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Destinados a triunfar

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Destinados a triunfar

Las distancias se han achicado, elementos de culturas marcadamente diferentes se han fusionado, la tecnología ha ensanchado las fronteras del conocimiento y, minutos después de anunciado el Premio Nobel de la Paz, había ya toda una celebración global porque los seleccionados han sido Malala Yousafzai, de Pakistán, y Kailash Satyarthi, de la India. Esta vez hay un mensaje sublime y vigoroso en la decisión del jurado nórdico que debe llenar de satisfacción a quienes aman la paz y patrocinan la educación como base fundamental del desarrollo. Una musulmana y un hindú unidos en la adulación mundial por su lucha a favor de la niñez y sus derechos.

Satyarthi, de acuerdo al veredicto del jurado, recoge la tradición de Gandhi. Palabras mayores que se ajustan perfectamente a la tarea de este hombre iluminado, incansable en la denuncia y la acción contra la explotación de la niñez con fines comerciales. Dos países enfrentados desde que tomaron caminos separados al romperse el cordón umbilical colonial en el subcontinente asiático, quedan hermanados en un reconocimiento que conjuga la lucha contra los fanatismos, la marginalización de la mujer y lleva al primer plano derechos que nunca deberían estar en cuestionamiento o suprimidos. El anuncio del jurado carece de desperdicio: “A pesar de su juventud, Malala Yousafzay ha luchado ya por varios años por el derecho de las jóvenes a la educación, y ha mostrado con su ejemplo que los niños y la gente joven, también pueden contribuir a mejorar su propia situación… El Comité del Nobel considera un paso importante que un hindú y una musulmana, una india y un pakistaní, se unan en una lucha común a favor de la educación y contra el extremismo”.

Pese a los tantos avances de la libertad en este siglo que apenas se insinúa, a 168 millones de niños se les usurpa la inocencia y se les lanza al mercado laboral en condiciones a veces similares a la esclavitud. La intolerancia continúa como una afrenta que restringe la creatividad, constriñe el pensamiento y desencadena agresiones insospechadas. Tiene sello gubernamental y privado, y en ambos casos actúa con eficacia para detener la carrera hacia estadios de mayor satisfacción humana.

Política, cultural, religiosa o étnica, la intolerancia se ha atrincherado en poderosos reductos en el mundo y encontrado portaestandartes fanáticos, pero también mentes inteligentes que han ideado medios eficaces para censurar el pensamiento. Y cuando los métodos tradicionales de control no han funcionado, han acudido a la represión y a la violencia sin que les importe un comino la condena generalizada o su inclusión en los registros globales de violadores sistemáticos de los derechos humanos.

Faulkner sentenció una vez que la conciencia moral es la maldición que debe aceptar un humano a cambio del derecho a soñar. La intolerancia frena bruscamente la continuidad de ese derecho, o sea, la puesta en práctica de los sueños. ¿Cómo privar a un niño del derecho a soñar con un mundo diferente? ¿Cómo sumirlo en el foso de una adultez a destiempo para la cual no está ni remotamente preparado?

Malala Yousafzai era un nombre conocido pero no en la magnitud alcanzada a partir de la tarde de un martes, también en octubre, hace casi exactamente dos años, cuando un fanático talibán le descerrajó un tiro en la cabeza y así, de un plomazo, evitar que soñara con una vida digna a través de la educación. La historia de esta adolescente pakistaní de 17 años es dolorosa e inspiradora a la vez: una estampa de heroísmo, de convicciones profundas y de inteligencia temprana. Y una invitación a corroborar con Óscar Wilde: “Sí, yo soy un soñador. Porque un soñador es aquel que solo encuentra el camino a la luz de la luna, y su castigo consiste en ver el alba antes que el resto del mundo”.

A Malala la han bautizado como “la niña que solamente quería ir a la escuela”. Ese deseo la tuvo al borde de la muerte después del atentado artero en su contra en Mingora, un pueblito en el Valle del Swat en la provincia de la Frontera Noroeste en el Pakistán de la intolerancia y el fanatismo. El talibán penetró al autobús donde viajaba la niña de regreso a la casa tras la jornada escolar. Preguntó quién se llamaba Malala, y ésta, inocente, respondió de inmediato. Sin mediar palabras, el pistolero le disparó en la cabeza. Gravemente herida fue llevada a un hospital militar en Peshawar y luego trasladada fuera del país para una intervención quirúrgica sumamente delicada. Se recuperó en un hospital británico y desde entonces se ha convertido en ciudadana del mundo, llevando un mensaje certero, convincente y fortalecido con su experiencia brutal, a favor de la educación para todos, sin importar edad, religión o sexo. Ha diseminado urbi et orbe sus ideas, desde el podio de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la Casa Blanca, en parlamentos y congresos, en universidades y en cuantos lugares han querido escucharla.

Su joven autobiografía, Yo soy Malala, alienta esperanzas y desde sus primeras páginas conduce a la conclusión de que estamos frente a una joven muy madura. Sacudida por la tragedia, sí pero reafirmada en convicciones y principios que trascienden los límites de la aldea donde nació, cerca de Peshawar. Su historia apenas comenzaba, pero con esta premiación ha alcanzado metas insospechadas: es la persona más joven a la que se ha concedido el Nobel y apenas la decimoquinta mujer en la categoría ilustre.

Hace muchos años que visité esa ciudad, la más importante de Pakistán en la zona fronteriza con el inestable Afganistán. Recuerdo sus callejuelas intrincadas, llenas de tenderetes y un bullicio tan insoportable como la humedad reinante. Ya para ese entonces era famosa porque podía comprarse allí cualquier tipo de armamento. Con la intervención soviética en Afganistán, Peshawar se transformó plenamente en un bazar de armas y refugio de los muyahidines. Tras la llegada de las tropas de la OTAN y la derrota de los talibanes, estos pasaron a operar libremente en toda la provincia paquistaní de la Frontera Noroeste.

