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En el cementerio de los gatos

Lo de menos era que unos tipos, tres de dar crédito a los testigos, hubiesen matado a aquellos dos hombres. ¿A cuántos no había visto morir, habiendo sido, como fue, soldado en las dos grandes guerras de Europa? ¿A cuántos no debió haber matado en su vida, a ratos violenta, habiendo combatido a Franco, desde el bando republicano? Lo que realmente le molestaba, lo tenía pensativo e inusualmente sobrio, a esta hora del día, era que a su amigo Manolo no le habían dado la oportunidad de defenderse. Tampoco a Carlos Ignacio Puchol, caído a su lado. Los matadores no les habían permitido, siquiera, ripostar los disparos de ametralladora, aunque, claro, ¿cómo podrían haberse defendido, si los habían sorprendido desarmados, mientras conversaban con unos amigos, entre ellos un tocayo, otro Manolo, al que las balas respetaron, no sin antes arrancarle un tacón del zapato izquierdo?

La noticia la había escuchado al amanecer, por la radio, y aunque no la quiso creer, lo convencieron un par de llamadas telefónicas que no tardaría en recibir. Lo llamaron de la Embajada americana, en La Habana, y del propio Palacio Presidencial: en los dos casos, buenos amigos le pedían, uno a nombre del Embajador y el otro a nombre del propio presidente Grau, que no se involucrara en el suceso; que no tratara de tomar la justicia por su mano y que lo mejor que podía hacer, aprovechando estos días de finales de febrero, especialmente frescos, era dejar cuanto antes Finca Vigía y largarse al mar en su yate “El Pilar”, como quien va de pesquería habitual, y no detener su motor hasta recalar en la isla de Bimini o en Cayo Hueso, donde podría esperar que se aclarase lo sucedido, con unas cuantas botellas de ginebra Gordon, a la mano.

Siempre había creído en la justeza del juego limpio; en la igualdad de dos contendientes ante la muerte. Y así había actuado, lo mismo en un ring de boxeo improvisado, donde por gusto, por un puñado de dólares, o para bajar los malos humores del wiskhy y los rones, se liaba a trompadas con marineros, contrabandistas, jugadores de jai alai o buscadores de tesoro; o en sus cacerías de ciervos, leones, búfalos o antílopes, lo mismo en Idaho que en África, donde jamás escogía armas ni municiones que no le garantizasen a sus posibles presas la oportunidad de defenderse, contraatacar o huir. Por eso la muerte de Manolo, más que por su falta de sentido, lo machacaba por lo injusto. “Cazar o pescar con ventaja-pensaba-no es de hombres” Y se ensombrecía más, al saberlo así.

Contrariamente a su hábito sagrado, de manera extrañamente premonitoria, esa mañana no escribió las tres cuartillas de rigor, de pie sobre la piel de un animal africano que cazase, apoyándose en la repisa del cuarto, nunca sobre mesa o escritorio, desnudo y con cinco lápices de puntas milimétricamente afiladas. Solía hacerlo aprovechando el fresco de la mañana, oyendo los gallos cantar en los patios y corrales de San Francisco de Paula, y silbar a los negros jardineros que le traían las cestas con los mangos que goteaban de las matas en la madrugada, haciendo el mismo estruendo que los obuses de morteros alemanes que había conocido en Francia. La noticia del asesinato de Manolo la había escuchado de refilón, porque sintonizaba Radio Reloj para escuchar los partes meteorológicos del padre Goberna, del observatorio jesuita del Colegio de Belén, gracias a los que planificaba sus pesquerías a lomos de la Corriente del Golfo, en la zona exacta donde abundan los peces que buscan aguas más cálidas y menos profundas, pero recelan, con razón, de la cercanía de los seres humanos. Y allí, buscando las señales del tiempo, se enteró que su buen amigo, aquel noble y valiente muchacho que fuera Director de Deportes del Ministerio de Educación, del gobierno de Grau, y excelente deportista él mismo, un prodigio del rugby universitario, que lo mismo podía destacarse como halfback o quarterback, había sido ametrallado a las once de la noche del día anterior, 22 de febrero de 1948, frente al Cinecito del cual era codueño, ubicado en San Rafael esquina a Consulado, muy cerca del Capitolio.

Ya estaba envejeciendo y la forma en que vivía esta muerte se lo demostraba. Ya no era el mozo cuadrado y caballeroso al que, siendo un simple camillero militar, le llenaron una pierna de metralla en las batallas por Italia, sin que dejase de enamorar a la enfermera que lo curaba; ni quien, viviendo la bohemia parisina de los años de postguerra, había leído todos los libros que generosamente le prestase Silvia Beach, la dueña de la famosa librería “Shakespeare Inc” quizás, en secreto, deslumbrada por su estampa de semi-dios juvenil, pletórico de proyectos literarios, a pesar de ser “pobre, pero feliz”, como recordaría un día en su libro “París era una fiesta”. Tampoco tenía la entereza de cuando estuvo defendiendo a España, en tiempo de traidores, asesinos y canallas, días “... los más felices de nuestra vida, cuando aún creíamos que la República podía ganar”. Hoy, sencillamente, se sentía desolado y sin fuerzas, como si alguien hubiese quitado la cuerda a un coloso, para refocilarse en la imagen de su degradación. Tanto le importaba esta muerte, tan deplorablemente administrada.

