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Negras y mulatas de Gausachs

Aunque en nuestra plástica la presencia del negro y la mulata contaba con precedentes elocuentes (desnudos con modelos mulatas del mujerón finamente irreverente y liberal que fue Celeste Woss y Gil; obras del maestro trashumante Jaime Colson como Merengue, de 1936, en la cual la figura del negro tocando la tumbadora se halla integrada en el elenco de músicos del conjunto típico de este género vernáculo, mientras mulatos y mulatas estilizados de piel aceitunada se mezclan entre los bailadores danzando bajo la enramada), es con la llegada en 1939 de los refugiados republicanos españoles que el tema cobra relieve. Se podría afirmar que de fuera vinieron para "descubrirnos" estos nuevos cruzados revolucionarios expulsados de la Europa convulsa. Para beber sedientos en el brebaje de colores, alimentarse en la sazón de etnias que cuajaron en el rico macerado criollo. Como diría uno de los personajes de Jacques Roumain en Gobernadores del rocío: "He atravesado muchas veces la frontera: esos dominicanos son gentes como nosotros, salvo que tienen un color más rojo que los negros de Haití, y sus mujeres son mulatas con largas melenas".

Impactados por una morfología hasta entonces desconocida, musculosa, carnosa, voluptuosa. Por los intensos colores del Trópico, los olores marinos azufrados, la vegetación verde selvática. Los sonidos del tam tam despertando los instintos, animando el movimiento de los pies y la cintura. Asomándose a los "misterios" de los dioses, estos iberos se lanzaron a capturar la esencia de la dominicanidad solapada, para exponerla y dejarla al descubierto. Quehacer que se halla en la extraordinaria faena emprendida por el burgalés José Vela Zanetti, alentado por el arquitecto José Antonio Caro Alvarez, al plasmar en murales nuestra multifacética realidad en la Universidad de Santo Domingo, el Banco Central y el Banco de Reservas, el Palacio de Justicia, la cúpula de la iglesia de San Cristóbal y en la Basílica de la Altagracia, entre otros edificios públicos. En residencias construidas para Trujillo como la del Cerro en San Cristóbal y la de doña Julia Molina, así como en óleos de gran formato en colecciones privadas. Figura en el trabajo deslumbrado de Ángel Botello Barros, quien también fue atraído por el imán de Haití. Y alcanza dimensiones casi obsesivas en el arte del gran maestro que fuera el catalán Josep Gausachs Armengol (1889, Barcelona-1959, Ciudad Trujillo)..

Mi vecino de la calle Eugenio Perdomo en San Carlos -ambas familias, la Gausachs y la del Castillo Pichardo, compartían casas gemelas construidas por Mon Saviñón Lluberes sobre una suerte de farallón, hermosas, con amplias galerías y patios dominantes, portales y tragaluces con piezas multicolores de cristal repujado-, traté a este hombre maduro afable y reservado, cuyo hogar visitaba siendo niño como parte de mi ritual cotidiano de exploraciones circundantes. Don Pepe -lo retengo en la retina en camisilla sin mangas tomando el fresco, relajado- era una de esas referencias borrosas de la memoria, registro amable y grato, fuente de golosinas. El español de al lado de la Eugenio Perdomo. Al frente, otro muy querido, don Manolo Vela. Mi madre, una memoriosa sin par que nació en 1915 y se despidió lúcida hace apenas tres años, me lo aclaró un día en nuestras conversaciones interminables, repletas de sorpresas para mí, al constatar el prodigio y la certidumbre de sus innumerables detalles de datos. "José, ese vecino que te quería mucho era don Pepe Gausachs, el pintor español. Cuando eras niño vivías metiéndose en su casa. Yo le preguntaba si molestabas y siempre contestaba que no, que gozaban mucho con tus ocurrencias, con las ocurrencias de Josecito."

Este cruce vital con Gausachs -ignorante yo, por razones de edad, de quién era él- se repetiría con otras figuras emblemáticas de la plástica nacional. Como Jaime Colson, mi vecino de La Trinitaria 4 (casa de mi abuela), asomándose al balconcete envuelto en bata y bufanda de seda alojado en el hogar de doña Amparo Tolentino, viuda del poeta Tomás Hernández Franco. Aquél, una suerte de padrino del grupo Arte y Liberación en su base del Café Sublime, del cual era yo una especie de "mascota". Como Gilberto Hernández Ortega, habitué de la peña de mi querido Tongo Sánchez junto al poeta Mieses Burgos y el filósofo Pedro Troncoso Sánchez, convertido el pintor en una de las patas de las mesas sabias del bar de Juan Chea en el Hotel Comercial, compartida por mi primo Felo Haza del Castillo. Como Guillo Pérez, avecindado a vuelta de mi casa en la avenida Francia y poblado siempre de gallos. Soucy de Pellerano, residenciada a dos de la mía en la Martín Puche 5, cuyo hogar tolerante acogía en los 60 al buenazo de Cándido Bidó, Ramón Oviedo, Domingo Liz, Elsa Núñez, Giovanni Ferrúa, Humberto "La Bruja" Soto Ricart y Grey Coiscou.

