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Duarte, derechos humanos y turismo

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Duarte, derechos humanos y turismo
El monumento a Montesinos, y a los derechos humanos, fue un regalo del gobierno de México. | Fotografo: Luis Gomez

Un redimensionamiento urbano del valor histórico de la ciudad de Santo Domingo se impone para favorecer el turismo y beneficiar los valores patrios.

Nadie puede dudar que Juan Pablo Duarte merezca ser el Padre de la Patria. Solo hay que leer el último libro del laureado historiador Jaime de Jesús Domínguez (“Juan Pablo Duarte Diez”, UASD, 2014) para convencerse de su incomparable mística y determinación independentista. Razón hay, pues, para aspirar a que su figura histórica inspire el desarrollo de algunos atractivos turísticos. Y sería ideal que los primeros giraran en torno a su escogencia del gentilicio del país, en tanto entronca con las ansias de libertad y la defensa de los derechos humanos.

Al patricio no se vincula con frecuencia a los derechos humanos. Después de todo, la lucha por la independencia nunca se ha proyectado como una causa de derechos humanos; siempre fue un épico anhelo por establecer la soberanía de un pueblo. Aunque ambos ideales podrían considerarse idénticos, sus respectivos ámbitos de aplicación han sido siempre distintos. Donde habría que encontrar entonces la conexión de Duarte con los derechos humanos sería en un asunto poco conocido: el haber bautizado al naciente país en indirecto honor al papel que esta tierra jugo como su cuna originaria.

Tal aserto habría que interpretarlo. Según el reputado historiador Juan Daniel Balcácer (en su ensayo “Acerca del Gentilicio de los Dominicanos”), Bartolomé Colón, el hermano de Cristóbal, dio el nombre de Santo Domingo de Guzmán al primer asentamiento europeo en el Nuevo Mundo por tres razones. “La primera razón fue que el día en que el Adelantado Bartolomé Colón llegó al lugar escogido se festejaba el onomástico del Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores conocida como “dominicos o dominicanos”; la segunda, que ese día, por coincidencia, era domingo; y, la tercera, que el padre de los Colón se llamaba Domingo.” Balcácer concluye que el gentilicio “dominicano” se deriva del nombre Domingo.

Pero fue el mismo Padre Domingo de Guzmán quien, al fundar su orden religiosa, dio a sus misioneros y monjas el nombre de “dominicos” o “dominicanos”. (Como el vocablo “dominicos” viene del latín “Domini”, que significa “hombre de Dios”, y “can”, que significa perro o siervo, los dominicanos o dominicos eran “los perros del señor”). Sin embargo, no fue hasta 1621 cuando una “Cédula Real” estableció oficialmente que el gentilicio de los pobladores de la isla sería el de “dominicanos”. (Una Cédula Real del 1508 ya había dado el nombre de Santo Domingo a la isla.) De ahí en adelante se adoptó el gentilicio, y este jugó un papel estelar para diferenciarnos de los haitianos.

Por su lado, Duarte dio el nombre de República Dominicana a la nación, por su devoción a la libertad. El hecho de que ya éramos llamados “dominicanos” tuvo que haber sido un factor determinante en la escogencia del nombre. No obstante, no existe un consenso entre los historiadores de si esa selección de gentilicio para el nuevo país proviene de la profunda fe católica profesada por Duarte –reportada en el ensayo de José Chez Checo “Duarte y la Religión” (CLIO, 2014)-- y su reconocimiento del origen del nombre, o si provino de su admiración por la tajante condena de Montesinos y los dominicos al cruel maltrato inferido a los indígenas por los conquistadores. En este último caso, emular con el nombre tal gallardía hubiese sido muy coherente con el “liberalismo romántico” que caracterizó el pensamiento duartiano.

Dadas las motivaciones de la gestación y el grito de independencia, lo más razonable es pensar que la selección reflejó un deliberado empeño en diferenciarnos de los haitianos. Sin embargo, no sería un dislate atribuirle a las corajudas acciones de los dominicos algún papel en la selección del nombre de la República. Aun cuando Duarte no las tuviera en cuenta explícitamente al seleccionar el nombre, el gentilicio “dominicano” está, como se ha visto, estrechamente vinculado a Domingo de Guzmán, eventualmente canonizado como santo, y, en consecuencia, a sus dominicos. Una cosa es inseparable de la otra, y la firme devoción de Duarte por la libertad serviría ambos propósitos.

