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Sancarleño come arepa

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Sancarleño come arepa
Arepa
Se levantaba la vieja Emilia bien temprano, al despuntar el alba. Tras asearse, abría la puerta que daba al patio, echaba una mirada a su jardín y se dirigía a la cocina a preparar el aromático café que lo inundaba todo. Una manera de despertarme, como si fuera un llamado ineludible que penetraba suavemente por vía del olfato y nos seducía, atrapándonos. No era el café de greca, sino el de colada, con sus vapores traspasando el polvo negro sedimentado en el paño cónico de algodón. El líquido cayendo humeante en una jarra. Dos o tres pases, según el gusto. Más claro o más cargado. Y listo. Antes mi madre me había acostumbrado desde la niñez a presenciar, sentado sobre el mesón de la cocina, la preparación de esta bebida de dioses que desde entonces me persigue, dándomela a probar a sorbitos hasta desearla como se desea a una buena hembra, con la que uno realmente se encariña. La verdadera chispa de la vida, no Coca Cola, que se robó el cliché.

Emilia se servía el café en un jarrito verde pastel de metal esmaltado. Así era como le gustaba, negro, con un pan de agua fresco untado de cremosa mantequilla como compaña. De la misma forma lo prefería yo, pero en taza de porcelana y mojando el pan con el café, luego de probarlo y saborearlo solo. Era una suerte de ritual de pre desayuno. Su primo Luisito Piantini era el primero en llegar a eso de la seis. Se sentaba en una confortable mecedora serrana con asiento de pajilla a tomar café en tacita, fumarse unos Hollywood y leer plácidamente El Caribe. Entre pase de página oliente a tinta fresca, sorbo de café y bocanada de humo, la tos intermitente del fumador impenitente que era el buenazo de Luisito, casado con Miñita del Prado. Una mujer inteligente y dinámica, ella misma una suerte de periódico barrial.

Resuelto este preámbulo matinal, Emilia se encargaba de sus flores. Repasaba el jardín, especialmente el rosedal, los botones, las rosas abiertas, revisaba sus pétalos, si alguno mustio. Las prefería plantadas antes que cortadas. