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Al fin y al cabo

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Al fin y al cabo

Si como algunos pregonan la rutina acarrea el ocaso de las emociones, Ciudad del Cabo se erige irresistible como antítesis. Visitarla una y otra vez es redescubrir una fuente inagotable de belleza siempre nueva en la inmensidad de dos océanos hermanados. Aguas multicolores confabuladas con montañas para aprisionar en vano la urbe que se escapa por los costados y se adentra en la lejanía hasta incorporar viñedos, jardines esplendorosos, bosques de verde reluciente y una arquitectura con residuos coloniales. Es el rescate de un África que siempre ha sido cierta, que es humanidad y naturaleza extraordinarias, que es y será una jornada de lucha para zafarse de un pasado de abominaciones.

Más que ciudad, sentimiento que brota al contemplar el trabajo impecable de la naturaleza en la Montaña de la Mesa (Table Mountain); y el del hombre, en el estadio de fútbol Punto Verde (Green Point) que parece flotar en la pequeña llanura lamida por las olas incesantes, a veces cansadas, a veces arrebatadas, siempre empeñadas en la tarea imposible de barrer unos arrecifes indolentes.

Era auténticamente nuevo cuando hace ya cuatro años presencié allí uno de los partidos de la Copa Mundial. Lo sigue siendo en mi imaginación porque la majestad del diseño atrevido provoca la misma admiración inicial: aquellas curvas suaves, aquella insinuación de nave gallarda dispuesta a penetrar las profundidades que otrora surcaron marineros tan osados como la arquitectura del campo deportivo, edificado donde antes había un campo de golf. Aquella soledad y quietud que no abate el tráfico de un mediodía soleado. En el pico de la montaña que le gana en altura a los edificios de apartamentos con vista al Atlántico que luego será Índico, o viceversa, se posa la nube que no acepta el imperio de cielos de azul casi total.

Al gran poeta irlandés Nobel de literatura Seamus Heaney debemos la mejor descripción de la imponente Ciudad del Cabo: un lugar donde la esperanza y la historia riman. En uno de los tantos carteles explicativos en el malecón que sazona la barriada elegante de Sea Point, leo que el explorador portugués Bartolomé Díaz fue el primero en circunnavegar esa portentosa lanza de tierra embutida en mar bautizada como Cabo de Buena Esperanza. De ahí el nombre de la primera ciudad de África del Sur, lugar de encuentro oceánico, de razas, civilizaciones, aventureros y punto obligado en las travesías comerciales hacia los mercados de las especies y la seda en el Lejano Oriente.

No es el Cabo de Buena Esperanza, como se cree, el punto más meridional del inabarcable continente africano. Corresponde tal hito geográfico al Cabo de las Agujas, a unos 170 kilómetros al sudeste, nominación también portuguesa por una curiosidad afín al quehacer de la navegación: la aguja del compás que marca el norte magnético coincide totalmente con el norte verdadero en la zona. Identificación virtual que elimina la llamada desviación magnética. Quizás reside en ese accidente de naturaleza y ciencia, revelado en los tiempos en que Cristóbal Colón se aventuraba en otra mar oceana y otros mundos, la clave del secreto de esta Ciudad del Cabo donde el norte de las emociones está siempre bien enrumbado.

Se desparraman los llanos hacia el oeste en un beso perpetuo con la realidad líquida, vigilados desde lo alto y mantenidos a raya por las montañas Muizenberg. Allá, en un parque natural de vegetación escasa y peñascos enormes, se desliza el Cabo de la Buena Esperanza, más que atracción turística evocación de jornadas intrépidas y retos peligrosos para quienes se atrevían a desafiar los dominios de Poseidón. No abundan ya los mandriles juguetones cuya peligrosidad advierten los carteles. Recuerdo aquel embeleso, en mi prehistoria, cuando uno de esos primates arrebató en un santiamén la manzana que comía una visitante descuidada. Tras la acción relámpago se subió al techo de un automóvil donde terminó la fruta al tiempo que, juro yo, se reía de su víctima. Ya no acuden en tropel e imagino que los guardianes del parque donde se sitúa el cabo han decidido espantarlos.

Es tiempo de elecciones en Sudáfrica en esta visita que recompone el espíritu. También de celebraciones pues hace veinte años que todo sudafricano pudo votar por primera vez tras concluir el período inhumano del apartheid y Nelson Mandela caminar en libertad después de 27 años de prisión, el último período en la isla de Robben cuya silueta se perfila en lontananza al sur de la ciudad. En la radio repiten trozos de los discursos del político humilde, del prócer que antes de su muerte era ya un ejemplo universal. Me cala uno de los decires que brotan entre ritmos conocidos y desconocidos: "Ayer luchamos por la libertad, hoy la celebramos y mañana la protegeremos".

Podría ser territorio maldito, como la isla If de la Bahía de Marsella con el castillo que hizo famoso Alejandro Dumas en El Conde de Montecristo. Durante tres siglos, Robben Island fue destino para desterrados, cárcel brutal que detalla con maestría Nelson Mandela en sus memorias. El resplandor del sol posado en las canteras donde trabajaban los presos le afectó para siempre la vista a la leyenda sudafricana. Hoy Patrimonio de la Humanidad, no creo haya nadie capaz de evitar un escalofrío al contemplar la celda de Mandela o escuchar el relato del guía, un exprisionero, sobre el régimen carcelario.

