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La otra invasión rusa

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La otra invasión rusa

Lejanos tiempos ya, mas aún no lo suficiente, en que los veíamos como animales galácticos que no pastaban, sino devoraban y corrompían ideológicamente cuanto encontraran a su paso o a puro galope cosaco. En que una canción-cum-parodia de los Beatles, Back in the USSR (De vuelta en la URSS) escandalizaba a la derecha más cristiana y occidental, alerta siempre ante los peligros del “comunismo ateo y disociador”. No predican el socialismo ni vienen como proletarios con la hoz y el martillo a cuestas, sino cargados de dólares, euros, francos suizos o cuantas monedas sean duras sin necesidad de estímulos artificiosos. Siguen siendo revolucionarios, y protagonizan el cambio de propiedad de equipos emblemáticos del fútbol europeo, bienes raíces suntuarios y gigantes corporativos, mientras sus mujeres, como bajadas de un cuadro de Botticelli, se apoderan de las pasarelas de moda y hasta de los primeros lugares de la clasificación mundial de mi adorado tenis.

Contrario a los años de la Guerra Fría, cuando el Caribe era sólo Cuba, se desparraman ahora por toda esta geografía insular en el ombligo del mundo; y han descubierto las finas arenas y aguas saladas mansas de la República Dominicana, gracias a Fello Suberví y cuantos secretarios y ministros de Turismo le sucedieron en la noble tarea de impulsar el aprovechamiento de nuestros recursos naturales.

Lo que resta de los Beatles, concretamente Paul McCartney, visitó Moscú en el 2003 con treinta años de retraso, para un histórico concierto a un costado de la Plaza Roja y el Lenin embalsamado, pero con un Vladimir Putin sonriente en primera fila. Como este llegó tarde y ya el legendario músico inglés había cantado la pieza que fue todo un escándalo en la década de la crisis de los misiles, alguien sirvió de mensajero porque hubo un encore por “encargo especial”. Tal como explicara el artista, Rusia o la Unión Soviética era una realidad lejana, un espacio casi mítico separado del resto del mundo por el metafórico telón de acero imaginado por Winston Churchill.

El desconocimiento afectaba ambos mundos. Joven aún en mis años universitarios en Europa, quise aprovechar una gira de varias semanas a la Unión Soviética promovida como una oportunidad cultural única de conocer aquella sociedad de la que nos alejaban los prejuicios sembrados con malicia o ingenuidad. Los pasaportes de los interesados tenían que ser enviados con anticipación a Moscú, y tras varias semanas de espera se me informó que no calificaba para el viaje. Días después me llamó el secretario general de la Asociación de Estudiantes Universitarios encargada de la organización del intercambio, y me dijo sin ambages que los rusos desconfiaban, porque en mi pasaporte aparecía como periodista y no se explicaban qué hacía yo en una universidad británica. Fiel a su tradición democrática, me comentó que la respuesta era inaceptable, e insistiría en que se me permitiera unirme al grupo, pero que difícilmente sus esfuerzos tendrían éxito. Así fue, porque no se cumplieron mis sueños de verme a bordo de un Iliushyn de Aeroflot, debatir una y otra vez la vieja dicotomía capitalismo versus socialismo de igual a igual con estudiantes comunistas y recorrer sin mella en la cartera la geografía inabarcable de la Unión Soviética.

Otro mundo, otra época, pero subsisten algunas dudas que ahora ocupan al liderazgo mundial empecinado en construir barreras e identificar rivalidades extemporáneas. Recurro a otra pieza musical, también de un inglés, para ilustrar la enorme brecha que separaban a los eslavos de esta parte del mundo. A mediados de la década de los años de los ochenta, Sting escaló las preferencias musicales con su Russians y toda una declaración de humanidad y profundo sentido político en una sola estrofa: “Compartimos la misma biología/sin que importe la ideología/ Lo que puede salvarnos a mí y a ti/ es que los rusos también aman a sus niños.” A esos mismos rusos y sus niños, blancos que buscan oscurecer la piel junto a nosotros con una buena dosis del sol en cuya trayectoria estamos bien plantados, los vemos ya bajo una óptica diferente; y por fin empezamos a aceptar cuán torpes fuimos, cuánto nos queda aún por aprender de una cultura de rancio abolengo, y con la cual tenemos tanto en común, aunque el alfabeto cirílico nos parezca lunático.

No hay temor al contagio ideológico, y les damos la bienvenida a las oleadas humanas que nos llegan del oriente europeo y de la Siberia. Con ellos nos entendemos, aunque de su idioma no sepamos ni las gracias, pero sí nos acerca su pasión por este clima sin nevadas interminables, sin fríos extremos y con gente que lleva el calor en una sonrisa o una mirada complaciente. Algunos ya han llegado para quedarse, enamorados de la calidez dominicana que pregonan a voz en cuello. En Moscú, San Petersburgo o Ekaterinburgo, este pedazo del Caribe de historia atormentada no es ya el gran desconocido sino tierra de placidez y solaz.