Sin darse cuenta se dirigió al cementerio de sus gatos, algunos de los cuales habían recibido un disparo de su propia mano, para evitarles el dolor de una innecesaria agonía. Bajo flamboyanes que hervían con el rojo de sus flores en contraste con el verde de las hojas, se sentó como un dios de bronce, o un monje del Tíbet, rodeado por las lápidas diminutas donde solo se consignaban nombres y fechas. La hierba conservaba el rocío de la madrugada, la misma, pensó, en que Manolo había dejado de respirar y debía estar tendido sobre la mesa del forense de alguna morgue. El anhelo de volver a ser niño y quedar protegido del dolor y la sensación náufraga de pérdida, arropado por su madre, llegó sin avisar, clavándolo, ovillándolo, abatiéndolo sobre la escasa tierra que lo separaba de aquellos despojos adorados. Lloró en silencio, quedamente, como solo un hombre de su calibre podía permitírselo. Y teniendo de fondo el recuerdo de sus gatos.

El deporte los había unido. Se entendían en el lenguaje rudo de los hombres que no se prodigan. Pescaron grandes agujas plateadas y astutas; participaron el tiro al pichón, como hiciese, en sus buenos tiempos, el Tartarín de Tarascón de Daudet; entrenaron tiro en el Club de Cazadores del Cerro; se emborracharon juntos en el Floridita y la Bodeguita del Medio y se hartaron de langostas, en salsas gloriosas, en La Zaragozana, increíblemente cerca del sitio donde Manolo sería ametrallado. Discutieron, apostaron por los mismos galgos del Canódromo de Playa, intercambiaron golpes y algunos botellazos con marines borrachos que llegaron una noche al Rumba Palace, creyéndose los dueños de la isla y requisando mujeres ajenas, y también compartieron, en la complicidad de las grandes conspiraciones caribeñas, o sea, esas de las que todo se sabe, los preparativos de la expedición de Cayo Confites, hacía apenas unos meses.

Tumbado en la hierba húmeda de su finca, piensa ahora en Cayo Confites y en las veces en que, visitó aquel islote perdido y alargado, como el mapa invertido de Chile, situado en el borde mismo de la Corriente del Golfo, cuando recalaba con su yate para dejar, cosas de gringo bueno, un saco de galletas, carne enlatada, chocolate y dos o tres botellas de ron al famélico encargado del faro, o a la escuadra de soldaditos, guajiros orientales, desdentados e ingenuos, que el Estado Mayor había ubicado allí para defender la integridad nacional de las incursiones, harto frecuentes, de los submarinos nazis. Quizás, por ser un buen conocedor de la zona, las corrientes y el mar; o quizás por ser instintivamente enemigo de todas las injusticias y las dictaduras; o por ser un soñador, borracho e irresponsable, Manolo lo invitó a acompañarlo a Cayo Confites donde, en medio de los preparativos de una expedición enloquecida contra el tirano Trujillo, de República Dominicana, más de 1500 hombres se entrenaban pasando sed, hambre, falta de mujeres y calcinación solar, en un proyecto nacido muerto, a fuerza de indiscreciones, cálculos políticos y torpezas.

Habían llegado en una avioneta a revistarlos. Manolo iba vestido con un overall y un kepis y él desempolvó, para la ocasión, su viejo uniforme, el caso de acero y la metralleta Thompson con que entró a París, aún repleta de nazis, para liberar la barra del bar del hotel “Ritz”. Se había afeitado para garantizar el incógnito. Las fotos que de esa visita publicó “Bohemia”, donde aparecía detrás de Manolo y Masferrer, garantizaron de tal manera su anonimato, que Pepa, la cocinera, lo felicitó por lo bien que había quedado. Contra Trujillo, aportó también dinero, alojó en su finca a los pilotos americanos y canadienses que bombardearían la capital y almacenó armas. No le pudieron probar nada, y cuando registraron Finca Vigía, pescaba truchas en un río de la Florida, rodeado de indios seminolas, tan borrachos como él.

Fue, en ese justo momento, rememorándolo, en que decidió hacerse a la mar, salir de su miseria, liberarse. Pensó en los sueños compartidos con Manolo; en cómo se incorporarían a la expedición contra Chapitas; en la última batalla que pensaban librar juntos, ambos veteranos de la República española, esta vez, si, para triunfar. Miró las lápidas de sus gatos y se levantó para beber el primer trago del día (“A tu salud, Manolo”) y encargar a Gregorio Fuentes, el patrón de “El Pilar”, que lo esperase en Cojímar, para zarpar.

La brisa marina le arrancó los pesares. Se sintió de nuevo joven, rebelde, semi-dios, invencible. Casi había vencido la mancha de la muerte, cuando recordó que al morir, Manolo solo llevaba $0.35 en los bolsillos.

El sol se perdió del horizonte. Todo quedó en silencio. Anheló, entonces, tener a mano su fusil preferido y ponerlo, amorosamente, dentro de su boca...

Pensó en los sueños compartidos con Manolo; en cómo se incorporarían a la expedición contra Chapitas; en la última batalla que pensaban librar juntos, ambos veteranos de la República española, esta vez, si, para triunfar.