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Divinos testarudos

Es falso que las dictaduras se acaban cuando surgen líderes libertarios y etéreos que están dispuestos a arrostrar todos los peligros por sus ideas. No es verdad que la libertad llega cuando alguien, muy concientizado, se atreve a desafiar los peligros porque su programa político ideal exige ser llevado a cabo. No debes creer, hijo mío, cuando te digan que un tipo sobrehumano salvó con su intransigencia la esperanza de la Humanidad, en sí misma. Todo eso es bello, pero falso. Absolutamente falso.

La Historia, hijo mío, es mucho más sencilla y por ello, mucho más prosaica. No estamos hechos de enormes declaraciones de principios, ni nos mueven poses mayestáticas, sino las reacciones de un tipo malaleche, por ejemplo, enfrentado a lo que cree es la sombra autoritaria de su padre; la deuda de quien nadie besó de niño y que de adulto canaliza sus resentimientos dirigiendo un partido político que tiene por programa el amor ilimitado y la justicia social, que más o menos, es lo mismo. Por eso, digo yo, todo empieza en la infancia.

En rigor, lo que pasará al futuro como acto heroico, como declaración de principios, como aporte al progreso, no suele ser más que el ajuste personal de cuentas con el hijo de puta de turno. Ser buen padre, o buena madre, es la cura contra la revolución que se prefigura en el horizonte. Si Robespierre hubiese sido mimado de niño, jamás se hubiese convertido en el Incorruptible, ni Marat hubiese electrizado al gremio de los cordeleros contra la aristocracia, ni, al final, hubiese muerto a puñaladas en su bañera.

Son los malos padres, jamás el Jefe, quienes deben responder por lo que pasa. El Jefe, digo yo, es la expresión sublime de las esencias mismas de la Patria. Puede que ni él lo sepa, pero es así. Y no me mires de esa manera, es que son verdades duras de tragar pero rotundas como un templo: quien no recibe amor de niño, en democracia o en dictadura, crece repartiendo bofetadas. Y eso, en el mejor de los casos.

Pues bien, no me trago la historia del Dr Lorenzo E. Brea, de San Francisco de Macorís. No me creo que estemos en presencia de un prohombre inmortal, de esos para los que reservamos un sepulcro, o al menos un cenotafio, en el Altar de los Héroes. Eso está bien para Salomé Ureña, bella, incomprendida, genial y tierna, pero no para quien, ya se sabe, fue diputado y senador del Jefe, o lo que es lo mismo, un simple peón. Nadie resurge de sus propias ruinas morales como inmaculada Ave Fénix; nadie da lecciones postreras de dignidad, si antes se revolcó en la abyección total. Digo yo.

Tampoco lo critico. Soy especialmente duro con quienes despotrican contra las actitudes humanas bajo tortura. Nadie, repito, nadie tiene derecho a pontificar con el dolor ajeno, sin haberlo experimentado. Nadie sabe si se quebrará o no con el primer galletazo, el primer vergajazo, la primera descarga eléctrica o el primer dedo cortado. Precisamente por eso, todo el que pasó por tal experiencia tiene mi respeto, mi admiración y mi aquiescencia. Lo demás es demagogia y pendejada.

Y a la vez que soy amplio, humano y plural con las lógicas e inevitables debilidades humanas, hijo mío, para que aprendas, soy exigente a la hora de que se quiera instalar a alguien en mi altar personal. No me prodigo, soy exigente y quien quiera convencerme ha de aportar datos inobjetables, los que, para precisar, no son los que adornan al Dr Brea. Para nada.

Lo que sé de este caso es sumamente ambiguo, pero esa no es la excepción, sino la norma. ¿Quién puede presumir de estar bien informado en La Era? Por Dios: sabemos menos de lo que pasa y casi nada de lo que es real, pero así y todo, creemos vivir en el mejor de los mundos posibles, lo que, por supuesto hijo mío, hace sumamente feliz al Jefe.

Bueno, el caso del Dr Brea es singular, pero no tanto. Se trata de alguien que fue distinguido por el Jefe; que fue elevado por encima de los demás mortales; que asumió los cargos de diputado y senador y que mientras estuvo en buena, digo yo, no se molestó por indagar si los demás estábamos bien, o bien jodidos. Se trata, en síntesis, de quien lo secundó en todo y por razones personales, digamos de incompresiones o resentimientos, se despega de quien todo se lo dio y a quien todo debe.