Aunque por razones diferentes a su tradicional riqueza en el ballet artístico, los rusos protagonizan en todo el mundo una verdadera danza de millones, cresos de nuevo cuño que convierten en oro cuantas propiedades tocan. El Chelsea y el Mónaco francés, reconocidos clubes de fútbol, están en manos de los oligarcas Roman Abramóvich y Dimitry Ryboloviev. En el Londres de la realeza, los precios en el mercado inmobiliario de las barriadas de postín rozan las nubes pese que el perfil urbano de la ciudad es marcadamente de poca altura. A un costado del exclusivo Hotel Mandarín y poca distancia de la emblemática tienda por departamentos Harrods, se yergue el icónico complejo habitacional con los apartamentos más caros del mundo. Tanto ha dado que hablar el 1 Hyde Park, que la revista Vanity Fair le dedicó un reportaje de factura periodística impecable. ¡Un potentado estableció un récord mundial al pagar $237 millones de dólares por uno de los penthouses!

Aunque la mayoría de las ventas –3.3 millardos de dólares norteamericanos hasta ahora–, han sido a corporaciones con domicilio en paraísos fiscales, algunos nombres se han filtrado y de ellos varios son rusos: Vladislav Doronin, novio de la impredecible Naomi Campbell, y Viktorovna y Víktor Kharitonin. Sólo el año pasado, según los expertos, los rusos gastaron alrededor de 500 millones de dólares norteamericanos en el segmento de propiedades de más de un millón de libras esterlinas. Junto a los árabes, son los responsables de que los precios suban un diez por ciento en barrios como Mayfair, Kensington y Knightsbridge, y que una tercera parte de las residencias estén desocupadas casi todo el año, con todas las luces apagadas. Compran como inversión y una manera de proteger sus fortunas fabulosas de las crisis políticas y económicas que de tiempo en tiempo asuelan Rusia.

El maltrecho mercado inmobiliario español ha recibido un hálito de vida desde la Federación Rusa. Por las costas mediterráneas se les ve y se les oye, algunos con un castellano casi perfecto en los labios. Donde antes se veía mayoritamente a ingleses, nórdicos y alemanes, caso de la Costa Brava, ahora aterrizan aviones provenientes de la capital rusa y otras ciudades importantes en un agosto perpetuo del que se benefician hasta las líneas aéreas de bajo coste, con varias frecuencias diarias que enlazan Barcelona con el Este profundo europeo. Hay campamentos veraniegos para los niños rusos, a los que se les sirve merienda de panecillos rellenos de jamón serrano. En Lloret de Mar, por ejemplo, las cartas de los restaurantes abren en catalán, siguen en ruso, castellano y cierran en inglés. En la puerta de los bares, los mejunjes alcohólicos y atracciones vienen en el idioma de Tolstói y Dostoyevskiy la indumentaria de los parroquianos despeja las dudas sobre la nacionalidad. A las rusas les gustan el brillo, las botas y joyas llamativas. Si es invierno, poco importan las sociedades protectoras de animales y las prédicas ya ancianas de Brigitte Bardot: los abrigos de piel --de visón, nutria, eneldos o perros mapache y zorros siberianos-- son prendas obligadas. Alguien me confió que las grandes casas de la moda lanzan ediciones especiales para ese mercado con una característica: el nombre de los diseñadores se destaca mucho más. Fendi, Christian Dior o Chanel de la cabeza a los pies bolsos incluidos, no es extraño ni de mal gusto. Lo ignoro, pero sospecho que sí es oro todo lo dorado que en ellas reluce.

De cuerpo entero con prendas de diseñadores, e imagino que de La Perla en aquellos lugares dejados a la imaginación, las señoras rusas se aprovechan de las temporadas de rebajas estivales e invernales en los grandes almacenes y las tiendas más exclusivas de Londres, Barcelona, París o Nueva York. Allí las aguardan dependientas que hablan su idioma, y conocen su gusto acendrado por las marcas fulgurantes sin que los precios despierten vacilaciones. Es como si los años de la autarquía comunista y la austeridad forzosa necesitasen de compensación, y hayan dejado una sed inacabable de consumo capitalista.

También la Costa Azul acusa el influjo ruso, pródigo en el consumo conspicuo y proclive a las diversiones de alto calibre con abundancia de espumante y, por supuesto, de su destilado favorito: vodka, acompañante novedoso del vino y del cava en los restaurantes costeños catalanes. Lo mismo en la refinada Ginebra que en el bullicioso South Beach miameño, los rusos desfilan galantes asidos a portentos femeninos que rivalizan con las bellezas de ficción de Hollywood o la verdadera y australiana de Nicole Kidman. No sé cómo pudieron titular Dead calm (Calma chicha) su primera película.

El 70 por ciento del millón de turistas rusos que visita España se decanta por Barcelona, igual posición de preferencia que la República Dominicana en el Caribe. No es casual, pues, que la aerolínea Transaero haya anunciado que sus primeros A380 gigantescos, con capacidad para alrededor de 500 pasajeros, volarán a Cataluña y Punta Cana tan pronto la Airbus Industrie se los entregue el año próximo. El creciente número de turistas rusos, que roza ya los 200,000 por año, ha compensado la caída de visitantes desde el Viejo Continente, sacudido aún por dificultades económicas que se reproducen una y otra vez y no por generación espontánea. Igual que en la Barcelona galana, en las riberas orientales dominicanas se ven los anuncios en ruso y hay agencias inmobiliarias especializadas en ese prometedor segmento de mercado.

Tenía razón Sting. Los rusos también aman a sus niños, y estos episodios en la frontera con Ucrania, rémora de los años calientes de la Guerra Fría, no tendrán mayores consecuencias si se le respeta su espacio al oso. Rusos y occidentales han aprendido a quererse y amarse en el mercado.

adecarod@aol.com