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Estudiando en la flor de la adultez

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Estudiando en la flor de la adultez

Llega un momento en la vida de un adulto en el que entra a su casa y no encuentra a nadie. Lo que antes parecía una jungla con sonidos animales y todo, ahora luce desolado y vacío. Es oficial: los hijos han crecido y parece que necesitas cita para verlos.

Ante esta situación, y sin nietos en el horizonte cercano, tomé la decisión de volver a estudiar. Regresé a mi Alma Mater con una mascota debajo del brazo, mucho más cansada, pero con las mismas ilusiones y ganas de aprender que me acompañaron las primeras veces. Esta vez por dos años y en un tema que me apasiona: las relaciones internacionales.

Confieso que estoy feliz, a pesar de que debo llevarle cerca de 20 años a la alumna más joven, que con respeto y deferencia me llama “madre”, y sé que a mis espaldas, alguno se atreve a reírse de mi afán de tomar notas manuscritas existiendo docenas de formas de hacerlo menos engorroso. Pero estudiar, para mí, nunca se ha tratado de hacerlo más fácil, sino de aprender y crecer mientras aprendo.

Junto a mi mascota y lapiceros me acompaña la experiencia. Tengo 20 años más de lectura, análisis y resolución de problemas. También he criado con cierto éxito dos adolescentes y cuando los ánimos se caldean con mis compañeros más jóvenes, o los argumentos devienen en simple majadería, solo tengo que mirarlos de cierta forma para que las aguas vuelvan a su cauce.

Las clases y las tareas me encantan. Organizo mejor mi tiempo y tengo la mejor de las excusas si necesito zafarme de algún compromiso al que no quiero asistir. Ahora hay que llamarme antes si se me requiere en fin de semana. Por supuesto, hay gente que no lo entiende, pero mis hijas están felices viendo a su progenitora siendo feliz. Opinan de mis opiniones y hacen unas presentaciones chulísimas con sus modernas computadoras para que su madre se luzca en clase.

No soy la única. Cientos de personas en la “flor de su adultez” se han inscrito en universidades o institutos superiores para hacer realidad un sueño truncado de juventud o simplemente para ponerse al día en algún tema que les apasiona. No saben el ejemplo que dejan a su familia y lo bien que hace para su salud física y mental, aunque para los que miran desde fuera parezca una pérdida de tiempo, esfuerzo o dinero. Nunca voy a olvidar ver a mi mamá desfilando para recibir su segundo título universitario, esta vez una licenciatura, para dedicárselo a su entonces única nieta. Veinte años después de ese histórico momento familiar, esa misma nieta estudia medicina y tiene en sus abuelos sus mayores fans y su mejor apoyo.

Los compañeros de promoción de doña Himilce todavía hacen “juntaderas” e intercambian momentos muy agradables. Es que estudiar de mayor tiene su encanto. A estas edades, empezar o volver a estudiar no se hace para impresionar a nadie, ni siquiera para llenar currículo, se hace para retarse uno mismo, para alcanzar una meta. Es demostrarse que a cualquier edad siempre hay retos que lograr y algo nuevo que aprender.

Pienso que los profesores también se sienten mejor cuando hay alumnos de cierta edad en sus aulas. Seguramente no le harán trampas ni le sacarán “chivos”, y eso siempre tranquiliza, pero también los obligan a ir mejor preparados. Estos estudiantes canosos y algunos muy cansados, no tienen mucho tiempo para perder, no se conforman con respuestas simples y pueden rebatir con argumentos contundentes.

Estudiar expande el intelecto y tus redes sociales... las de verdad. Te relacionas, compartes y creas lazos que perduran en el tiempo. Puedes ayudar e influenciar mientras aprendes que el mundo cambió desde la última vez que enfrentaste un aula, pero que tienes una voz que alguien necesita escuchar. Si no lo has intentado, vuelve a estudiar después de los 40... es mucho más divertido que a los 20. Te lo garantizo.

Ilustración: Ramón L. Sandoval