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La niña de La Rambla

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La niña de  La Rambla

Estoy en Barcelona, Omar –mi amigo– me pidió que fuera a ver a su mamá y solo tengo dos días.

Barcelona es una ciudad que invita a caminarla, a disfrutarla y dejarte perder por sus calles. Encontrar a Gaudí en cualquier esquina, sumergirte en el barrio gótico y dejarte envolver por su magia, caminar su nuevo malecón y mirar al mar, y claro, una visita a La Rambla donde millones de turistas y nativos se dan cita cada día y con solo estar sientes el mundo palpitar. Los mimos más extraordinarios, la Marilyn que desde un balcón te tira besos, la boquería, el teatro, los cafés que se multiplican y con frío o calor, apretujados, caminar para saber que estás vivo, muy vivo.

He venido a Barcelona a presentar mi espectáculo ‘El canta, yo cuento’ junto a Víctor Víctor y Juan Francisco Ordóñez, una aventura que a mis 72 años me divierte y me da la oportunidad de abrazar viejos amigos y aumentar la lista con nuevos.

Barcelona es para no dormir, el solo dejarme llevar por sus calles, la Gran Vía, la torre Agbar, beber cava en cada esquina o un buen vino, los hay y muchos, comer hasta decir basta y conversar con los amigos sobre los temas del mundo.

Los dominicanos somos peculiares, desde que sabemos que alguien va a un lugar damos referencias, tienes que ir a tal lugar, comer en tal restaurante, visitar a mi primo, o tío, o mamá, como es mi caso.

En lugar de alojarme en un hotel me quedé en casa de Alex, un amigo que no solo me alojó a mí sino también a una pareja de actores con quienes viajé para presentar la obra ‘A veces grito’, monólogo que escribí hace más de 50 años y que con alegría ha resucitado gracias a la actuación de Alejandro Vásquez y la dirección de Raúl Martín.

Me lancé a la aventura y salí airoso, aplausos por doquier, fiestas, amigos y la satisfacción de saber que, dentro de lo que hacíamos, la dominicanidad estaba dignamente representada.

No puedo dejar de visitar a la mamá de mi amigo. Tengo la dirección apuntada en un papelito y, luego de caminar un buen trecho, voy bajando La Rambla hacia el número indicado. Estaré apenas unos minutos, daré un beso a la señora y continuaré mi camino, esta noche es la función.

Toco el timbre. Una voz alegre me responde, diría que demasiado alegre para la hora.

Subo en el ascensor y ya, en la puerta, una mujer sin edad me recibe. Una gran sonrisa, pelo gris.

–Entra, entra –me dice–, qué alegría tenerte aquí Freddy Ginebra (mi nombre completo).

Un apartamento coqueto, como intuyo, es la dueña. Siéntate aquí que estás más cómodo.

En la pared cuadros de Rafi Vásquez, libros, una mecedora, un lugar verdaderamente acogedor.

–Tengo 84 años –me dice ella–, vine para acá porque me cansé de estar sola y desde aquí me siento en el centro del mundo. Asómate y verás.

Obedezco. Desde su pequeño balcón diviso un paisaje impresionante de gente, de movimientos... –Fíjate –me interrumpe ella–, enfrente tengo un gimnasio, allá –y me señala una librería– restaurantes, supermercados, todo está aquí. No tengo ni que salir –continúa–, me siento en este balcón y tengo la ciudad a mis pies.

Esta puertoplateña sonríe. Es una anfitriona impresionante, luego me enseña sus mariposas, las colecciona, me regala libros que ya ha leído con sus recomendaciones, evoca su Puerto Plata de antaño, su familia, sus hijos y nietos, y sin perder la alegría toma una de sus mariposas y la pone en mis manos.

–Llévatela –me dice–, no sé qué mas darte.

Y ella no sabe que me ha dado todo, dentro de mí siento latir también su corazón dominicano.

Ilustración: Ramón L. Sandoval