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Europa, tan vieja y tan nueva

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Europa, tan vieja y tan nueva

La Europa milenaria aún sorprende por el toque salomónico con que resuelve el viejo conflicto entre individuo y sociedad. Aunque se imponga el colectivo, hay aún espacio para el lobo estepario como acaba de demostrarse en Bélgica con una decisión judicial que abre todas las espitas del cerebro. En un país donde no existe la pena de muerte, una corte ha decidido que Frank Van Den Bleeken, condenado en los años ochenta a cadena perpetua por violación sexual y asesinato, tiene derecho al suicidio asistido.

Caso complejo, de aristas inéditas. Van Den Bleeken argumentó “sufrimiento sicológico insoportable” causado no tanto por el encierro, sino por saberse afectado de patologías para las cuales los médicos aseguran no hay remedios y que lo han convertido en un peligro social de por vida. Incapaz de controlar sus urgencias sexuales, jamás podrá vivir en libertad. Tema propio de las pinturas negras de Goya, un Saturno que devora hijos y cuanto encuentra a su paso. Se le llevará en una fecha no revelada a un hospital y allí, con la ayuda de un facultativo, pondrá fin a sus tantas cuitas y traumas, y al mundo dejará un debate inacabable sobre la eutanasia. Solo que esta vez se trata de un reo al que, sin embargo, también se le concede el derecho a morir si no puede llevar una existencia acorde con la dignidad humana. Poco digna la existencia como bomba ambulante de mecha corta, presta a explotar con efecto devastadores por la chispa de una presencia femenina.

Igual que con el aborto, los argumentos contra la eutanasia tienen raíz religiosa. Campo libre para suicidarnos lentamente con los tantos tóxicos que ingerimos a sabiendas de los resultados fatales a largo o mediano plazo, mas no para descontinuar a voluntad la existencia con el auxilio de la ciencia y de un profesional entrenado. En el Reino Unido, donde se busca legalizar lo que los belgas ya hicieron a principios de este siglo, la voz eclesiástica se ha dividido. A favor, la del arzobispo sudafricano Desmond Tutu comanda respeto y recuerda el episodio de Nelson Mandela, postrado en cama sin poder valerse, biología en deconstrucción imparable al igual que su humanidad. Los católicos, escribía una columnista británica, piden a San José que les conceda una buena muerte y, sin embargo, se la niegan a sí mismos.

Con tanta gazmoñería en el ambiente, pasarán más de mil años, muchos más, antes de que los dominicanos accedamos al derecho a morir como nos plazca. El suicidio asistido es una corrección extrema para conductas patológicas, pero en las primeras páginas de la historia hay ejemplos de otras aplicaciones en boga hoy en día y sancionadas legalmente: la castración química. Cuando en la segunda mitad del siglo XIX Bellini estrenó su ópera I Capuleti e i Montecchi basada en la tradición italiana y no en el Romeo y Julieta de Shakespeare, los castrasti tan populares en los años barrocos pertenecían ya al pasado. El reinado del más famoso de todos, Farinelli, reproducida su tragedia-triunfo en el filme homónimo de Gérard Corbiau en 1994, había caído en el olvido. Bellini creó un Romeo a la hechura vocal de su amiga compatriota y mezzo soprano Giuditta Grisi, encarnación en escena del impetuoso Romeo. Castrato, la masculinidad ofrendada al arte en atención a la moralina eclesiástica que abominaba de las mujeres en escena. La voz infantil de contralto y mezzo preservada en la adultez gracias a un déficit inducido de testosterona, tras un procedimiento doloroso que se practicaba en una bañera repleta de agua tibia o de leche, paradójicamente el alimento infantil por excelencia.

En la Europa que nos ha dado la ópera y a sus intérpretes más eximios y también a Freud y sus teorías sexuales, está abierta desde hace años la conversación sobre la castración. Ya no para el bel canto, sino para castigar los delitos sexuales y que la sicología moderna liga a una agresividad masculina con génesis en las gónadas. Se pronunció años atrás el Comité contra la Tortura del Consejo de Europa, con una instancia a la República Checa para descontinuar la castración quirúrgica por “invasiva, irreversible y mutiladora”, como solución glandular definitiva en el caso de delincuentes sexuales con impulsos violentos.

Un centenar de delincuentes sexuales checos han pasado por las manos de los médicos castrantes que en una hora los despojan de la masculinidad y de paso, según atestiguan los convencidos de la efectividad del procedimiento, de la urgencia sexual delictiva. Se baraja por doquier la posibilidad de adoptar legislaciones que permitan la castración química o quirúrgica y convertir en eunucos a individuos cuyas inclinaciones patológicas no admiten otra redención menos radical. Hay países que la han adoptado sin dilación.

