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Horrendarium

Madame Adela, de apellido Barbados, vivía desde hacía muchos años en San Juan, en el barrio de Santurce, acogida a la amplia benevolencia con que los puertorriqueños recibían en su suelo a los que llegaban desde las otras dos grandes islas de Las Antillas. En su caso particular, dominicana de cuna, arribó siguiendo las huellas de un gran amor, al que había conocido como oficial soltero de un barco de pasajeros que hacía viajes de un lado a otro del Canal de La Mona, y a quien se entregó sin reservas, resultando al final un canalla, por más señas, casado, con dos queridas y ocho hijos que mantener.

Tras atravesar la obligatoria crisis de rabia, celos, autocompasión y deseos de venganza, en la que fue visitada por abrumadoras visiones carmesí, Madame Adela, que aún no se hacía llamar así, comprendió que se podía vivir sin un amor fijo. Hecho este sensacional descubrimiento en su interior, se había reconfortado pensando, entre arpegios de boleros, traguitos de anís y abanicos, que los maridos, fuesen de la condición, edad e índole que fuesen, siempre terminarían exigiéndole la comida a la hora, los filos impecables del pantalón, un manojo de mocosos a los que dejar al cuidado de la madre y que, aún siendo muy apasionada, y ardiente, y audaz, y transgresora en la cama, no podría apartarlos eternamente del mundo de afuera, repleto de muchachitas viciosas y gatas de salón.

Fue así, por reflexión y no por ímpetu, que de las cenizas de una mujer despechada, burlada y escarnecida, sacada mediante engaños de la casa paterna, y arrojada a la intemperie del abandono y los apremios, brotó esa hermosa flor de la libertad y las promesas que se llamaba Madame Adela. Y había que verla atravesar el parque, a la hora en que el sol empieza a declinar, cobijada bajo una sombrillita de seda, embutido su cuerpazo en un vaporoso vestido de encajes, contoneándose con gracia de ola, y llevando de una cadena a un infaltable, y perspicaz, perrito salchicha llamado Miky, hasta que llegaba a la terraza del café de Epigmenio Pancorvo, donde se hacía servir sorbetes de limón, en verano, y té de Ceylán con pastas, en días nublados.

Nadie, ni ella misma, sabía de dónde sacaba Madame Adela el dinero que le permitía llevar el tren de vida de una baronesa en el parroquial Santurce, ni por qué se asentó, con esas refinadas maneras y altivez de hembra escarmentada, en una zona urbana que, aún en este bendito año de 1944, en que parece cercano el fin de la guerra, sigue creciendo al borde de los mismos pantanos, canalizos y manglares donde los taínos se abastecían de cangrejos, y en la cual, más adelante, por virtud de la Real Cédula de 1664, que concedía la libertad a los esclavos fugitivos de las islas no españolas del Caribe, también recalaron decenas de cimarrones que juraron lealtad al Rey de España.

Si bien es cierto que la vida de Madame Adela era un misterio, y que ni las más tenaces chismosas del barrio habían logrado sorprenderla en ningún romance furtivo, se decía que a un afortunado, embutido en una extraña capa negra de raso, se le había visto salir a primera hora del alba, sin que la puerta rechinase, ni se entornase, y que junto al enigmático caballero, en ocasiones de luna llena, se vio también a una dama ataviada a la usanza antigua, con una cabellera endiabladamente rojiza, en la que refulgía una diadema de condesa. Pero claro, conociendo a las solteronas del barrio, que solo tienen lengua para la maledicencia, pocos creían, y nadie hacía caso de tales cuentos, y todos, absolutamente todos, seguimos soñando con la piel de Madame Adela, que brillaba como un jarrón chino, no envejecía y dejaba tras de sí el aroma exacto de los deseos.

Como es lógico, todo macho de valer de Santurce intentó, al menos alguna vez, traspasar la barrera invisible que rodeaba a esta mujer, tratando de comprobar si era verdad todo lo que dejaba entrever por sus ojos rasgados, de gamita ciega, sus pestañas como cortinas enlutadas, y una boca, siempre entreabierta, como traviesa. De más está decir que ninguno lo logró, y que lo más cerca de ella que pudieron estar era cuando Madame Adela abría su casa, los martes y jueves, entre nueve y once de la noche, para recibir al selecto grupo de los amantes de la ciencia y el arte del espiritismo, en el que ella, lógicamente, era Suma Sacerdotisa.

En tales ocasiones, cuando llegaban los invitados a su casa, los recibía en la sala un cartel orlado en violeta donde se leían las palabras “Templo Amor a la Moral”, los envolvía una semipenumbra, y los embriagaba un tenaz olor a incienso y girasoles. En el centro, una mesa redonda alrededor de la cual todos se acomodaban, y así comenzaba la sesión…

De lo que ocurría entre las paredes de la casa de Madame Adela, se sabe poco, porque los participantes escogidos guardan un silencio encarnizado cuando se les pregunta, y prefieren pasar a otro tema de conversación, pero por aquí y por allá, los más suspicaces han sabido de cánticos a Isis Develada, al advenimiento de un nuevo mesías, que según un enigmático Libro de Dyzan, encarnará en la India en un muchacho, y de retazos de invocaciones a Madame Blavastky y al coronel Olcott, de lo cual se deduce que las ceremonias no eran puramente espiritistas, sino más bien relacionadas con la Teosofía, porque de serlo se hubiese impetrado antes la tutela espiritual de Allan Kardec.

