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No codicie el empleo de su prójimo

A veces envidiamos los adornos de los cargos de otros. ¿Pero el trabajo mismo? Nunca

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No codicie el empleo de su prójimo
La gente que trabaja con nosotros, bajo nosotros y por encima de nosotros.

Me topé con un amigo periodista el otro día y le pregunté cómo le iba. Mal, me dijo. Acababa de no ser ascendido por tercera vez y se sentía tan poco querido que se preguntaba si no debía dejar su trabajo de una vez por todas.

Pero entonces me contó que se siente disgustado con su trabajo: se pone a espiar a otros en los suyos.

En trenes y aviones mira por encima de los hombros de empleados que están enviando correos electrónicos o estudiando hojas de cálculo, y escucha sus conversaciones. El resultado siempre es el mismo, y siempre concluyente. Lo que hace la gente durante su día laboral invariablemente le parece espeluznantemente aburrido. Por malo que sea el periodismo, otros trabajos son muchísimo peores.

Posiblemente tiene razón; pero aquí hay algo más que influye en el resultado. No es tanto que el periodismo sea mejor que la mayoría de las cosas. Es que el trabajo profesional es el peor deporte para espectadores que existe.

En la mayoría de las otras cosas en la vida, es un caso de yo-quiero-lo-que-ella-tiene. En los restaurantes, lo que otro ha pedido siempre luce mejor que lo que uno ha escogido. Pero cuando le echamos un vistazo a la gente en su trabajo, lo opuesto es cierto. Todo el trabajo de oficina visto desde fuera nos causa alegría de no tener lo que ella tiene.

Eso no es decir que a veces -o aun a menudo- no envidiemos los adornos de los empleos de otros. La autoimportancia. La vista desde el piso 23. El dinero. El poder. Las copas después del trabajo. Los viajes. La cordialidad. Todos son eminentemente codiciables, si uno tiene ganas de codiciar.

¿Pero el trabajo mismo? Nunca.

Para probar mi tesis me dediqué a mi propia labor de espionaje. Durante la hora de almuerzo salí de la oficina y merodeé por los cafés y lugares de almuerzo cercanos, orejas aguzadas, libreta abierta. Cada vez que escuché algo relacionado con el trabajo, lo escribí. Ésta es una muestra de lo que escuché.

“Hay preguntas sobre el sistema de mensajes en la diapositiva cuatro”, le dijo un hombre a su móvil mientras caminaba por el Puente Southwark.

“Hemos solucionado las cuestiones pendientes, así que estamos en gran forma para seguir adelante”, dijo otro mientras hacía cola para un sándwich en Pret A Manger.

Más tarde, cerca del metro del Puente de Londres, un hombre le comentó a otro: “No creo que pueda manejar su conducto”. Más tarde aún, en Starbucks, dos hombres de traje con maletas de ruedas a sus lados sostenían una conversación que iba así. Traje A: “¿Cómo estás posicionando la pieza CRM?”. Traje B: “Hay que crear valor alrededor de ella”.

Lo más extraño de mi espionaje no era el carácter aburrido de lo que decía esa gente. Era que sus caras no parecían nada aburridas.

En efecto, el hombre que hablaba de la pieza CRM lucía casi animado. Evidentemente, si uno está informado, este tipo de charla de trabajo tiene su singular encanto.

Mientras escuchaba a esta pareja, quienes alegremente lanzaban la palabra “materialidad”, oí a una mujer en la mesa atrás de mí decir: “Yo usé yogur griego en vez de doble crema y me quedó muy bien”.

De pronto me animé. Dada la competencia, este fatal trozo de conversación dietética me pareció fascinante.

¿Pero por qué es así? ¿Por qué a un extraño, la banalidad del yogur griego le parece más atrayente que la materialidad, la cual por su propia naturaleza es material?

La primera razón es que la conversación anterior es comprensible. Lo peor de las conversaciones de oficina es que son difíciles de descifrar. La segunda es que aún cuando se pueden entender, son casi siempre abstractas. En ninguna de las conversaciones que escuché pudiera haberme atrevido a adivinar cuál era exactamente el trabajo de la persona que hablaba. El único nombre común que oí fue “conducto”, pero algo me decía que lo que se manejaba en él no era ni petróleo ni gas.

Cuando estaba a punto de regresar a mi propia oficina oí a alguien decir: “Sí, él está en línea para que lo hagan Director Gerente. ¡Ya ves!”. Ella había agarrado mi atención. Me esforcé por seguir oyendo. Quería saber que era lo que veía, pero no dijo nada más.

Pero no importaba, porque yo tenía mi respuesta. Esto es lo que es interminablemente fascinante de las oficinas: la gente que trabaja con nosotros, bajo nosotros y por encima de nosotros.

Por lo demás, el trabajo profesional es un poco como un juego de Monopolio, castrado y excesivamente regulado. Es casi imposible comprar algo, mucho menos construir hoteles. Nuestra función es mover la pieza alrededor del tablero, una actividad que aunque sea aburrida e interminable, nos absorbe mientras la estamos desempeñando. A veces uno va más rápido que sus colegas, lo cual es agradable; a veces uno se mueve con más lentitud, lo cual es menos agradable.

Y si todo lo demás falla, siempre podemos contar con las £200 que recibimos cada vez que “pasamos por Go”.

© The Financial Times Limited [2014]. Todos los derechos reservados. Este contenido no debe ser copiado, redistribuido o modificado de manera alguna.