El extremismo de los talibanes es tal que han prohibido la música, la televisión y la educación femenina, lo mismo que hicieron cuando señores de horca y cuchilla en el vecino Afganistán. Dueña de sus sueños, Malala se convirtió en una activista en contra de la discriminación de género en un área de tanta importancia como la educación. Abogar por el derecho de que niñas como ella vayan a la escuela le valió una sentencia de muerte bajo la acusación de ser “pro occidental”. El vocero de los talibanes llegó a decir que de sobrevivir, la atacarían nuevamente. Hace menos de un mes, la inteligencia pakistaní anunció la detención de los últimos implicados en el atentado contra la joven activista.

La he visto responder preguntas con soltura y suficiencia en videos grabados antes y después del atentado. El pelo negro que se escapa del velo acomoda una cara de rasgos suaves, manifiestamente pastunes, con ojos intensos y cejas pronunciadas, todos color de noche muy oscura. Sorprenden su fluidez en inglés perfecto con acento urdu y la resolución en sus propósitos para que las menores pakistaníes puedan educarse. Su lucha le ha consumido sus años infantiles y Desmond Tutu, el obispo anglicano de Sudáfrica socio infatigable de Nelson Mandela en la lucha contra el apartheid, la nominó en el 2011 para un premio internacional a la niñez. El gobierno pakistaní la enalteció con el Premio Nacional de la Paz, en diciembre de ese mismo año. Las premiaciones no le son ajenas.

En una de esas entrevistas, refiere como un deber “esencial” oponerse al cierre forzoso de la escuela para la niñez femenina. Con una voz que solo imagino capaz de gentilezas, señala ante las amenazas proferidas en su contra: “Incluso si vienen a matarme, les diré que lo que tratan de hacer es un error, que la educación es nuestro derecho básico”. Poco después se supo que era la autora del Diary of a Pakistani School Girl publicado por la BBC británica, una traducción del original y más detallado, escrito en urdu.

En su prosa sin afeites, lozana en la narración de la cotidianidad, se aprecia en toda su tragedia la vida bajo el mandato de los talibanes. Malala, aunque bajo el seudónimo de Gul Makki, escogido por la BBC para protegerla, se convirtió en una voz vibrante contra la barbarie, contra el fanatismo, contra la violencia, contra la intolerancia. Heroísmo femenino, infantil, convertido en lección para un mundo demasiado adulto como para mirar hacia el otro lado cuando en un rincón se cometen atrocidades infames.

En los días de luto para quienes suscribimos la libertad como la esencia de la vida, la BBC reprodujo algunos de los textos del diario que sirvió en urdu a sus oyentes en Pakistán, los cuales recuerdan otro testimonio escrito de un valor humano indiscutible, y que estremeció mis emociones cuando lo leí de niño: El diario de Ana Frank. Las entradas correspondientes al 3 y 4 de enero describen a una niña llena de miedo y, sin embargo, firme en su convencimiento de que la educación es un derecho: “Tuve un sueño terrible anoche en el que había helicópteros del Ejército y talibanes. Tengo esos sueños desde que se lanzó la operación militar en el Swat. Mamá me hizo el desayuno y partí. Fui a la escuela con miedo porque el Talibán había emitido un edicto en el que prohíbe que las niñas vayamos a la escuela. Solo once estudiantes fuimos a la clase de un total de 27. Mis tres amigas se fueron con sus familias a Peshawar, Lahore y Rawalpindi después del edicto (...) Mientras iba a la escuela escuché a un hombre decir “Te voy a matar”. Apuré el paso y cuando miré hacia atrás el hombre venía detrás de mí. Pero, para mi gran alivio, estaba hablando por teléfono así que debía estar amenazando a alguna otra persona (...) Hoy me levanté tarde, a eso de las 10 de la mañana. Antes de la operación militar solíamos ir de picnic los domingos. Pero ahora la situación es tan mala que no hacemos un picnic hace más de un año y medio. (...) Hoy hice tareas del hogar y jugué con mi hermano. Pero el corazón me latía rápido porque mañana tengo que ir a la escuela”.

Y el miércoles 14 de enero: “Hoy estaba de mal humor mientras iba a la escuela porque mañana empiezan las vacaciones de invierno. El director anunció las vacaciones, pero no mencionó la fecha en que la escuela volverá a abrir. Es la primera vez que ocurre esto. En el pasado, la fecha de reapertura fue anunciada siempre con claridad (...) Mi conjetura es que el Talibán va a prohibir la educación de las niñas desde el 15 de enero. (...) Como hoy era el último día de nuestra escuela, hemos decidido jugar en el patio un poco más”. Con idéntica redacción, esos trozos de su agitada vida reaparecen en “Yo soy Malala”.

Malala es más que una joven y una vida. Es un símbolo vigoroso en un mundo en el que cada vez se sueña menos porque, al parecer, los ideales han desaparecido al calor de la unipolaridad. Que en pleno siglo XXI impere aún la barbarie y se pretenda sepultar en la ignorancia a toda una generación de niñas atenta contra esa conciencia moral de que hablaba Faulkner, el maestro de la narrativa e inspirador de otros dos premios nobel, Mo Yan y Mario Vargas Llosa.

Malala y Satyarthi son ejemplos de humanidad. Como la levadura evangélica, hacen crecer los sueños, inspiran y devuelven esperanzas. Este premio tan merecido los consagra como verdaderos líderes mundiales, les abre nuevas oportunidades para esparcir sus ideas bienhechoras. Pero también los colocan entre los blancos preferidos de la intolerancia y el fanatismo.