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¿Patíbulo turístico?

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¿Patíbulo turístico?
Los trabajos en la Zona Colonial están tardando mucho más de lo que se dijo originalmente.

En la Zona Colonial, lo que debió resaltar los atributos de ese sector, resulta una pesadilla turística. Por Juan Lladó

A veces la bienvenida inicial a un nuevo proyecto turístico se desdobla en un hiriente lamento cuando se juzgan los resultados. Ese podría ser el caso del Programa de Fomento al Turismo que ha estado ejecutando el Ministerio de Turismo en la Zona Colonial de Santo Domingo. Lo que debió ser un esfuerzo por resaltar los atributos de esa venerable “zona” de la ciudad se ha tornado en una horrible pesadilla turística.

La transformación a que está siendo sometida causa una rabia de vísceras batientes. La irritación mayor ha sido causada por las enormes dilaciones en el arreglo de las calles. Pero también ha causado un pavor estético el trabajo de reacondicionamiento de fachadas de las casas, el acordonamiento de algunas calles con unos odiosos bolardos que tensan al más despabilado conductor y la falta de una visión coherente y bien lograda de lo que debe ser un centro histórico. El todo resultante no es un desastre total, pero la sensación de frustración con lo hecho, lleva a desear que tan histórico recinto no se hubiese tocado.

La lentitud en el avance de los trabajos no podría tener ninguna justificación. Los que han sido testigos no podrían aceptar que la delicadeza de los trabajos explique el paso de tortuga imperante. Las enormes fosas que causaban el soterrado de las tuberías del acueducto y del tendido eléctrico permanecían sin ser tocadas por meses. ¿Era eso necesario para la compactación del suelo? Cualquier lego concluiría que ésa no era, ni es la razón. Tampoco podría ser por interrupciones en el flujo de fondos, ya que el proyecto total está siendo financiado por el BID.

Una mejor explicación sería que los conflictos jurisdiccionales entre las diferentes instituciones que inciden en el área dilataban las aprobaciones de las cubicaciones. Hasta el Presidente de la República tuvo que intervenir con una visita de inspección, para reclamar que se aceleraran los trabajos, algo que sólo ha hecho una sola vez con una escuela. Se pensaba que, al tener la batuta el MITUR, los conflictos interinstitucionales cederían. Pero tienta endilgarle al MITUR una crasa incapacidad gerencial por las dilaciones.

Por su lado, el trabajo de las fachadas está muy divorciado de lo que debería ser. Esto así, porque los colores de la pintura son salvajemente ajenos al ambiente colonial original y al imperante antes de la intervención. No podría existir ninguna racionalidad, al crear un embellecimiento que sepulte totalmente las imágenes originales de las edificaciones. Es cierto que eso se ha hecho en otras remodelaciones de centros históricos –y el caso de San Juan de Puerto Rico es el más alienante--, pero la pérdida de autenticidad es irrefutable. Una atracción turística que se desvirtúa por efecto de un desacertado maquillaje pierde su encanto.

Aunque responsabilidad del Ministerio de Cultura, un caso similar que mereció el escarnio de algunos prominentes arquitectos fue el de la remodelación de la Puerta del Conde. La piedra viva del muro, otrora parcialmente cubierta por hiedra, fue sepultada por un embarre de arcilla que impedirá percibir la pátina del tiempo, restando así autenticidad al monumento frente al visitante y a nuestros ciudadanos. Hay lugares donde la mugre natural puede sugerir belleza y hasta crear identidad.

El caso de los bolardos es el más urticante. Se puede entender que se haya reducido la anchura de las vías intervenidas para privilegiar las aceras; las hordas de turistas necesitan espacio para deambular. Pero de ahí a que se requiera delimitar la vía con estos esperpentos metálicos hay una gran distancia. Si bien las bolas de hierro instaladas en algunas esquinas y propios bolardos son frecuentes en ciudades europeas antiguas, la tensión que causan a los conductores desmerita su validez. Amén de que son totalmente incompatibles con las realidades de antaño. Elegantes jardineras de bajo perfil hubiesen sido mucho más aceptables para conseguir los fines.

