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Geografía Matemática

Claro que hay que darle un correctivo al catalán presumido ese que, mordiendo la mano que se le tendió cuando salió en estampida de la España conquistada por el Caudillo, se cree que trata aquí con indios en taparrabos. Y no debemos preocuparnos por las consecuencias: es el mismísimo Jefe quien lo ha indicado, así que, definitivamente, se jodió.

A veces creo que hicimos un mal negocio al recibir a los republicanos en fuga, entre los cuales hay, y no pocos, díscolos, resentidos, anarquistas, comunistas, socialistas, ateos y liberales, gente que odia, o al menos recela del principio de autoridad, que es el espinazo de todo sistema social. Es verdad que muchos son profesionales de valía y prestigio. También que están ayudando a blanquear la población pues, por muy académicos y culteranos que sean, se pierden por las negras y mulatas, olvidando entonces todas esas monsergas filosóficas sobre las que escriben y discuten en los cafés, hasta desfallecer. Pero queda lo otro, la actitud, y lo que piensan y no se atreven a decir, aunque uno pueda leerlo en sus ojos. Y desde este ángulo del asunto, son un mal ejemplo, una especie de virus importado que puede infectarnos el rebaño, tornándolo levantisco y devolviéndonos a la época de Concho Primo, gracias a Dios cortada por la espada flamígera del Jefe, repleta de bochinches, montoneras y gavilleros.

Este catalán, por ejemplo, es ingeniero y bastante capaz, por cierto. Se llama Ramón Martorell Otzet, y antes de llegar a nuestras costas lo fue del Ayuntamiento de Barcelona. Durante la guerra, que los de su calaña perdieron, y bien perdida, fue también Comandante General de Ingenieros del Ejército del Este, por lo que presumo haya sido de los últimos en deponer las armas ante el empuje del otro Generalísimo, escurriéndose entre los infinitos riachuelos, ríos y torrentes de gente desesperada, de refugiados hambrientos y en harapos que atravesó los Pirineos para internarse en Francia, y que no paró hasta llegar a América.

Aquí, por la magnanimidad del Benefactor, no solo se le acogió y empleó, sino que se le nombró Director del Instituto Geográfico y Geológico de la Universidad, haciéndose famoso, desde el inicio, por su incapacidad de bajar la cabeza ante los jefes; su manía de llevar la contraria a la superioridad, y una defensa obcecada del valor de la ciencia sobre la fe, la disciplina y las buenas maneras. No debe extrañarnos que tales atributos, impensables en los dominicanos de hoy, hayan despertado enseguida la suspicacia de las autoridades, y que estas hayan establecido a su alrededor, como en tantos otros casos semejantes, una estrecha vigilancia que incluye, entre sus agentes, a muchas de las negras y mulatas de su perdición.

Pues bien, el expediente de esta buena perla terminó sobre mi mesa de trabajo debido a una cortés invitación formulada a nuestra nación, por mediación de nuestro embajador en Río de Janeiro, el buen amigo Max Henríquez Ureña, para que participásemos con una delegación en la Segunda Reunión Panamericana de Geografía y Cartografía, a celebrarse en esa ciudad, de mediados de agosto a principios de septiembre del presente año.

A fines de mayo, no más recibirse la comunicación por los canales diplomáticos, esa lumbrera que es don Manuel Arturo Peña Batlle, nuestro canciller, elevó al Jefe el memorándum correspondiente, señalando la conveniencia de designar delegados dominicanos, para ser más precisos, “técnicos especializados”, a tan importante cónclave, especialmente relevante si tenemos en cuenta que estamos en lo que parecen ser las postrimerías de una guerra mundial terrible, y que la reorganización de este mundo patas arriba de hoy, requerirá de muchos mapas para deslindar fronteras y territorios, que han pasado de mano en mano, sin que se sepa ya, a ciencia cierta, quién es su legítimo dueño.

La iniciativa panamericana contó, desde el principio, con toda la simpatía del Canciller, quien así se lo hizo saber al Jefe, por supuesto, invocando la infaltable frasecita, más astuta que lambona, de que “... esta Cancillería, salvo mejor parecer de la Superioridad, estima que República Dominicana debe participar”.

Como consta en el expediente, el 25 de mayo el honorable Presidente, mediante su secretario, el también dilecto amigo y cumplido caballero, el señor Paíno Pichardo, informó al Canciller que estaba de acuerdo con que la República, con toda dignidad, estuviese representada en este cónclave por el Secretario de nuestra Embajada en Río de Janeiro, con lo cual, como es lógico, quedaba cerrado el caso y listo para los trámites correspondientes. No se nos debe escapar, porque será de importancia para entender mejor lo sucedido, que en esta decisión sabia y visionaria, como todas las del Generalísimo, se echaba a un lado la figura de los “técnicos especializados”, recayendo la representación en un funcionario, quizás un absoluto lego en las cuestiones a debatir, pero de probada fidelidad y confianza para el Gobierno.