Lo “dominicano” está, obviamente, muy vinculado a la ciudad de origen. La prosapia de la urbe es extraordinaria: no sólo ha sido llamada “Cuna de América” por haber gestado los viajes y conquistas de Hernán Cortes, Carlos Pizarro, Vasco Núñez de Balboa, Rodrigo de Bastidas, Diego Velázquez y Ponce de León, sino que también ha sido llamada “Atenas del Nuevo Mundo” por la fundación en su seno de la primera universidad del Nuevo Mundo. A partir del 1990, y por gracia de la UNESCO, la ciudad ostenta también el sugerente título de “Patrimonio de la Humanidad”, por su contribución a los valores universales.

De ahí que se justifica destacar también un hecho de enorme trascendencia en el ordenamiento político de los pueblos de América. La ciudad fue la fragua primigenia desde donde se acuñó y propaló el concepto de los derechos humanos en el continente. (Pedro de Córdoba, el superior de los dominicos en Santo Domingo, se tiene como el autor intelectual del famoso Sermón de Adviento de Montesinos). Con su hazaña independentista, Duarte completó la obra al hacer que la Cuna de América también fuera un faro de libertad y soberanía. Sólo los “orcopolitas”, otro vocablo acuñado por Duarte para referirse a los ciudadanos del infierno, podrían oponerse a tan noble causa.

Tales proyecciones de la Ciudad Primada de América y de Duarte ameritan entonces una expresión contundente en la monumentalidad urbana. En esa dirección, el presidente López Portillo de México decidió regalar a la ciudad la gigantesca estatua de Montesinos que, cual Coloso de Rodas, abriga la entrada del puerto. Pero a esa estatua le falta el complemento de un soberbio Museo Latinoamericano de los Derechos Humanos. El recinto de la estatua se presta para que allí se desarrolle tal proyecto, pero preferible sería mudar a Montesinos para la rotonda de la Avenida Iberoamericana en las inmediaciones del Faro a Colon. Una estatua de Enriquillo de similar tamaño en la margen oeste del Parque del Este completaría el merecido homenaje a los dominicos y a la doctrina que dio origen al respeto por los aborígenes como seres humanos. Y concentraríamos así a los protagonistas coloniales al tiempo de recalcar sus contrastes políticos y equilibrar la cosa.

El museo puede desarrollarse de varias maneras. Habría que no sólo incluir contenidos relativos a las diferentes escuelas de pensamiento sobre los derechos humanos y sus derivaciones (incluyendo la famosa Constitución de Cádiz de 1812).

También habría que incluir exhibiciones que proyecten las consecuencias del Sermón de Adviento en las prácticas políticas del resto del continente. Otra sección indispensable seria la relativa a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas en el 1948, y sus dos pactos derivados (”Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos” y el “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales”), establecidos en el 1966. No debería descartarse un concurso internacional de diseño del museo, tal y como se hizo para el Faro a Colon.

En relación con Duarte la tarea debe ser más monumental en todos los sentidos. Duarte fue la medula y hondón del proyecto independentista y, al haber sido crucial su abnegación y entrega para el éxito, él se merece una monumentalidad extraordinaria más allá de los magros reconocimientos existentes. La propuesta es que se le erija una estatua con mayores dimensiones que la de Montesinos para ubicarla donde hoy está el Obelisco “macho” en el Malecón de Santo Domingo. (Este conmemora el cambio de nombre de la ciudad de Santo Domingo a Ciudad Trujillo, un anacronismo histórico que debe ser exorcizado.) El complemento a la estatua seria el cambio del nombre del Malecón para que en lo adelante se llame Paseo Juan Pablo Duarte.

Pero de reajustar la dimensión del homenaje a Duarte habría que, en límpida justicia, redimensionar también las figuras de Sánchez, Mella y Luperón. Por eso habría que erigir estatuas similares, aunque de un menor tamaño, para esos patricios sin cuyo concurso la obra de Duarte no se hubiese concretado.

La estatua de Sánchez se ubicaría dónde está el actual “obelisco hembra”, para la de Mella se construiría un saliente marino en la intersección del Malecón con la Avenida Máximo Gómez y la de Luperón se ubicaría en la intersección con la Avenida Lincoln.

Con esto habríamos completado un merecido homenaje póstumo que estaría a la altura de la majestad de los Padres de la Patria, y que reforzaría el atractivo turístico de nuestro envidiable Malecón.