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Con Sueños en Seattle

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Con Sueños en Seattle

Se acomoda la ciudad en ambas orillas del estrecho de Puget, extremidad marina de múltiples dedos que dibujan con las aguas majestuosas del Océano Pacífico una geografía de belleza dilatada en los confines del noroeste de los Estados Unidos, ya muy cerca de la provincia canadiense que con su nombre, Columbia Británica, alude a un pasado colonial del cual no atisbo rastros en este lado de la frontera. Otras son las huellas, estampadas por visionarios que han añadido valor a la naturaleza feraz en estas tierras que atraen la admiración global.

Seattle gratifica al visitante con una serenidad marina no rota por el tránsito de los transbordadores que comunican las orillas, o por las tantas embarcaciones que enrumban hacia el norte al encuentro de innúmeras islas que se interponen entre el mar abierto y costas llenas de fiordos esculpidos por glaciares hace ya milenios. Es otra de esas urbes mágicas que desatan las emociones del viajero con paisajes irrepetibles, toques sutiles de civilidad y atractivos a cada paso.

El espacio urbano ocupa colinas y desciende o asciende abruptamente por calles que irremediablemente terminan en las aguas saladas del estrecho o en las dulces del Lago Washington, al este. En el lado norte, otro brote líquido lo escinde discretamente, mientras que en los suburbios los bosques de coníferas evidencian cuán septentrional se sitúa el único estado norteamericano bautizado en honor a un mandatario. Seattle, la ciudad más importante y de más habitantes en el noroeste americano, es la onomatopeya del nombre -gua en el idioma indígena- del cacique de la tribu que poblaba la zona cuando llegó el hombre blanco.

No han perdido esplendor los lugares emblemáticos registrados en la inolvidable aventura romántica Insomne en Seattle (Sleepless in Seattle). Con un poco de imaginación es posible ver a Tom Hanks pasear su estado de ánimo atormentado por el mercado de Pike Place; las compuertas de Ballard, remedo en miniatura del Canal de Panamá y mecánica que funciona perfectamente pese a los años; la Aguja Espacial, desafío gravitacional levantado para la feria mundial de 1962 que aún asombra con su arquitectura futurista; y los muelles de donde parten los navíos en un ir y venir reminiscencia de Hong Kong.

El nombre real de ese portento de ingeniería que se remonta al 1911 es Hiram M. Chittenden. Y su utilidad va más allá de permitir que las embarcaciones accedan desde el estrecho de Puget al Lago Washington y viceversa. Las compuertas constituyen una barrera permeable entre aguas dulces y saladas, una protección del ecosistema que asegura la riqueza pesquera de la zona. El salmón, muy pequeño aún, emigra hacia el mar. Luego regresa a desovar en las aguas del lago donde sobrevive por meses gracias a la energía que extrae de sus aceites. Literalmente, se come a sí mismo. Todo un ciclo de vida que los aborígenes celebraban jubilosos.

Mucho ha cambiado en la cotidianidad urbana desde que estuve la última vez aquí, hará unos 15 años. Las grúas se levantan por lo doquier en testimonio silencioso de auge. Las construcciones acusan crecimiento y confirman las estadísticas de un fenómeno inusitado de aumento poblacional acelerado por la inmigración desde todos los puntos federales. Y del mundo, atraída por el magneto de la revolución tecnológica encarnada por empresas pujantes, con cifras de ventas que se multiplican y que Wall Street premia con acciones en alza.

La industria de la pesca también engendra riqueza para esta región bendita. La faena tiene lugar en los mares aledaños a Alaska, el estado distante que los norteamericanos compraron a Rusia por siete millones de dólares. La base, sin embargo, está en Seattle y desde ahí se conducen los negocios que llevan pescado fresco y enlatado y los famosos king crabs a todo el mundo, República Dominicana incluida como me dan constancia en Trident Seafoods. El 70 por ciento del comercio del Gran Seattle es internacional, una de las razones cosmopolitas que añade singularidad a este conjunto urbano.

Tanto o más que los encantos urbanísticos y el entorno acuático tan particular, las señas inconfundibles de la llamada Ciudad Esmeralda provienen de las grandes innovaciones que ha acunado y las empresas y cerebros detrás: es el hogar de Microsoft, Amazon, Starbucks, Costco y, no muy lejos, Boeing; patria chica de Bill Gates y Jeff Bezos, templo a la creatividad y donde se oficia el American Dream.

Microsoft es un gigante en todos los sentidos. Bosques y terrenos de labranza hasta hace relativamente poco, Redmond, en las afueras y resguardado por la naturaleza, acoge las instalaciones de investigación y desarrollo de la empresa que revolucionó el mundo digital bajo el liderazgo de Gates. Cuarenta mil empleados se reparten un área millonaria en metros cuadrados y que cuenta hasta con su propio sistema de transporte. Parece más un campus universitario que una empresa comercial. En esa fuerza laboral caben más de cien nacionalidades y una babel de veintisiete idiomas. Una pequeña muestra de la globalización a la que ha contribuido Microsoft con sus sistemas operativos para ordenadores, programas, servicios, tabletas y, luego de la adquisición de la finlandesa Nokia, teléfonos inteligentes, entre muchas otras aplicaciones informáticas.