Pero he aquí que hace más de un mes, se esparció por Santurce la noticia de que Madame Adela preparaba un viaje a su Santo Domingo natal, apremiada por una repentina, y mortal, enfermedad que aquejaba a su padre, para lo cual había visitado al cónsul dominicano, de apellido Morillo. Lo que no se supo entonces fue que Epigmenio Pancorvo, el más despechado, relegado y sin ninguna posibilidad de triunfo admirador de Madame Adela, había tomado ese viaje, no como lo que era, o sea, el abnegado tributo final y la reconciliación de una hija con su padre que, ya moribundo, le perdonaba su desliz de juventud, sino como si se tratase de un pretexto ideado por aquella bella mujer inaccesible, para encontrarse con algún amante secreto, quien, muy probablemente, la retendría a su lado, allá lejos.

Nunca pudimos imaginar que el anodino Epigmenio Pancorvo, extensión silenciosa de su propia caja contadora, fuese capaz de una canallada, como la que hizo, al escribirle al mismísimo generalísimo Trujillo bajo el pseudónimo de Jacinto Vélez, indicando que se le podía responder al apartado postal 2063, de San Juan. La carta en cuestión decía así, en su parte más comprometedora:

“...Esta sociedad de conspiradores dominicanos viene reuniéndose cada martes y jueves, en casa de una mujer muy inteligente conocida como Madame Adela, residente en Santurce desde hace varios años, la que es una enemiga muy fuerte del gobierno de Su Excelencia, y acaba de solicitar permiso de entrada a su país. Usted debe tomar mucha precaución con ella...”

Como suele suceder con las infamias de este tipo, desde Santo Domingo instruyeron al cónsul Morillo para realizar una exhaustiva investigación sobre Madame Adela, sus reuniones teosófico-espiritistas, y sus invitados de martes y jueves, por lo que, a pesar del tacto extremo conque este cumplió su cometido, el barrio supo, o mejor dicho, logró entrever de qué se trataba, y quién había sido el calumniador, lo que le provocó diversos contratiempos a Epigmenio Pancorvo, desde aparecer apaleado en un callejón, sin poder identificar luego a sus agresores, hasta casi electrocutarse al cambiar un bombillo del café, con lo que desató un conato de incendio en el que pereció su querida caja contadora.

Como la opinión de todos resultó más que favorable a Madame Adela, el propio cónsul Morillo respaldó su solicitud de visa, de lo cual nos enteramos por uno de los escribanos de su oficina, sobrino de la solterona más chismosa del barrio. De mano en mano circuló la copia de su respuesta a un alto funcionario de Trujillo, de apellido Paíno Pichardo, al que trataba de “Señor Secretario y amigo”. El fragmento más relevante de la misma era el siguiente:

“Tengo a bien informarle que la señora conocida por Madame Adela, solicitó por intermedio de este Consulado su visa, con fecha 31 de marzo, y recibió la debida autorización para viajar, por parte de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, con fecha 10 de abril. Realizadas las averiguaciones pertinentes, hemos podido constatar que dicha señora nunca se ha dedicado a actividades subversivas contra nuestro Gobierno. Lo que si hemos oído decir es que se dedica a inofensivas prácticas espiritistas y prédicas morales, lo que está muy generalizado aquí, habiendo adquirido fama de médium… No conocemos, ni hemos oído hablar nunca del tal Jacinto Vélez, siendo, quizás, alguna persona que oculta su nombre con algún fin interesado...”

Hace una semana que todo Santurce, menos Epigmenio Pancorvo, que quedó lloroso y roto en la trastienda de su negocio, con las manos y la cara embetunadas por las cenizas del incendio, acudió a despedir en el puerto a Madame Adela, quien partió más radiante que nunca, con su sombrilla de seda, su cuerpazo embutido en el vaporoso vestido de encajes, el perrito Miky bajo el otro brazo, y sus ojos de gamita ciega humedecidos de emoción...

Ayer Santurce amaneció enlutado, tras recibir la noticia de que esa bella y admirada dama había fallecido, trágicamente, en un accidente de tránsito, cuando el jeep en que se trasladaba a la finca de unos amigos, ubicada en medio de las montañas, se despeñó, acabando con su vida y la de su chofer.

Juran las viejas chismosas que en la madrugada, una bella mujer, idéntica a Madame Adela, iba de una habitación a otra de su casa vacía, bailando un vals con un caballero de capa de raso, mientras una bellísima dama antigua palmeaba a la pareja, y en su cabeza se balanceaba, con aire regio, una encantadora diadema de condesa.

Fue así, por reflexión y no por ímpetu, que de las cenizas de una mujer despechada, burlada y escarnecida, sacada mediante engaños de la casa paterna, y arrojada a la intemperie del abandono y los apremios, brotó esa hermosa flor de la libertad y las promesas que se llamaba Madame Adela.