El país del arcoíris ha cambiado en esas dos décadas tras las primeras elecciones libres. No para bien o lo suficiente, dice en una entrevista FW de Klerk, el expresidente que liberó a Mandela y eliminó el régimen de exclusión de la mayoría negra. La brecha económica entre blancos y negros escandaliza. Se nota en las calles, los bares, los restaurantes que pueblan Camps Bay, Sea Point, Constantia, Bantry Bay y la playa de Clifton, los espacios de solera en la inmensidad urbana. Ni hablar del ambiente refinado de las tantas bodegas de vino en Paal, Franschhoek o Stellenbosch, todas a corta distancia en carro desde Ciudad del Cabo.

En viajes anteriores había medido cinco kilómetros de barriadas miserables en la autopista a la salida del aeropuerto internacional. Aún quedan chozas de cartón y trozos de aluminio, pero una gran parte ha sido reemplazada por viviendas modernas que dan a calles asfaltadas y cuentan con todos los servicios. Lo advierto mientras conduzco hacia Stellenbosch y los viñedos a los que el otoño austral les sustrae paulatinamente el verdor y la mano humana despojó ya de las uvas que mutarán en caldos generosos, de calidad insospechada y que acompañan sin dejos de baja estima a la gran cocina sudafricana.

La criminalidad, sin dudas alimentada por la pobreza, ha bajado. La tasa se sitúa en un cincuenta por ciento de lo que era cuando advino la libertad. Resta, sin embargo, el estigma de sociedad violenta, llena de violaciones, robos de carros a mano armada, asaltos y asesinatos de crueldad inimaginable. No puedo evitar mirar hacia todos lados cuando me detengo frente al semáforo al que llego rodando lentamente, con la esperanza fallida de que el verde de sus luces me franqueará el paso. Hubo mucho hincapié en la seguridad ciudadana a propósito de la Copa Mundial, y Ciudad del Cabo me parece en esta oportunidad tan o más segura que cualquier otro punto del mundo en desarrollo.

La población negra ha pasado del 77.4 al 79.2% en los años de libertad. Los blancos han bajado del 11 al 8.9% y los asiáticos mantienen la misma proporción. Sin embargo, y he aquí la paradoja, la disparidad económica entre esos diferentes segmentos raciales ha aumentado con la democracia.

Un hogar blanco tiene un ingreso anual seis veces mayor que el promedio negro y el 73 por ciento de los puestos empresariales más importantes están en manos de la minoría. El número de millonarios se ha duplicado, pero también el de aquellos sudafricanos que viven con menos de un dólar al día. La tasa de desempleo es similar a la española, un 25 por ciento, pero entre los sudafricanos jóvenes negros monta al 50. Por doquiera oigo y leo sobre la corrupción de la cúpula política negra y el hoy presidente reelecto, Jacob Zuma, consumió 22 millones de dólares del erario para convertir su casa "en un mar de opulencia a gran escala", con un anfiteatro, verjas de vidrio blindado, túneles con elevadores y cuantos artilugios puede ambicionar la megalomanía. El lado oscuro de África no está en el color sino en la extravagancia de líderes como Zuma, quien pese a sus 70 años tiene cuatro esposas, 20 hijos y residencias oficiales en la capital, Pretoria, Ciudad del Cabo y Durban, sin contar la casa del escándalo en Nkandla, donde nació.

Sin embargo, Sudáfrica es optimista, sus ciudadanos disfrutan la libertad bien ganada y participan con orgullo en la construcción del país soñado por Mandela. El arcoíris no se ha extinguido aunque quizás sus colores sean menos intensos que veinte años atrás.

Ciudad del Cabo resiste cualquier comparación, aunque se me antoja comparte capítulos de belleza irresistible con Río de Janeiro. Esta es música, mañana de carnaval, playa, sol y los inseparables Corcovado y Pan de Azúcar, deleites visuales al alcance de prácticamente cualquier punto de la ciudad. En aquella, la naturaleza se desbordó en generosidad. Perduran ese olor marino, esa sensación de paz que alimenta el popurrí de colores que se advierten por todos lados y cambian con las horas. Esa naturaleza camaleónica anonada cuando se viste de dorado al caer la tarde y los últimos rayos solares se estrellan contra los picos en la foresta Tokai, vecina a Constantia donde me hospedo.

Otoño, y los rosales aún están paridos; los jazmines perfuman; a los días cálidos suceden noches de cielos estrellados infinitos, vientos suaves y temperaturas amables que invitan a buscar solo calor humano. Por doquier acampan los recuerdos coloridos de cuán feraz es ese continente olvidado de geografía que finaliza precisamente allí, en uno de los lugares más bellos del mundo.

Al fin y al cabo, cada día en esta ciudad de ensueño es una fiesta espiritual que intuyo interminable. En la rutina de volver y volver cifro toda una esperanza de vida.

adecarod@aol.com

El país del arcoíris ha cambiado en esas dos décadas tras las primeras elecciones libres. No para bien o lo suficiente, dice en una entrevista FW de Klerk, el expresidente que liberó a Mandela y eliminó el régimen de exclusión de la mayoría negra.

La brecha económica entre blancos y negros escandaliza.

Sudáfrica es optimista, sus ciudadanos disfrutan la libertad bien ganada y participan con orgullo en la construcción del país soñado por Mandela.

El arcoíris no se ha extinguido aunque quizás sus colores sean menos intensos que veinte años atrás.