Lo que queda por hacer en el contexto del proyecto opaca en gran medida lo ya logrado. El soterrado del tendido eléctrico y del telefónico es una de las principales tareas. No se explica que no se haya hecho en la Calle Arzobispo Meriño ya intervenida, pero más importante aún es la tarea de esconder los alambres en Ciudad Nueva. De nada sirve el soterramiento en la parte más antigua de la Zona Colonial, si no se esconden también estos últimos.

Algunas voces han protestado, frente a los trabajos en curso, por la falta de estacionamientos. Actualmente, encontrar espacios para estacionar los vehículos es un gran viacrucis. A través de los años se han propuesto algunos sitios para esos fines: el área amurallada adyacente a la Fortaleza Ozama, un parqueo subterráneo en la Plaza España, otro parqueo subterráneo en el Parque Colón, etc. Y se sabe que algunos arquitectos hasta han diseñado esos parqueos. Pero hasta ahora el único progreso visible para este gran problema –el cual incluye la creación de espacios para los grandes autobuses que se trasladarán desde Bávaro-Punta Cana—es el parqueo en construcción en el área de La Atarazana.

La delicada intervención de la Calle El Conde está pendiente, y será de lo más engorrosa. Por las divergencias de opinión entre diferentes grupos de interés y entre algunos profesionales de la razón arquitectónica, ya se han tenido que abandonar algunas visiones del futuro de la más emblemática arteria de la Zona. Está pendiente todavía una decisión de si adoptar o no la visión propuesta por quien escribe de que la calle se denomine Paseo Catalina en honor a la cacica indígena que recibió a los españoles cuando desembarcaron por primera vez en las orillas del Ozama. De plasmarse esa visión, se estaría reconociendo que los coloniales no fueron sólo los curas y los representantes de la monarquía, y que las efigies de los indígenas y los negros esclavos también deben aparecer en el escenario de hoy día.

El asunto de las visiones es todavía más complejo y retador cuando se trata de la que debe gobernar toda la Zona. Tiene razón un arquitecto de reconocido prestigio, cuando alega que están convirtiendo la Zona en un resort turístico. Con ello querría decir que se está embelleciendo todo para apelar al gusto de los que quieren que todo sea color de rosa durante sus andanzas turísticas. Si todo se enfila hacia la conveniencia de visitantes extranjeros que no quieren experimentar los inconvenientes de la vida urbana, se estaría desdibujando la realidad histórica. Y eso es incompatible con el carácter de reservorio de la identidad nacional que tiene el recinto.

Pero hay otro fenómeno en la transformación que está desfigurando aún más la Zona. Este tiene que ver con la expulsión coercitiva que ejercen las fuerzas del mercado sobre los habitantes del sitio, caracterizado como estaba por la buena vecindad y solidaridad de familias de clase media y clase media baja. El proyecto no se propone ese resultado, pero ciertamente contribuye a él. Donde reside la falla del proyecto es precisamente en no haber contemplado un componente dirigido a arraigar la permanencia de los vecinos en su lar nativo. El proceso de “gentrification” que se está dando ahora, el cual remodela y encarece las viviendas, alejará aún más a la Zona de su configuración y su atmósfera originales.

Recrear el pasado es una tarea difícil que se torna patente cuando se estudian las controversias entre los historiadores. La asepsia de la historia no existe. De ahí que no deba sorprender que haya crispantes desavenencias sobre la visión que debe prevalecer para remodelar un centro histórico. Nunca será posible alcanzar la perfección de la pureza, porque el pasado fue efímero y fugaz, y no se ha inventado todavía un método infalible para gravarlo por entero. Por eso las observaciones aquí contenidas deben tomarse con un grano de sal so pena de ser sólo una resistencia al cambio. Cada lector debe juzgar su pertinencia.