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En las veredas de la historia

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En las veredas de la historia

Callejear en ciudades desconocidas, aprehender culturas al margen de prejuicios y apreciar cuán diferentes o similares pueden resultar los seres humanos tan pronto se traspone una frontera, constituye toda una lógica de vida. Se requiere obviar los encasillados y depositar generosamente en la cuenta de la paciencia, asido al convencimiento de que subdesarrollado y atrasado son términos que no alcanzan a describir con propiedad la realidad de geografías y sociedades distantes, mas inscritas en los anales remotos de la historia.

Georgia no figura en los mapas del turismo masivo o en la literatura colorida que adorna las vidrieras de las agencias de viaje en las grandes capitales. Aprisionada entre los escarpados Cáucasos y el Mar Negro y otrora parte de la Unión Soviética, se cuenta entre los territorios donde se registraron los primeros asentamientos humanos y una de las invenciones más prodigiosas: la fermentación de la uva para convertirla en vino. Fue noticia hace ya seis años, víctima de la geopolítica implacable. En el intento de aplastar la secesión de dos de sus regiones, Abjasia y Osetia del Sur, se tropezó con el oso ruso. En unos pocos días de batalla contra fuerzas muy superiores, los georgianos debieron replegarse y entender que coger piedra para los más pequeños también aplica en el tinglado de las grandes potencias.

Paradójico, ciertamente, porque pese al tradicional nacionalismo acendrado de sus habitantes, más de un georgiano jugó un papel de primer orden en la antigua URSS, cuya herencia recoge hoy la Federación Rusa. Cuando Mijail Gorbachov se embarcaba en la perestroika y la glasnost abría un bazar de oportunidades en la periferia y el corazón del imperio soviético, a su lado brillaba uno de los diplomáticos más destacados del siglo pasado, sucesor del astuto Andréi Gromyko: Eduard Shevardnadze. Austero, enemigo jurado de la corrupción, escaló todos los peldaños de la Nomenklatura hasta llegar al Politburó y al ministerio de Relaciones Exteriores, luego de ser el secretario general del Partido Comunista en su natal Georgia.

Cuando llegué el mes pasado a Tiflis, la capital donde nació 86 años atrás, contaban pocos días desde la muerte de esta figura histórica que con inteligencia y tino articuló la compleja diplomacia que acompañó el cortejo fúnebre de la URSS y luego, desde la presidencia, encaminó la democracia en el país cuya independencia también contribuyó a fraguar. Murió como vivió, pobremente, tan alejado del boato que siendo funcionario de primera categoría prefería el transporte colectivo moscovita a la limusina propia de los jerarcas soviéticos.

Rota en dos por el río Kurá, Tiflis se desborda en centenares de kilómetros cuadrados. Punto geográfico crucial en la antigua Ruta de la Seda, hoy cabalga a horcajadas entre lo moderno y lo antiguo. Por ejemplo, una renombrada avenida de postín, Rustaveli, se hermana con París por su diseñador: el barón Haussmann. No muy lejos de los grandes almacenes y de la Plaza de la Libertad, antecesora de todas las revoluciones de flores y estaciones diversas en contra del autoritarismo, se enroscan las callejuelas de la barriada de Narkala, recuerdo medieval. Las viviendas vetustas, muchas bajo un plan acelerado de reconstrucción, retrotraen a siglos idos cuando este tránsito obligado entre Europa y Asia alcanzó gran esplendor y fue bastión del cristianismo en medio del acorralamiento musulmán.

Otra ciudad me interesa aparte de la capital, reliquia histórica que más tarde o temprano será una verdadera meca turística: Gori, a menos de un centenar de kilómetros y muy cerca de la separatista Osetia del Sur. En esa ciudad ombligo, bombardeada sin clemencia por los rusos en la corta guerra del 2008, abrió los ojos por primera vez el antiguo seminarista devenido no solo el dictador más sanguinario que haya conocido Europa, sino también ejemplo diabólico de sagacidad política, oportunismo, amoralidad y cuantas innoblezas pueden atribuirse con certeza al verdugo de millones de personas. A un costado de donde vino al mundo, hay un museo en su honor. De resucitar, Joseph Stalin, no podría quejarse del tratamiento que le dispensan sus connacionales de Gori, cuna también de otro héroe de la Unión Soviética, Alexander Nadiradze, el inventor de los cohetes intercontinentales. El proceso de “desestalinización” puesto en marcha por Nikita Jruschov en 1956 a raíz de la desaparición del tirano por lo visto no llegó aquí. No es mera suposición, me explican. La estatua de Stalin frente al Ayuntamiento fue eliminada en el 2010 pero se acordó restablecerla. Poco importa, porque tras el pago de unos cuantos laris a una portera negligente, se sube la escalera que conduce al interior del museo; en el rellano se alza imponente, solo que en bronce, Iósif Vissariónovich Dzhugasvilli, el verdadero nombre del hombre cuya desidia y tozudez casi le cuesta la guerra a la URSS al ignorar todas las advertencias sobre los verdaderos propósitos de Alemania, cuya Operación Barbarroja, o sea la invasión de Rusia, fue descubierta por los servicios de espionaje con suficiente antelación.

