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Los cajones del Jefe

Aún debía estar apuesto, orondo y presentable en su cripta de San Cristóbal el cadáver del Jefe cuando el chirriar de gomas en los alrededores de la carpintería de Don Josefo, nuestro padre, nos indicó que algo extraño y probablemente malo, estaba a punto de suceder. Los cinco hermanos que ya habíamos aprendido del viejo todos los secretos del oficio, y los operarios que nos auxiliaban, nos quedamos en una pieza, inmóviles y boquiabiertos, esperando lo que no tardó en ocurrir.

"¡Si alguien se mueve, se mueren todos, cabrones!"-gritó un hombrecito regordete y fláccido, con ojos esmeradamente cubiertos por espejuelos de sol, que portaba una ametralladora Thompson, a diferencia de los demás, que nos apuntaban con sus San Cristóbal, más nerviosos, si cabe, que nosotros mismos.

Johnny Abbes no necesitaba haberlo ordenado: de todas formas estábamos atornillados al piso, quietos y sin resuello, como quedaban los brazos de las mecedoras que fabricábamos. Contando a los operarios, éramos ocho estacas de cedro o caoba, según el color de la piel, pero más bien de roble blanco, porque ante quienes nos encañonaban todos debíamos de lucir pálidos por el susto y con las caras bañadas por el sudor frío que antecede al salto final.

-"¿Quiénes de ustedes son los hijos del viejo Josefo, ese que dicen tiene los mejores carpinteros de esta maldita ciudad? -preguntó-. No tengan miedo, pendejos, y levanten las manos, a menos que quieran un pase de ablandamiento aquí mismo, con esos listones recién cepillados".

No hizo falta repetir la pregunta y los listones, por suerte, siguieron alineados contra la pared. Cuando nos hubo identificado, ordenó llevarnos para un camión cerrado que estaba aparcado fuera, junto al resto de los autos del SIM y los demás calieses, que con gritos, pescozones y empujones habían metido en sus casas a los curiosos del barrio.

Nos amarraron las manos a la espalda y nos vendaron los ojos. Me convencí de que el viajecito terminaría en la 40, o en alguno de los sumideros de la costa que se tragaban a los que incomodaban al Jefe. Pensé en el viejo, que por suerte, en el momento en que nos apresaron, había salido a efectuar unos pagos, y sobre todo en la vieja, que tanto había sufrido en la vida para sacar adelante a cinco muchachos que ahora les arrebatarían sin saber siquiera por qué, pues eso ni nosotros mismos podíamos imaginarlo.

El trayecto nos pareció una eternidad pero igual pensaba que mientras no se detuviera el camión tendríamos alguna esperanza. Y de pronto, se detuvo...

"¡Espabílense, cabrones, que ya llegamos a San Isidro!" -nos gritó uno de los hombres que nos custodiaban, mientras nos iban sacando como fardos, depositándonos sobre una superficie caliente. Cuando nos quitaron las vendas y nos pusieron de pie, comprendí que era una pista de aviación y que estábamos, bajo el sol inclemente del mediodía, junto a un enorme hangar con la inscripción "Vampires" dibujada sobre su puerta.

No tardó en llegar el auto de Johnny Abbes. Descendió, esta vez desarmado y sin las gafas de sol, luciendo sus ojos de sapo que espantaban a cualquiera. Los hombres, por costumbre, seguían apuntándonos. Entonces fue que inició un discurso de locos, algo inimaginable para nosotros, los cinco hijos del viejo Josefo, el mejor carpintero ebanista de la ciudad, que ya nos creíamos a las puertas del cielo, aunque adelantados.

Los cinco hermanos, gracias a los viejos, habíamos estudiado lo suficiente para comprender sus palabras, pero a la vez, no lo necesario como para captar todo su sentido. Pueden imaginar lo que en nosotros pesó un discurso que escuchamos encañonados, con las manos aún amarradas a la espalda y bajo el sol del mediodía.

-"Voy a hablarles una sola vez y el que no lo entienda se jodió, porque conmigo nadie repite el grado-dijo con una vocecita que a fuerza de ridícula daba pavor-. He aquí, señores -arrancó, con gesto teatral, al señalar un féretro invisible- troncado por el soplo de una ráfaga aleve, el roble poderoso que durante más de treinta años desafió todos los rayos, y salió vencedor de todas las tempestades... Muda está ya la boca de donde salieron tantas órdenes de mando... Exánime y vilmente atravesado por los proyectiles, yace ahí el pecho heroico donde flameó, orgullosamente -y en este momento hizo un gesto que obligó a todos, hasta a los calieses, a mirar hacia arriba- como si flotara en su asta, el lienzo tricolor... Recuerdo que, en una ocasión inolvidable me dijo, con cierto timbre de emoción en la voz, "Yo pienso siempre mucho en los muertos..."

Por supuesto que lo que sí entendimos clarito fue la palabra "muertos" que resonó en nuestros oídos como cuando alguien menciona la palabra "soga" en casa del ahorcado.

