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Este nombre es mío

El analfabetismo los condenó por décadas a la pobreza. Hoy, aprenden el abecedario y descubren un mundo que estuvo escondido en una nebulosa durante años. Descubren que pueden, que tienen posibilidades, que valen y que siempre han valido lo mismo que las personas "que saben". Hoy, firman con orgullo su nombre, su propio nombre, uno que nunca antes supieron deletrear. 

Son tres cruces para la sociedad. La fuerza de su número puede cambiar el destino de las elecciones y el país, pero nadie los ve. Ni ellos mismos, que se definen como ciegos a pesar de su buena vista, arrinconados por la pobreza y la ignorancia -"el que no sabe leer ni escribir no es nadie"-. Pululan por la vida a tientas, en un mundo plagado de letras que no entienden y que se les vuelve amenazante.

Suman más de 700 mil y nunca han escrito su nombre. Solo tres cruces al pie de la cédula, tres cruces humillantes que se vuelven metáfora viva de su rol en la sociedad.

La vida los arrancó a la fuerza de una escuela que apenas conocieron. Sus padres, convencidos de que valían más en el campo que en el aula, los pusieron a trabajar de pequeños. Entre la tierra y los machetes, ellos, y en la servidumbre del fregadero, ellas, se graduaron de analfabetos a temprana edad.

Hoy, décadas más tarde, toman el lápiz para una firma. Escribir su propio nombre es lo primero que aprenden en los cursos de alfabetización que el Ministerio de Educación y un sinfín de organizaciones promueve. Es la validación de su dignidad y una esperanza de futuro. Es el  autógrafo que se debían para inflar el alma. Para decir, con la confianza de Blasina Severino (41 años), que nunca más habrá un paso hacia atrás: "siempre un paso para adelante".

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Letra a letra
Para algunos, la oportunidad se dio cuando la empresa en que trabajaban ofreció el curso. Para otros, fue el empuje de alguna amiga. Uno por ahí llegó al aula para vigilar, celoso, a la esposa que quería aprender, y terminó aprendiendo él.

Pero todos, todos, se acercaron a la primera clase con la timidez clavada en los talones. Demasiados años arrastrando la pena, escondiendo una ceguera forzada, inventando excusas para que la amiga leyera el mensaje de texto o el desconocido descifrara la dirección escrita en ese trozo de papel.

Los alumnos, todos por sobre los 15 años y la mayoría por sobre los treinta, arrastraban en el alma una vergüenza que hoy ya no existe. Para muchos, verse retratados en la mirada de sus hijos era doloroso. Por eso los enviaron a la escuela, para no repetir la historia.

Le pasaba a Isidra Rodríguez (44 años): "Lo que más me complicaba era cuando algún niño mío me decía ‘mami, yo tengo que hacer tareas y usted ni me ayuda porque no sabe'. Eso me afectaba mucho y me sentía mal. Porque no saber es algo bien grande. Uno se siente triste que un muchacho pequeño sepa más que uno, siendo que uno es viejo".

Hoy, Isidra se ha desquitado del destino: ayuda a sus dos nietos con las tareas.

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De la firma al mundo
Hay sueños tan modestos como leer la Biblia: "Me gustaría hacerlo por primera vez", reconoce Ramón Fernández (63 años). Hay sueños arrebatados de entusiasmo y futuro: "Quiero ser ministra aunque sea a la hora de morirme", dice Modesta Capellán (61 años). "¡Quién sabe si puedo llegar a la universidad!", exclama Lourdes Acosta (33 años).

Hay sueños que no se saben sueños. Que son la curiosidad viva, el deseo palpable de conocer un mundo antes vetado: "Yo estoy leyendo por mi cuenta un libro de séptimo grado. Cosas de los haitianos, historia de los indígenas. Y lo estaba comentando con personas que saben y me dicen ‘es así, es así", se asombra María Magdalena Deolio (63 años).

Y hay sueños que se arman en el día a día, en el cuaderno de José Ydani Peralta (55 años). Desde que sabe escribir, el jardinero ha poblado de versos su libreta. "Me encantan las poesías cortas. Esta se la dedico a usted. Dice: su padre que se opone/ de que yo viva contigo/ te me salvas si vuelas/ y si vuelas te tiro".

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