El 17 de junio, como se puede comprobar hojeando y leyendo con cuidado los documentos, aparece en escena el engreído catalán de este cuento, y lo hace mediante un informe de más de seis páginas, lleno de pedanterías y engolamientos. Con absoluta descortesía y una visible mala leche, en su escrito dejaba traslucir que quienes debían decidir sobre la composición de la delegación dominicana al evento, no estaban en condiciones de seleccionar a los especialistas más adecuados, apelando a que, y lo subrayaba una y otra vez, la invitación no aludía a simples representantes protocolares, sino a “... uno o dos cartógrafos, de los más destacados del país”. Fundamentaba su opinión, reventando de autosuficiencia, alegando que “...habrán de discutirse asuntos de carácter científico, como la elección de sistemas de proyección y fijación de normas técnicas”.

Por si fuese poco, de manera descarada, el catalán llevaba su desparpajo hasta el punto de hacer una especie de balance de su trabajo al frente del Instituto, con lo que avalaba la alta conveniencia, expresada sin el menor rubor, de que “...quienes asistan a tal conferencia deben dominar la Geografía Matemática... y tener conocimientos especiales que no cabe adquirir, ni improvisar, de aquí al mes de agosto”. De más está decir que este sastre se estaba cortando un traje a la medida.

El 3 de julio, mediante oficio al Presidente, el rector de la Universidad, el docto y sapientísimo Ortega Frier, cometía el error, ¡oh, sempiternas debilidades gremiales de los intelectuales!, de avalar el criterio del catalán y de proponer su inclusión en la delegación, junto al ingeniero Salvador A. Fernández, director de Mensuras Catastrales. Y llegaba más lejos: declaraba que la institución estaba en condiciones de sufragar los costos del viaje de ambos.

En realidad, no hace falta ser experto en Geografía Matemática para darse cuenta enseguida, como hizo nuestro admirado Canciller, de que algo no encajaba en la descocada pretensión viajera del catalán, avalada por la, quiero pensar, ingenuidad parcializada del Rector. Así lo hizo saber en tajante carta dirigida al Secretario de la Presidencia, con fecha 13 de julio:

“Sorpresa causa a esta Cancillería -señalaba, con justificada cólera mal reprimida- que una invitación haya bastado al Director del Instituto de Geografía y Geología de la Universidad, para basar en ella un informe dirigido a sus superiores jerárquicos, en el que formulaba recomendaciones concretas... En este caso se ha seguido el orden establecido, pues desde el 18 de mayo, no más recibirse la invitación brasileña, se le sometió a la consideración de la Secretaría de Interior y Policía”

Lo que no decía el oficio del Canciller, pero que seguramente no escapó a la atención del Secretario de la Presidencia, era que un minúsculo catalán malagradecido y autosuficiente, osaba arrogarse el derecho de señalar cómo debía estar constituida nuestra delegación, usurpando un derecho sagrado que solo compete, en esta tierra, al mismísimo Jefe, aunque no sepa ni hostia de Geografía Matemática.

La parte pública de este cuento termina con el oficio de la Secretaría de la Presidencia al Canciller, fechado el 18 de julio, mediante el cual se designaba a los ingenieros Vicente Tolentino, director general de Estadísticas, y a Salvador A. Fernández, como los delegados oficiales que nos representarán en Río de Janeiro, a los que se agrega, por si las moscas, al licenciado Horacio Vicioso, primer secretario de la embajada en Brasil. Constan también las obligatorias cartas de agradecimiento de los agraciados en las que, como es de costumbre se concluía con reiterados agradecimientos por el favor concedido y el compromiso de “...poner en alto el nombre de nuestra república, alabar la persona del Jefe y promover su genial obra de gobierno”.

Ahora, para concluir con la parte más reservada del asunto, lo que nos queda es cumplir la orden de aumentar la presión sobre el catalán. Ya se sabe: un día su perro aparecerá envenenado; otro, será traicionado por alguna de sus amantes, que se marchará no sin protagonizar un escándalo donde lo acusará públicamente de impotente y pervertido, y para cerrar, sus queridos mapas y libros serán robados por ladrones desconocidos, de su propio despacho universitario, una noche cualquiera.

Nos queda descifrar, y eso no es algo sencillo, si su desmedido afán de viajar a Río era una oportunidad para poner pies en polvorosa y seguir su estampida, descontento, por lo bajo, con la política de orden establecida por el Jefe, o se trataba de la ocasión dorada para probar las negras y mulatas cariocas, de las que, ya se sabe, se hablan maravillas.