No creas, hijo mío, que no sé lo pedregoso que es el amor al Jefe. No imagines, por favor, que sueño con un mundo etéreo y sin dolor, donde el Jefe ocupa el lugar del Equinoccio o el Meridiano Cero. Todo lo contrario: he sentido en carne propia las dentelladas de la Bestia; he sido seccionado por las angustias y descuartizado por los dolores, pero lo que trato de decirte es que cada quien tiene lo que merece. Y este es el caso.

El Dr Brea, de San Francisco de Macorís, no es un héroe, sino un culpable: no es un ejemplo, sino un desaliento. Y subrayo: ¿quién conoce a la madre de Robespierre, de Thiers, de Marat o de Desiree Landrú? Joder: qué inconsciencia.

Bueno, no me trago que el Dr Brea sea un ejemplo para las nuevas generaciones de dominicanos que crecerán sin dictadura. Es verdad que el 2 de noviembre de 1944, ese ser gelatinoso y letal que fue Virgilio Álvarez Pina, o Don Cucho, le remitió una carta al Jefe en la que le daba a conocer la denuncia que contra el Dr Brea realizaba el Presidente del organismo comunal del Partido Dominicano, en San Francisco de Macorís, debido a que se había negado a firmar "… la exposición de agricultores, industriales y ganaderos, auspiciada por la Cámara de Comercio, Agricultura e Industria de aquella localidad, adhiriéndose al patriótico movimiento en pro de la reelección del Generalísimo Trujillo para la Presidencia de la República"

Eso es un hecho. Eso es inobjetable, hijo mío. Pero lo que es no lo es tanto, es que el Dr Brea, de pronto, haya descubierto los defectos del Jefe; sus excesos, por decirlo de manera elegante y los muertecitos, que no son pocos, que carga sobre su conciencia, si es que la tiene, digo yo.

Por eso y conociendo bien el paño, es que no me trago lo de prohombre democrático ni las consiguientes zarandajas con que se nos trata de vender al Dr Brea como al Inmaculado, al Salvador de la Patria. No me jodan.

Se trata de un suicida, de un loco, de un resentido de marca mayor. No puedo dejar de decirlo, hijo mío. Solo un oligofrénico, un demente, puede declarar lo que el Dr Brea declaró, una vez abandonado el apoyo a la reelección del Jefe y en plena Era.

"No apoyaré su reelección, ni lo haré en el futuro -declaró- pues desde que he sido sustituido en el cargo de Diputado que servía, me he dirigido al esclarecido Jefe y en ninguna ocasión había recibido contestación suya. No quiero cargo público ya que he perdido diez años como empleado, sin haber podido hacer economías en ese tiempo para el futuro de su familia"

En fin, hijo mío: la cagástrofe.

Bueno, estos son los hechos con los que pretendo aleccionarte. De esta manera es que quiero que comprendas la volátil relación entre la lealtad y la disidencia. Entre amar y odiar al Jefe, o lo que es lo mismo, de estar contento contigo mismo y sentirte muy jodido, muy sucio y muy maricón.

Bueno, seguramente me preguntarás cómo terminó esta historia del Dr Brea. Si se salió con la suya o el Jefe lo crucificó, como era de imaginar.

Bueno, los audaces suelen salirse con la suya y el Dr Brea era un jugador definitivo, por lo tanto, de todo o nada. Lo cierto es que el Jefe respetaba a los valientes y este tipo lo era. No pasó nada, es más, quien quedó mal fue Don Cucho. Y no era para menos.

El Dr Brea gozó de la absoluta confianza del Jefe hasta el final. Tuvo ganancias, amantes, impunidad y relieve mientras duró la Era. El Jefe, cabrón al fin, lo respetaba en su valentía de todo o nada.

Y esto es todo, hijo mío. A ver si ahora y en lo adelante, tienes cojones para enfrentarte a Balaguer.

Ser buen padre, o buena

madre, es la cura contra

la revolución que se

prefigura en el horizonte.

Si Robespierre hubiese

sido mimado de niño,

jamás se hubiese

convertido en el

Incorruptible, ni Marat

hubiese electrizado al

gremio de los cordeleros

contra la aristocracia, ni,

al final, hubiese muerto a

puñaladas en su bañera.