Crear una de las compañías de más valor en el mundo ha requerido de constancia, visión de futuro y gran inteligencia, sin dudas. Pero también de una gran capacidad para entender y vencer diferencias culturales, lo que entraña tolerancia y apertura mental. A la innovación se suma el respeto por el medio ambiente, el privilegio de la razón y el convencimiento de que el trabajo en equipo es clave. El espíritu filantrópico del fundador de Microsoft es ya legendario, con ganancias ejemplares en África -que reconocen mis colegas diplomáticos de ese continente a quienes acompaño en viaje de trabajo- en la lucha contra el sida y enfermedades tropicales transmisibles. No me sorprende la explicación sobre el origen de esa filantropía llevada a cabo vía la Fundación Bill y Melinda Gates: la madre del pionero de la revolución digital fue una consumada activista social. Los buenos genes se han reproducido y la responsabilidad social ganó raíces en la Microsoft de los softwares que echan a andar las computadoras.

Innovar o perecer, en Microsoft destaca un capítulo dedicado a adelantar el futuro. Cabe en un espacio guardado celosamente y con prohibición de cámaras indiscretas lo que sería una casa dentro de unos años. A la entrada, una pantalla gigantesca donde aparecen registrados mensajes, tareas pendientes y cuantas nimiedades o cuestiones importantes no conviene confiar a la memoria.

Luego la cocina, donde poco queda a la imaginación y se cuecen asombros. Desde otra pantalla puede cambiarse las fotografías de los cuadros. U obtener una receta con solo presentar un ají y de la cual será protagonista. No hay problema si queremos que un chef virtual guíe los pasos culinarios. De todas maneras, los datos aparecerán reflejados en la encimera junto a las hornillas de vitrocerámica. Ya en el salón, otra pantalla comunica visualmente con la abuela distante a la que el nieto puede pedir le cuente una historia antes de irse a la cama.

No es un cuento cualquiera, sino un argumento hilvanado a partir de un osito mostrado al artilugio que domina toda una pared. La abuela se refugia en una tableta cercana y desde allí inicia el relato. Si hay nieve, los efectos se abaten sobre el público menudo. Si este se queja de que el osito no puede viajar en avión, pues entonces la abuela corrige y lo transporta en tren. Lo virtual es ya casi real, y la industria se prepara para servirlo al consumidor con el cáveat de que los precios bajarán en la medida en que la demanda aumente. La domótica se perfila ya como el futuro inmediato.

Amazon me ha hecho la vida más placentera. No oculto mi satisfacción durante la visita a unas instalaciones repartidas en por lo menos diez edificios multipisos, enormes, y que ni siquiera un pequeño aviso identifica como pertenecientes a un emporio con presencia en 190 países y 120 mil empleados. Prefieren integrarse calladamente al entorno, sin identificaciones que lo delaten. Allí se piensa a largo plazo, bajo una filosofía que no ha cambiado desde que Bezos la formulara en los inicios mismos del gigante de las ventas en línea. Se parte del cliente bajo el entendido de que la confianza se gana con dificultad y se pierde con facilidad. El enfoque es siempre en la innovación y las ideas más atrevidas cuentan con visado permanente. Amazon acaba de anunciar un nuevo teléfono inteligente y un servicio de descarga de música que sin dudas ampliará las ventajas que ofrece en múltiples ofertas a sus 244 millones de clientes. Amazon video es una de las aplicaciones preferidas en tabletas y ordenadores personales. Kindle nos hace dueños de una biblioteca virtual y la meta es albergar todo cuanto se publique en el mundo. ¿Demasiado ambicioso? No, la imaginación carece de límites. Por ejemplo, la empresa ha reducido a 24 horas la entrega de algunos artículos. No se conforma y busca reducir a unas pocas horas el tiempo que media entre el pedido y su satisfacción, y por eso ensaya con unos drones que aterrizarían en la puerta de nuestras casas y dejarían allí la mercancía comprada.

Otra vertiente novedosa es el almacenamiento de datos, lo que se conoce como cloud. Nos lo explican y me quedo boquiabierto: se refiere a la demanda en línea de recursos de tecnología informática (IT) vía internet y que se paga en la medida en que se usa. Se comercializa como Amazon Web Service (AWS) y los ahorros provienen de beneficiarse de facilidades de almacenamiento de datos o acceso a tecnología antes solo disponibles con inversiones cuantiosas de capital. Los costes tienden a la baja en virtud de la economía de escala y con una ventaja adicional: la tecnología siempre será de punta. Por ejemplo, www.coursera.org ofrece gratuitamente acceso a decenas de cursos en línea sin necesidad de servidores. AWS resuelve el problema, y a precios competitivos.

Apenas comenzamos a afrontar los grandes problemas derivados de las deficiencias en nuestro sistema de educación. Ya he escrito sobre la anemia de innovación que caracteriza la actividad empresarial dominicana. ¿Cómo han resuelto Microsoft y Amazon la escasez de talento no obstante el gran gasto en educación tanto público como privado? Importándolo. Otro sueño en Seattle, con aplicación directa en la tierra que más amó Colón. ¿Incentivos a la industria, a la pequeña y mediana empresa? ¿Y por qué no a la inmigración de cerebros, de buenos maestros, de emprendedores, de gente con capacidad para ayudarnos a cerrar la brecha digital e insuflar dinamismo a la actividad productiva?

No me importa abandonar Seattle con sueños. Algún día serán verdad, no virtualidad, en nuestras tierras caribeñas con geografía de sol, mar, arena y esperanzas.

adecarod@aol.com

Tanto o más que los encantos urbanísticos y el entorno acuático tan particular, las señas inconfundibles de la llamada Ciudad Esmeralda provienen de las grandes innovaciones que ha acunado y las empresas y cerebros detrás: es el hogar de Microsoft, Amazon, Starbucks, Costco y, no muy lejos, Boeing; patria chica de Bill Gates y Jeff Bezos, templo a la creatividad y donde se oficia el American Dream.