Las galerías, franqueadas por vitrinas llenas de objetos personales del tirano, contienen decenas de fotos de las diferentes instancias del ascenso de Stalin a la cúspide del poder soviético tras falsificar el testamento de Lenin y arremeter contra la viuda, desembarazarse del fundador del Ejército Rojo, León Trotsky, y sus compañeros del triunvirato en aquellas primeras décadas de la revolución bolchevique. La historia del hijo de Gori ha sido escrita en múltiples versiones. Hay quienes le atribuyen pertenencia a una banda de asaltantes de caminos antes de que se enrolara en la oposición militante al zar, de cuyas ergástulas, y probablemente del cadalso, escapó en varias oportunidades. Los mapas con las rutas de sus huidas están convenientemente desplegados, en clara alusión a la osadía del joven rebelde. Nada hay en el museo que delate la crueldad del gobernante despiadado. Por el contrario, todo está dispuesto para presentar una imagen plácida, como se desprende del muestrario de los libros originales de los grandes escritores rusos en que abrevó durante sus años de formación. En algunos rincones se resalta la imagen del esposo fiel o del padre amoroso, sin que por lado alguno se explique que la hija única que aparece en la foto, Svetlana, desertó al Occidente y denunció con dureza al padre sin escatimar los epítetos más virulentos, entre ellos “monstruo moral”, “espíritu corrompido”. En iguales términos se refirió a la revolución bolchevique, a su entender un error fatal y trágico.

La historia de Stalin que se encuentra en su museo es la misma versión oficial, quizás menos aderezada, con que se falsificó la verdad de aquel engendro, y del que Georgia, con toda su belleza natural y afabilidad de sus habitantes, debería abominar sin contemplaciones.

Recuerdo vívidamente en mis años de estudiante en Europa, por supuesto en la prehistoria, la entrevista televisada a una anciana rusa que vivió los años del período especial antes de la muerte de Lenin y la posterior lucha por el poder. Se cumplían sesenta años de la entronización del socialismo real y se estaba muy lejos de pensar que todo aquello se derrumbaría estrepitosamente, roído por contradicciones internas insuperables. De acuerdo a su versión, Stalin era un desconocido. Como prestantes sobresalían Grégori Zinóviev y Lev Kámenev, quienes compartieron originalmente el poder con el georgiano antes de que este los enviara al paredón. Mencionaba la anciana, de rostro estrujado por los años pero de una lucidez sorprendente, que la otra gran figura era Nikolai Bujarin, el teórico del partido y cuyos análisis políticos inspiraron la tesis de Lenin sobre el imperialismo como el estadio superior del capitalismo. Más aún, Zinóviev era amigo muy cercano del gestor de la revolución rusa, compartieron el exilio en Suiza y lo acompañó en el tren secreto que lo trajo a Moscú y a su destino histórico.

Sin explicación alguna, Bujarin aparece en el museo al lado de su verdugo, en una de las tantas fotos desplegadas con derroche de candor. También están las pipas que con fruición fumaba Stalin, regalos de diferentes mandatarios, Mao incluido; un puro cubano, espadas de todos los tamaños y formas, uniformes y una réplica del escritorio que usaba en el Kremlim. Las explicaciones de la guía, ya entrada en años y en cuyas facciones atisbo el orgullo de compartir el mismo lugar de nacimiento con el protagonista del museo, son en georgiano salpicado de ruso, convertidas al inglés por una joven que salió de no sé dónde, se ofreció como traductora y al final exigió sonriente que se le pagara.

A unos metros de la parte frontal del museo se destaca una pequeña edificación, en realidad un cascarón que arropa la mísera habitación alquilada donde nació Stalin y que constituía todo el hábitat de la familia. Unos pocos objetos toscos sirven de mobiliario y es muy probable que enmascaren una pobreza peor. Ya en los jardines, sobre unos rieles improvisados, se yergue inmóvil el vagón del ferrocarril privado en que se desplazaba Stalin por toda la geografía soviética durante la Segunda Guerra Mundial: diez y siete toneladas de acero, madera y vidrio, cuyo interior revela un cuidado a tono con el poder de su ocupante. Hay un compartimento para los guardaespaldas, la mayoría ajusticiados dada la paranoia del tirano. También una cocina, una pequeña biblioteca, una salita, una estación de comunicaciones y un baño que en su época debió ser muy lujoso. Quién sabe cuántas decisiones trascedentales se tomaron en esos espacios que constituían el cuartel general móvil del mandamás soviético; cuántas órdenes de fusilamiento, en ruso con fuerte acento georgiano, se impartieron, o si, de común acuerdo con sus mariscales, se decretó allí la pena de muerte para todo el que retrocediera en el combate o fuese tomado prisionero. Probablemente desde ese vagón acorazado se siguieron las operaciones brillantes del genio militar Zukhov y la ofensiva brutal que desde la vastedad oriental rusa se lanzó contra los ejércitos alemanes hasta aniquilarlos por completo empujados hasta las puertas mismas de Berlín, detrás un rastro de sangre y terror estampado en igualdad de maldad por comunistas y nazis.a historia de Stalin que se encuentra en su museo 

La historia de Stalin que se encuentra en su museo es la misma versión oficial, quizás menos aderezada, con que se falsificó la verdad de aquel engendro, y del que Georgia, con toda su belleza natural y afabilidad de sus habitantes, debería abominar sin contemplaciones