Bajo el liderazgo galvanizador de vanguardias culturales en el amanecer libertario y en las jornadas de abril del 65, estos cruces continuarían al alero de Silvano Lora, cabeza vivificante de Arte y Liberación y del Frente Cultural Constitucionalista cuya exposición sobre el Canal de Panamá presenté en el Congreso Mundial de la Paz en Moscú, en 1973. Un movimiento que contaría entre sus filas con Iván Tovar, Ramírez Conde, Paul Giudicelli, José Cestero, Lepe, Norberto Santana, Asdrúbal Domínguez (mi hermano Jasón, grafista realista socialista y cubista de Perico ripiaos). Junto a los poetas Miguel Alfonseca, Jeannette Miller, Juan José Ayuso, Grey Coiscou, Héctor Dotel, Ramón Francisco, Aída Cartagena Portalatín, la madrina. Esta pasión se nutriría de la amistad con la gran Bacá, la mulata soberbia que es Ada Balcácer, anidada en el Epi Club de Ilander Selig, en su casa abierta de la Mejía Ricart y en el proyecto artesanal MAI (Mujeres Aplicadas a la Industria). Ganaría espacios en diálogos prolongados en el Mesón de Bari con el escultor Luichy Martínez Richiez, todo un caballero de corte parisino oriundo de Macorís del Mar. Mesón preferido por amigos artistas como Tomás López Ramos, León Bosch, Said Musa, Joaquín Ciprián Mordán, Alberto Ulloa, Juan Mayi.

Con el hombre de los gatos de La Cafetera, mi inolvidable camarada Dionisio Pichardo -quien me presentara a su maestro el escultor bilbaíno Manolo Pascual, director fundador en 1942 de la Escuela Nacional de Bellas Artes-, pasaría décadas de encuentros diarios. Con Eligio Pichardo apuraría tragos de ron en el bar restaurante Panamericano o en el Roxy, en el ocaso de las jornadas etílicas, en compañía del catedrático Carlos Curiel, de Condesito aviado con vampiresca capita negra y del culto periodista José Luis Parra. Todos bohemios insaciables del club de los corazones solitarios. A Amable Sterling -tatentoso alumno de Colson- le conocería al iniciar los 60 en el parque de La Romana, cuando pintaba los cartelones promocionales del cine del pueblo. A Aquiles Azar le he seguido en el trazo de sus dibujos, lechuzas vigilantes que hice mías, tristes payasos. Con Rincón Mora he trepado entre arcángeles por sus vitrales eclesiásticos y me he dejado seducir por sus formas y esa luz que nos salva, a nos, los pecadores.

Danicel me ha donado sus hermosas Marolas y una atenta amistad santiaguera de abeja laboriosa que se ha prodigado en la más completa memoria de las artes plásticas dominicanas. Daniel Henríquez me dio sus casitas y con ellas un pedazo del hábitat ingenuo de la patria. Charito Chávez -un viejo ardor adolescente- me ha llenado paredes con sus óleos que retratan rostros de gente llana, negra y mulata. Y Jorge Severino ha vestido de blancos encajes matrimoniales, de pan de oro, sus morenas espléndidas de labios carnosos, apetitosos, tocadas de cayenas rojo bermellón. Cinamon (ella misma su propio modelo mulata cubierta con pamelas pasteles), Menicucci, Thimo, Teté Marella, Cocó Gontier, Guadalupe, Rosa Tavárez, García Cordero, Aurelio Grisanty, Ureña Rib, Dionisio Blanco, Geo Ripley, Rodríguez Amiama, Vladimir Velázquez, Nadal Walcott con sus locomotoras cocolas, Luis Miguel Geraldino en cuadros de bares y transporte urbano, Harold bicicleteando, Polengard festejando, entre muchos amigos, me han hecho vivir más feliz.

Pero lo que es Gausachs me ha derretido el alma. Su magia me ha hecho naufragar en aguas profundas al contemplar más de un centenar de dibujos, gouaches, grafitos y acuarelas, óleos, obra de un hombre enamorado, deslumbrado por el pigmento de la piel negra y mulata que encontró en este pedazo del Trópico picapedrero. Escudriñador de formas y volúmenes encarnados en esos cuerpos desnudos quemados por la etnia y el sol. Paciente observador de la gestualidad de esa gente, a veces resignada, laboriosa, que le abría el corazón en la colchoneta de estudio. Indagador de los caminos de la patria, el catalán se metió por los meandros de los ríos, encontró lavanderas restregando la ropa con las tetas al aire. Negritos y negritas con sus moñitos hechos bañándose en la piscina natural que es el balneario Boca Chica fomentado por don Juan Vicini. Vales bien vestidos esquineando. Diablillos enmascarados. Mulatas con peinetas. Modelos preferidas como Lula. Y la presencia auspiciosa en retratos y descansos adormilados de Clara Ledesma, su alumna aventajada que poblaría el mundo de universos mágicos, de figurillas flotantes oriundas y habitantes de un sueño, del que uno no querría despertar.

Ave Gausachs, tus negros y mulatas te saludan.