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Diseño-Ficción

Los no lugares nos destinan a espacios insulares donde no se dilucida identidad propia o colectiva

Nunca olvido la primera visita que hicimos al apartamento de una amiga arquitecta. En la primera planta y frente al núcleo de ascensores, la anfitriona nos invitó a un condensado tour de estilos arquitectónicos. En los vestíbulos de cada nivel del edificio experimentamos una temática completamente distinta. Fue un trayecto cómicamente abrumador.

Conforme subíamos, se abrían las puertas y pasábamos del hermetismo medieval al más extremo de los minimalismos; del romance marroquí al misticismo budista; del colorido mexicano al ascetismo de un loft neoyorquino.

Construcción de la utopía

Hoy día es notoria la uniformidad de los gustos. Tanto las tiendas del hogar como los profesionales del diseño ofrecen una visión casi homogénea y sin divisiones estilísticas marcadas. Es el tiempo de los productos personalizados, pero fabricados en serie; del diseño “versátil, cómodo y divertido”, donde pocos se aventuran a las soluciones extravagantes. Esta sobredimensión del lujo y la novedad incuba un nuevo elemento: el entretenimiento, cimiento de la cultura del ocio que ha permeado todos los ámbitos domésticos con actividades dirigidas y reguladas.

 

A veces los usuarios se acostumbran a no explorar nuevas alternativas, porque los arquitectos y diseñadores no estimulan la posibilidad del cambio en sus propuestas. Al proveer respuestas inalterables acerca de lo que es habitar, y ante la promulgación estricta de lo que definen como diseño, estos profesionales reencuentran algo del sentido de su propia profesión en la transferencia de esa convicción a sus clientes; y estos, a su vez, experimentan el placer de la verificación cuando reconocen la misma rigidez en el interior de otras casas.

Los espacios tienen una gran significación social, porque simbolizan a quienes viven en ellos. La sustitución de un espacio de vida por un simple decorado provoca que tanto la arquitectura como el diseño de interiores sean reducidos a oficios escenográficos susceptibles del registro fotográfico. Se producen cosas que solo son agradables o perceptibles a la vista, en contraposición a otros sentidos, como el tacto, que arrojan una vasta cantidad de información acerca de los objetos que nos rodean. Es curioso que, en medio de la actual sensibilidad ecológica, se conciban utopías para consumir a través de imágenes, en lugar de proyectos para vivir.

 

Utopía, en su origen, es eso: “ninguna parte”. Son los “no-lugares”, de los que habla Marc Augé, que destinan a los individuos a la soledad y el anonimato; espacios fragmentados e insulares en los que no se puede interpretar la identidad propia o colectiva.

El mito domótico

Hay quienes postulan que los avances en inteligencia ambiental supondrán el fin de los problemas del hábitat. Este campo de investigación emergente incentiva la creación de espacios “inteligentes” que interactúen con los seres humanos a través de bio-sensores, proveyendo servicios solicitados o sugeridos.

El mito domótico consiste en pensar que la tecnología digital es superior a cualquier otro concepto tecnológico, y que su aplicación eliminará automáticamente cualquier dificultad en la percepción del mundo y la utilización de los espacios.

La inclusión de tecnología digital no se traduce necesariamente en buen diseño, pues aun con limitaciones y tecnologías rudimentarias es posible elevar la calidad de vida y provocar infinitud de affordances (propiedades no fijas que se manifiestan en el contacto con los objetos y que no son necesariamente evidentes o visibles, pero que consisten en la variedad de actividades que pueden realizarse con estos).

 

Los diseñadores somos gestores de affordances. Necesitamos hacerlos entendibles para acercarnos más al paradigma de los espacios y objetos significantes en la vida diaria, sin perder de vista que todas las marcas distintivas de la humanidad: el amor, la racionalidad, el significado y el temor a dejar de ser, también pueden aumentarse con un poquísimo o con ningún diseño.