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Amorosas burbujas

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Amorosas burbujas

"Usted, Sr Ciriaco, es lo que podemos denominar un indiferente…"

Aquella frase, y el enorme dedo acusador de su jefe, directamente enfilado a su rostro, era lo último que Ciriaco Lamerán Batán, funcionario de ínfima categoría en la sección de Estadísticas Eventuales del Ayuntamiento de Bani, escuchaba y veía en sueños cada noche, justo unos segundos antes de saltar de la cama desencajado, sudoroso y al borde del llanto, como si lo hubiese picado un alacrán.

Llevaba meses durmiendo apenas unas cinco horas. Era ya una sombra de aquel atildado y correcto empleado público que un día fue, siempre con su traje de color indefinido, camisa de tono desvaído, rezurcida en las mangas, los codos y el cuello, y aquella ridícula corbata de lacito, copiada de un olvidado film sobre la vida de Bat Masterson. Es verdad que, en aquella época venturosa, su sólo estiramiento británico, su raya al medio, el ralo cabello engominado y geométricamente dispuesto, además de su bigotico de mosca, ponían cierta distancia entre él y el populacho, causando, de golpe, un respeto instintivo. Pero todo eso se había venido abajo, después de varios meses de insomnio irreductible, y lo que la gente veía hoy, cuando iba a la oficina arrastrando los pies como un sentenciado, con los ojos embotados y enrojecidos, despelucado y la ropa desastrosamente ajada, era la imagen de un derelicto humano, que lejos de provocar respeto, sólo causaba burla o lástima.

Y fue cuando empezaron los problemas en la oficina. El hecho de no dormir no había surgido de la nada, sino de un comentario de su jefe, eso sí, sin apuntarle el dedo acusador al rostro, como lo soñaba, pero pronunciando exactamente las palabras de su perdición, aunque pensándolo bien, se decía Ciriaco Lamerán Batán, sin la entonación de una amenaza mortal. Bueno, la verdad que a esa conclusión llegaba despierto, pero nunca dormido.

Cuando estaba en pie, o sea, casi todas las 24 horas del día, Ciriaco Lamerán Batán ocupaba su enorme tiempo disponible a reconstruir, segundo a segundo, o cuadro a cuadro, como si de una película se tratase, lo sucedido aquella tarde de su mala suerte. Después de la siesta habitual, y a la hora de siempre, se había dirigido, por supuesto que por la sombra, hasta la puerta trasera del edificio del Ayuntamiento de Baní, había saludado al portero con una ligera inclinación de cabeza, había subido las escaleras, abierto con su llave la puerta de la oficinita donde trabajaba hacinado con tres funcionarios más, para dejarle el mejor espacio, junto a la ventana, al escritorio faraónico de su jefe, responsable de la Sección de Estadísticas Eventuales del Honorable Ayuntamiento de Bani, y después de abrir con otra llave una gaveta, había salido de nuevo al pasillo, llevando en la mano su vasito de beber agua.

Recordaba, como en cámara lenta, la manera en que se había acercado al bebedero eléctrico de botellón, uno de los escasos lujos o privilegios de que disfrutaban los empleados públicos del Ayuntamiento, imaginando la gracia misteriosa de las enormes burbujas que estallarían dentro del recipiente, cuando accionase el botón. Nada extraordinario había sucedido hasta ese momento, recordaría, sino la misma rutina de siempre, el ritual de cada tarde. Y fue entonces cuando aquello sucedió…

Ciriaco Lamerán Batán, con sus manos sudorosas y sus ojos prendidos, como los de un conejo, recordaba ahora que se había abierto la puerta de una de las oficinas, probablemente la de Impuestos-Que-Se-Cobran-Una-Vez-En-La-Vida, y por ella había salido al pasillo una mujer, llevando una pequeña niña de la mano. Por supuesto que Ciriaco Lamerán Batán no reparó en ellas, a pesar de haberse cruzado en el camino hacia las burbujas, y ser el pasillo bastante estrecho. La mujer y la niña no tardaron en desaparecer por la escalera, y él, como un náufrago de cada tarde, a la misma hora de siempre, puso su vasito en el lugar indicado, oprimió el botón, y desató el milagro de las burbujas.

"Usted, Sr Ciriaco, es lo que podemos denominar un indiferente…"

El comentario, a fuerza de inesperado, lo había clavado al piso, dejándolo tembloroso, incapaz de reaccionar, y mientras se derramaba el agua, tras colmar el vasito, Ciriaco Lamerán Batán había reunido todo su valor para levantar los ojos y comprobar, en efecto, que delante de él estaba su jefe, y era de sus labios que habían salido aquellas palabras que hoy le parecían, bueno, le parecían no, estaba seguro que eran infernales…

Lo demás es ya historia, incluso la comidilla de medio Bani. Nadie supo por qué un hombre tan asentado, tan decente, tan meticuloso, como era él, había empezado a descuidar su persona, a hablar solo y a mirar como un perro apaleado, esperando un tiro de gracia que no acababa de llegar. La falta de sueño, y el miedo cerval que las palabras de su jefe desataron aquella tarde, iban por dentro, o sea, nunca fueron del dominio público, porque a fuerza de solterón empedernido y poca cosa, Ciriaco Lamerán Batán nunca fue de muchas palabras, y jamás hombre de indiscreciones o confidencias.

Pero lo que era un profundo misterio para todos, no lo fue para él. Aquel comentario, usando exactamente la palabra "indiferente" para referirse a él, no era un comentario inocente de su jefe, y si una velada amenaza. De eso estaba seguro Ciriaco Lamerán Batán, y por eso no podía dormir. Y es que días antes, con toda la engolada voz de que era capaz, su jefe había detenido las labores del día para leerle a sus empleados la Circular de la Secretaría de la Presidencia, fechada el 13 de marzo de aquel año de 1937, y que decía:

"Desde hace algún tiempo, los organismos del Partido Dominicano se quejan de la falta de cooperación política de muchos empleados del Gobierno, quienes se limitan al cumplimiento de sus funciones oficiales, manteniéndose indiferentes a todo cuanto se relacione con la política, especialmente a los desafectos a la persona del Jefe… El Presidente me ha indicado hacer llegar la presente Circular para hacer saber a los empleados que no basta con ser eficiente y cumplidor, sino que para merecer su confianza hay que informar todo cuanto pueda ser contrario a su obra de gobierno y a sus intereses políticos…"

Como el insomnio es una enfermedad mortal, Ciriaco Lamerán Batán optó por el camino más corto, y en medio de su desesperación, se ahorcó en la madrugada, colgándose en el dintel de su puerta y amaneciendo a la vista de todos, por fin, con los ojos cerrados.

Nadie lo lloró. En su velorio de pobre, achispado por unos tragos, su jefe solo hizo un comentario tardío, como un chiste.

"El Sr Ciriaco-afirmó conteniendo la risa-era lo que podemos denominar un indiferente. Hace unos meses-agregó- se cruzó en el pasillo con una tremenda hembra, de esas que te quitan el resuello al verlas, y ni siquiera levantó la vista para mirar el contoneo de unas caderas y unas nalgas, que al menos a mí, me dejaron sin poder dormir unas cuantas noches"

Dicen sus compañeros del Ayuntamiento, que tras la muerte de Ciriaco Lamerán Batán, el bebedero mostró un extraño mutismo, y nunca más nadie pudo ver las burbujas de antes.