La castración como castigo y los eunucos se pierden en el tiempo. Cuando Nabucodonosor, las victorias se medían por el número de penes arrancados a los vencidos, mutilación de la cual no escapaban ni siquiera los generales. El rey David también practicó la castración y se dice que Agripina, deseosa de que su hijo Nerón ocupase el solio imperial, se deshizo de su esposo Claudio con la ayuda del eunuco Halotus, quien le sirvió en la mesa real un plato de hongos envenenados. Un guiso mortal que nunca ha figurado en el recetario de la cocina italiana tradicional. En la antigua India, la castración se reservaba a los adúlteros y violadores sexuales. Igual en Grecia, pero solo si el adúltero era atrapado in fraganti. En las altas posiciones burocráticas de la China milenaria era común encontrar a eunucos y los sultanes turcos les encargaban el cuidado del harén, sabedores de que ninguno les haría la competencia en la tarea reproductora. Por algo, eunuco deriva de palabras griegas que significan “guardián de la cama”. No que los patrones del serrallo desconocieran la prohibición musulmana de la mutilación sexual, sino que encomendaban la dolorosa y frustratoria operación a judíos y cristianos. De seguro esa especialidad no la heredó la ecuatoriana Lorena Bobbitt, lo que no impidió que de un solo tajo, en un episodio que conmovió a los Estados Unidos, convirtiera al marido abusador en “homo non erectus”, aunque “homo erectus” de nuevo y atracción posterior en Las Vegas, gracias al toque reparador de la cirugía plástica moderna.

En la República Checa, la castración quirúrgica es una opción. No así en California, Florida, Texas, Montana, Georgia y Luisiana, los estados norteamericanos con legislaciones muy claras al respecto y, donde casi sin excepciones la pena, es obligatoria en el caso de pervertidos sexuales reincidentes. La tierra del hombre libre y valiente cuenta en su haber histórico la inauguración de este nuevo castigo, adoptado posteriormente por Bélgica, Gran Bretaña Suiza y Polonia. En Alemania se reserva este método para agresores mayores de 25 años, mientras que en Suecia, Dinamarca y Cataluña, la castración química es voluntaria. Otros países en los que se aplica la medida son Corea del Sur, Israel, Noruega, Argentina, Moldavia o Francia, de acuerdo a datos extraídos de periódicos europeos.

Habrá quienes digan que con la castración química forzosa, la Europa del Renacimiento y de los derechos humanos deviene la Europa bárbara y de la Inquisición. Es la ley del Talión rediviva, la abdicación del principio de que la sociedad está más desprotegida cuando a la violencia opone una violencia mayor. Si la ejecución por inyección letal ha sido considerada cruel y dolorosa, ¿qué no decir de medios químicos o quirúrgicos para abatir la testosterona y modificar el instinto criminal? Sin embargo, la misma Europa que apuesta por salvar la dignidad humana con la eutanasia, le extiende el derecho a un reo condenado por crímenes horrorosos.

En el caso extremo de la orquiectomía, no hay posibilidad de devolver la virilidad extirpada con el escalpelo, lo que no ocurre sin embargo con la castración química a base de inyecciones semanales. Aunque reversible, los efectos secundarios de esta reducción forzosa de la masculinidad constituyen todo un catálogo de dolencias, algunas mortales a la larga: aumento exagerado de peso, impotencia (entendible, ¿no?), pesadillas, insomnio, calvicie prematura, diverticulitis, hipertensión, flebitis, trombosis, disnea, depresión mental, diabetes, estrechez de la próstata… No hay, por otro lado, seguridad absoluta de que la conducta patológica quede definitiva o temporalmente extinguida.

El debate tiene una dimensión ética, por supuesto. ¿Es compatible, la castración, con los principios que norman la profesión médica? ¿Cómo justificar la inversión y supresión de las funciones corporales como expediente punitivo en un régimen de derecho? ¿No hay también la posibilidad de regeneración en base a un tratamiento sicológico de modificación de conducta y la dureza de una larga temporada en la cárcel? La sociedad necesita defenderse, argumentan los partidarios de la castración, ante crímenes abominables y que ponen seriamente en peligro a segmentos vulnerables, como son los niños y jóvenes víctimas. Pero, siguiendo esa misma línea de argumentación, ¿por qué no valerse de la trepanación en el caso de criminales en serie o de lunáticos capaces de los peores excesos inducidos por sus paranoias? Los nazis utilizaron la castración punitiva y como experimento en eugenesia ahora catalogado como criminal y desprovisto de todo fundamento ético.

Es de reconocerse, sin embargo, que países notablemente avanzados y respetuosos de los derechos humanos practican la castración química, pero solo voluntaria. El carácter no forzoso del tratamiento lo coloca en otra dimensión ética aunque no necesariamente elimina todas las objeciones, si se parte de que otras terapias opcionales o condenas son más eficaces en la defensa de la sociedad frente a esas conductas violentas.

En la República Dominciana del impromptu y donde, me acotaba una amiga querida, el 80 por ciento de las violaciones a menores, niños y niñas, son cometidas por hombres familiares cercanos, no hay que dudar que a alguien se le ocurra proponer la castración química como el remedio ideal para contener los delitos sexuales aparentemente en aumento. Propuesta que a más de un cerebro le produciría un escalofrío machista pero que probablemente encontraría eco en la jauría de ignaros que pueblan los medios de comunicación y a cuyo autor se le reputaría como de mega testículos bien llevados. Seríamos, sin dudas, el primer país donde la ejecución de la sentencia se aplazaría porque los químicos castrantes se agotaron y no hay presupuesto para reponerlos.