-"He de reconocer -dijo cambiando bruscamente de tono- que esas palabras no son mías, sino fueron pronunciadas por el Presidente en la despedida de duelo del Ínclito Jefe Inmortal, hoy, sin dudas Generalísimo de las Legiones Celestiales. Pero las he citado textualmente -y aquí endureció la vocecita y nos taladró con ojos fieros- para que comprendan que si se les ha traído aquí es para que cumplan el postrer mandato de quien sigue mandando, aunque ya no esté entre nosotros. Los hemos reunido para que construyan con sus manos, lo más rápidamente posible, cientos de cajones..."

Imaginen el suspiro de alivio salido al unísono de nuestros pechos con el que, sin ponernos de acuerdo, acompañamos estas últimas palabras. Entonces comprendimos que no nos habían secuestrado para matarnos, sino para que aserrásemos, puliésemos y clavásemos, con nuestras manos, una enorme cantidad de cajones de madera, sin saber para qué serían utilizados, simplemente cumpliendo alguna disposición póstuma del Ilustre Jefe. Y sin rechistar pusimos manos a la obra con un entusiasmo comprensible.

En el hangar estaba ya todo dispuesto para el trabajo: herramientas nuevas, clavos y tornillos de todos los tamaños, cuidadosamente agrupados en cajas separadas, pilas de los mejores tablones de caoba que habíamos visto en años, sierras eléctricas, cola de pegar... hasta un refrigerador para el agua fría y una mesa donde no faltaría, en las semanas siguientes, ni el café, ni víveres hervidos, ni carnes y pescados, panes calientes y frutas frescas. Todo exactamente dispuesto para que trabajásemos, como trabajamos, día y noche, aunque las manos nos sangrasen y quedásemos sordos y atontados por el ruido continuo de las sierras y los martillos.

Nos vigilaban todo el tiempo equipos de calieses que se rotaban en la tarea. No vimos la luz del sol durante un tiempo del que perdimos la cuenta. Dormíamos al pie de las sierras, sobre colchonetas en el suelo, y sólo se permitían cinco horas de descanso, cada día. No teníamos noticias del exterior, salvo alguna frase que captábamos al vuelo cuando los hombres de Abbes conversaban. Mucho menos supimos de nuestras familias y, como era de esperar, ellas tampoco supieron de nosotros.

Según la cuenta de un hombre del SIM, que parecía más preparado que los demás, un contador encargado de darnos las medidas de los cajones y de llevar la numeración de los mismos, llegamos a fabricar envases de madera con capacidad para almacenar 800 metros cúbicos. Cada cajón fue escrupulosamente alineado en la pared derecha del hangar, rotulado con su número de serie y unas letras que nombraban a la ciudad de París. Después, colocaron cartones en el piso identificando el contenido con el que debían llenarse y comenzaron a llegar al hangar los camiones de la Fuerza Aérea, cargados hasta el tope, custodiados por los hombres de Ramfis.

También nos usaron para embalar. Por nuestras manos pasaron y fueron envueltos en telas de brocados, papeles de China o de periódicos, según el caso, decenas de vajillas de porcelana que el contador llamaba "de Sevres", estatuas y cuadros, cubiertos de plata, quintales de joyas, sables y mosquetes antiguos, yelmos de cruzados, crucifijos, cálices y copones, álbumes familiares, armas de todo tipo, incluyendo máscaras anti-gas, ídolos taínos, lingotes y orinales de oro macizo, teléfonos, monturas de caballos, botas, zapatos, vestidos, medias, disfraces de Napoleón y de Fernando VII- según los identificaba el incansable contador- relojes de pared, de mesa y de pie, copas y ollas de hervir batatas, unos machetes de las Guerras de Restauración, las momias de los dos generales que el Jefe enfrió de inmediato, no más llegar a la Presidencia, carteles de propaganda del Partido Dominicano, cajas de metal conteniendo películas, cientos de miles de folios de documentos de archivo, bonos de la República, monedas de todas las denominaciones, incluyendo rupias de la India y yenes japoneses, máscaras del teatro Kabuki -siempre según la letanía del contador- botiquines repletos de medicinas, aparatos ortopédicos, radios y victrolas, discos de Carlos Gardel y con merengues patrióticos, escritorios, mecedoras, butacas y sillas, cortinas y uniformes militares, en fin, no una mudanza familiar, sino la de un país... El postrer deseo del Ilustre Jefe.

Cuando nos dejaron en el mismo camión del SIM, en la esquina de la casa, eramos cinco sombras de nosotros mismos, magullados, encorvados, macilentos, medio sordos y desorientados. La gente decía que nos habían torturado, pero no era verdad: al despedirnos, indicándonos silencio, o volverían por nosotros, pusieron en nuestros bolsillos una buena suma. Nada de eso pudieron disfrutar los viejos: los dos habían muertos del dolor, con unos días de diferencia, pensando que la noche se había tragado a sus cinco hijos del alma, cuando aún el cadáver del Ilustre Jefe estaba apuesto, orondo y presentable en su cripta de San Cristóbal.

No teníamos noticias del exterior, salvo alguna frase que captábamos al vuelo cuando los hombres de Abbes conversaban. Mucho menos supimos de nuestras familias y, como era de esperar, ellas tampoco supieron de nosotros.