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La mosca

Dicen que todavía lo ven rondando de madrugada por los pasillos de Palacio. Al menos, eso afirman los guardias que son los dueños nocturnos del lugar. En realidad, dueños a medias, pues no se atreven a moverse ni un centímetro del lugar donde hacen su posta, ni siquiera para ir al baño. Dicen, eso sí, que es fácilmente reconocible y no solo porque se trata de un fantasma jabao rocó y de ojos verdes, sino y sobre todo, porque sigue vistiendo su misma levita aburrida de siempre, con unos faldones almidonados que le dan la inequívoca prestancia de un enorme cucarachón. Como en vida, lleva una servilleta doblada sobre el brazo derecho, bien visibles en ella las iniciales bordadas de RLTM, mientras tintinean las copas de coñac inasibles y los trocitos del hielo espectral que conduce en una bandeja alzada en la punta de los dedos de su mano izquierda.

Porque para no dejar duda alguna, este fantasma callado, copia definitiva de La Mosca, que desanda tenazmente los pasillos de Palacio cada noche, para llevar un servicio al Jefe, además de ser jabao rocó, tener ojos verdes y levita de aguacero con faldones victorianos, también es zurdo

Nadie que lo ha visto en la versión ectoplasmática de sí mismo, deja de reconocer a quien en vida fue el más eficiente y bien domesticado valet de Palacio, el mismo ser desangelado y mudo que fue escalando hasta lograr la exclusividad de servir los antojos del Jefe: cafecitos cortos y amargos, tostadas untadas con caviar iraní, lonjas de un queso fabricado artesanalmente con leche de cabra del Tirol y generosas porciones de prosciutto de esturión del Mar Caspio. Y por supuesto, los tragos gloriosos de un brandy Carlos I, Gran Reserva, especialmente remitido por la bodega Pedro Domecq, de Jeréz de la Frontera y antes embalado en cajas rellenas con virutas de encina, que a fuerza de oler tan bien, daban deseos de mezclarlas con el trago mismo.

La Mosca, mientras vivió, jamás habló, al menos nadie lo recuerda articulando ni media palabra. Con la astucia de los eunucos, supo desde el principio que el Jefe escogería, de entre todos los competidores por llegar a su colindancia, a quien tuviese prestancia castrense, pero más que eso, a quien le sirviese sin mirarlo jamás a los ojos y en el más profundo silencio. Y con este objetivo supremo se entrenó cada noche, a partir de un día ya olvidado de octubre de 1930. Y lo logró.

En el cuchitril donde habitaba, con una hamaca colgando de dos clavos de traviesas de ferrocarril, cinco velas, una cafetera desconchada, un armarito repleto de pastillas, ampolletas de inyecciones y brebajes vencidos, La Mosca cordialmente compartía el espacio con unos ciempiés mahometanos, de un dedo de grosor, que brotaban sin descanso de los desagües y las cañerías. Allí aparte de mordisquear a veces el estuco calizo de las paredes, dedicaba las madrugadas a ensayar sus movimientos en la agotadora coreografía de una contradanza servil. Llegó a estar horas de pie, embutido en su levita acartonada y con las manos enguantadas, para obligarse a mover solo los ojos y desviar, a su antojo, el cauce de los ríos de sudor que bajaban de sus pasas rojizas planchadas y milimétricamente separadas por una raya al centro. Mientras sus rivales por el favor del Jefe descansaban, él se forjaba a sí mismo como una estatua viva, atornillando sus nervios, músculos, deseos, necesidades y hasta el sueño y el agotamiento, en un mecanismo impecable y la vez, sobrehumano.

Al principio, el Jefe se hacía servir por rudos asistentes militares. Rodeado de una gentuza canallesca y sobona que olía a caballo y cebo de vaca, su entorno no se adaptaba a los refinamientos palaciegos. Hablaban en voz alta, chocaban con los relojes, derramaban las copas de agua sobre los embajadores, escupían por los rincones y lo peor, salpicaban a los comensales cuando servían la sopa, con el mismo refinamiento con el que se lanza una andanada de metralla sobre el enemigo. Fue una época corta y lejana, que hoy podríamos llamar El Génesis, donde el Jefe mismo mostraba unas encías casi vacías de dientes, dormía con las botas puestas y usaba calzoncillos de reglamento, con las letras RLTM estampadas con gruesos trazos de tinta china, para evitar los robos.

Pero lo que la intuición de La Mosca siempre supo y para lo cual se preparó con voluntad de atleta, era que este hombre que había empezado su dilatado reinado desterrando a todos, no tardaría en desterrar a su verdadero Yo, sustituyendo al zafio espadón cuartelario que era, por un bon vivant que se movía como pez en el agua, por Tiffany y el Waldorf Astoria, envuelto en los trajes mejor cortados de New York, rezumando las mejores fragancias de París y exigiendo a su alrededor un servicio sibarítico, impecable y exacto. Y cuando se esfumaron los asistentes patanes y fallaron los otros señoritos emperifollados, llenos de rizos y amaneramientos, llegó el momento triunfal de La Mosca.

-Me quedo con este jabao rocó-le dijo el Jefe al prohombre que fungía como Secretario de la Presidencia, calándolo de arriba abajo, una vez que La Mosca atrapase al vuelo, con su mano derecha, un tenedor que se había deslizado de la mesa, sin por ello derramar una sola gota del vino que le escanciaba con la izquierda- Manda al carajo a los demás, esa manga de inútiles...

A pesar de lo que podía haber esperado, aquellas palabras fueron recibidas por La Mosca como si hubiesen sido dirigidas a un malabarista del zoco de Bagdad y no a su persona. Ni un movimiento alteró el estiramiento de su rostro, ni la más leve sonrisa afloró a sus labios, ni la menor distracción se permitió en su perenne vigilia de autómata. Se limitó a ocupar su puesto, junto a la pared, atento al más leve deseo del Jefe. Y allí se quedó, por casi tres largas décadas, erecto y difuminado, como un girasol, indiferente a todo lo que no fuesen los movimientos del sol.

Quienes hoy lo ven atravesar los pasillos, cargando la bandeja del servicio del Jefe, no pueden imaginar siquiera que esta sombra que ya no puede hablar y que cuando podía haberlo hecho renunció voluntariamente a ello, jamás dijo ni media palabra sobre todo lo que, por fuerza, había presenciado entre estas paredes de Palacio. Pocos fueron tan discretos y fieles como La Mosca, si es que lo hubo, lo cual, con todo respeto, me permito dudar. Y es que fue leal al Jefe, no por adulación, ni por conveniencia, ni por ambición, ni por miedo sino, simple y llanamente, porque lo admiraba de verdad, de corazón, sin titubeos, aunque ahora esté de moda cuestionarlo todo.

Si, debemos decirlo sin menoscabo a la dignidad de este espectro que seguirá llevando un servicio de coñac y hielo al Jefe, mientras este Palacio siga en pie: La Mosca era un perro servil a la voluntad de aquel a quien había elegido como su semidios y que encarnaba, según su leal saber de jabao rocó, todas las perfecciones, las voluntades, las astucias, las durezas, las ternuras, las virtudes, los patriotismos, las valentías, las rispideces, los controles y las fragilidades de la raza; alguien capaz de abofetear y patear a una niña planchadora de Palacio que, en un lamentable descuido, le había quemado el puño de una de las camisas que Osvaldo Bazil, su embajador en La Habana, le mandaba a hacer, a la medida, en El Encanto, pero también de conmoverse hasta las lágrimas, ciertamente algo borracho, al oír la voz de Daniel Santos que desde el tocadisco entonaba las estrofas de "Virgen de medianoche", su canción preferida, especialmente al llegar al punto en que le decía a la "...señora del pecado, luna de mi canción, mírame arrodillado, junto a tu corazón"

Por supuesto que, en esos 30 años, correspondió a La Mosca atender al Jefe; a su familia; a sus amantes; a sus amigos americanos; a sus escritores y periodistas cubanos, colombianos y mexicanos de alquiler, que venían a recibir cheques e instrucciones; a sus sindicalistas chilenos que movían grupúsculos tarifados anticomunistas; a sus armeros húngaros que le templaban el acero con que fabricar sus armas en San Cristóbal; a los administradores de la hacienda Fundación; a sus barberos, manicuries y masajistas japoneses; a sus ejecutores y torturadores que venían a ufanarse de las confesiones arrancadas; a sus altos funcionarios que se orinaban en los pantalones al verlo fruncir el ceño; a los testaferros que le traían el dinero de sus incontables negocios y a algún que otro Ministro que terminaría accidentado, junto a su chofer, en el fondo de un barranco.

En efecto, este espíritu girovagante que no se ha enterado de su propia muerte, fue en vida, de alguna manera, una enciclopedia de la vida nacional, una especie de testigo de excepción, lamentablemente autocondenado a no contar nada de lo presenciado, pero testigo al fin que, aún en la más absoluta de las soledades y las frugalidades monacales de su vida, debió concederse el privilegio de recrear en su mente, cerrada a cal y canto para los demás, bajo siete llaves, lo visto durante el día. Así debió ser y no hay por qué dudarlo, cuando La Mosca se recostaba en su hamaca, el calor agarrotaba sus tendones, siempre tensos como cuerdas de violín y los ciempiés reptaban por las paredes de su cuchitril.

La desgracia llegó un día y como siempre, sin avisar.

Ya se sabe que el Jefe es impredecible y aparecía por Palacio a cualquier hora, lo mismo para atender en su despacho cuestiones urgentes, que para escrutar si se había garantizado el rutilante brillo que debían tener los pasamanos o si se había pintado a escuadra el borde superior de los rodapiés.

Transcurrían los últimos días de un mayo cualquiera y para todos, menos para La Mosca, el Jefe vivía su inexorable crepúsculo, habiendo dilapidado la salud, las fuerzas, la astucia de cuatrero que lo sacase con bien de tantos lances, la voluntad espartana que lo había hecho prevalecer y hasta la buena estrella con que había nacido. Llegó al atardecer, cuando lo hacían de retirada y pidió por señas su coñac favorito.

También La Mosca, sin darse cuenta, había envejecido. A pesar de que dio los pasos exactos, se enredó en la artritis de sus articulaciones y por primera y última vez, derramó el líquido divino sobre la camisa del Jefe.

-Viejo de mierda, ¿serás inútil?-fue lo último que escuchó La Mosca, antes de que los ayudantes, cumpliendo órdenes, lo sacaran a empellones de Palacio.

Lo hallaron a los tres días, por el hedor del cuerpo, tendido sobre la hamaca, vestido con su levita de la perdición, las manos enguantadas y vacío el armarito donde guardaba las medicinas vencidas. A su lado, acurrucados y también muertos, yacían decenas de ciempiés...

Dicen que la huella de dos lagrimones aún marcaba su rostro mayestático.

Se limitó a ocupar su puesto, junto a la pared, atento al más leve deseo del Jefe. Y allí se quedó,  por casi tres largas décadas, erecto y difuminado, como un girasol, indiferente a todo lo que no fuesen los movimientos del sol.