguardo de los manotazos infantiles arteros), lanzara el tenedor al suelo luego de cansarse de usarlo como mandoble, llorara desconsolado y, con igual desparpajo, me regalara una y muchas otras sonrisas.

Nunca me pareció adecuado fumar entre un plato y otro cuando ese placer ajeno estaba permitido en los lugares públicos. Leer es otra cosa, y para eso están las mini tabletas que igual nos sumergen en el libro digital que traen a la mesa las últimas noticias. Algunos restaurantes se valen de ellas para los menús y colocación de las órdenes. Aunque el formato sea virtual, los platos no. Mientras devoraba las informaciones, apreciaba más y más la inocencia del bebé al que la madre le dispensaba como una autómata unas mini tabletas... de harina, claro está. La ignorancia, en su caso, es una condición propia de la edad, prácticamente una virtud en estos tiempos en que a menudo se revela lo que no se hace y se calla lo que se hace.

El Senado norteamericano, por ejemplo, anda enfrentado con los organismos de seguridad a causa de un informe secreto que detalla los métodos non-sanctos utilizados por la Agencia Central de Inteligencia en la lucha, para algunos radicales paranoia, contra el terrorismo. De acuerdo a una decision del Comité de Inteligencia del Senado, será hecha pública una porción de un voluminoso estudio sobre las torturas infligidas por la CIA a los detenidos por sospechas de terrorismo. La separación de poderes es una de las grandezas incuestionables de los Estados Unidos, donde la pertenencia al mismo partido no asegura la fidelidad ciega. La presidenta del comité, la senadora Dianne Feinstein, de California, no se ha mordido los labios para declarar que la conducta de la CIA contraviene "nuestros valores como nación", la cual "admite sus errores sin importar cuán dolorosos sean".

Será un escándalo, mucho mayor que el pa pa pa pa de mi pequeño vecino, ajeno a las controversias que origina el choque de instituciones en un país de democracia madura, mucho más que los quesos ya degustados. Guantánamo es una mancha que probablemente la decisión senatorial ampliará y profundizará. Si lo supo el inefable Pinochet durante su permanencia forzosa en el Reino Unido a merced de una corte española: la tortura es un delito sin prescripción en el calendario.

Dentro de poco el pequeñín manejará el lenguaje y paulatinamente adquirirá una visión del mundo, manejará conceptos primarios, entenderá funciones y podrá representar mentalmente imágenes visuales. No se habrá librado, sin embargo, del egocentrismo que atestigua su conducta. Amo y señor de su reducido universo, reclama para sí toda atención. Empero, no hay mácula en esa conducta propia de quien apenas se adentra en los recovecos más fáciles, menos intrincados, de la vida. Le está permitido discriminar, exponer su disgusto por la cercanía de cualquier persona y hasta propinar un manotazo al camarero afroamericano que diligente le trae una servilleta de papel, sin que se le acuse de violento o racista. Su desafuero cuenta con indulgencias plenarias, se celebra, provoca sonrisas, despierta ternura.

En cambio, leo, la Suecia über desarrollada marginó y esterilizó al pueblo gitano durante más de 100 años. Niños de edad similar al que tengo al lado fueron arrancados de la familia, segregados en aulas especiales y sometidos a todo tipo de daño social. Resalta, al igual que en el caso norteamericano, la seriedad del Estado sueco para remediar un mal mayor. La confesión de esas prácticas abominables proviene de un libro blanco ordenado por el Gobierno mismo y el propósito es un mea culpa público, una lección de honestidad y aceptación de responsabilidades históricas. Con los correctivos de lugar anexos.

Hasta fines del siglo pasado, la política sueca frente a los romaníes no difería en mucho de lo acontecido en la Europa bajo el manto nazi. En la zona meridional, por ejemplo, las autoridades contabilizaban a los gitanos en un registro especial, en el que había niños de hasta dos años, en franca violación de la Convención Europea sobre Derechos Humanos. A las mujeres se las esterilizaba o se las obligaba a abortar. Había un propósito de limpieza étnica en pie, combinado con el racismo latente en la población sueca. Sin embargo, ha sido una administración conservadora la que ha tomado la inusual decisión de investigar los abusos contra una minoría que por más de 500 años ha vivido en Suecia.

Los romaníes son una etnia despreciada en toda Europa, a donde llegaron desde la India en el primer milenio. Hitler los exterminó masivamente y los cálculos son de que aproximadamente un millón de gitanos acompañaron a los judíos a la cámara de gas. Nadie, sin embargo, habla del holocausto romaní. Fueron esclavos y sujetos a ejecución sumaria. Se les ha impedido ir a la escuela, votar o establecerse. Aún se les deporta, como hace la Francia socialista que, sin embargo, se pavonea en el mundo como defensora de los derechos humanos. El nuevo primer ministro francés Manuel Valls, nacido en España, declaró cuando ocupaba la cartera de Interior que había un espacio limitado para los romaníes en el país de la revolución que transformó la frontera de las libertades.

El cotorreo de las dos señoras no da signos de abatirse, tampoco las informaciones desconsoladoras. El niño ya duerme y, aunque vive, en la placidez de su temprana existencia aún no alcanza a comprender qué es la vida. Le tomará mucho tiempo saber que es un derecho que, sin embargo, algunos estados lo abrogan bajo la excusa de que la defensa del colectivo exige la extirpación definitiva de violadores graves de la ley. Desconozco en qué etapa de su ruta cognitiva sabrá qué es una ejecución, y si para entonces continuará el debate sobre los químicos usados para eliminar a los condenados a la pena capital.

Un juez federal de Houston detuvo la ejecución de dos convictos a la espera de información sobre la calidad y origen de las drogas que se utilizarían en el cumplimiento de la asepsia social. Quienes se oponen a la pena capital aducen que los barbitúricos aplicados a los condenados podrían violar el mandato constitucional que prohíbe los castigos crueles e inusuales. Como argumento irrebatible se sirven de las últimas palabras de Michael Lee Wilson en la camilla de la muerte en Oklahoma, en enero pasado: "¡Siento que todo mi cuerpo se quema!"

Ya no quema el sol que en estos días primaverales resiste con más soltura la amenaza de las tinieblas nocturna. El único gitano en mi país del que tengo conocimiento -y en el que no existe la pena de muerte-, es Diego el Cigala, y se le acaba de dar la nacionalidad en unas galas que hasta yo celebré a distancia, sin derramar sino disfrutar una vez más Lágrimas Negras. Los niños son cosa sencilla, sin las complicaciones ni los vicios que taran a los adultos. Su inocencia es una virtud que lamentablemente se pierde con el correr de los años y el aprendizaje (¿?) social.

No son aún parte de la clientela y de ahí que en la carta de los restaurantes no haya platos para los párvulos, mas en el menú de la vida ocuparán siempre una posición privilegiada.

adecarod@aol.com

Los niños son cosa sencilla, sin las complicaciones ni los vicios que taran a los adultos. Su inocencia es una virtud que lamentablemente se pierde con el correr de los años y el aprendizaje (¿?) social.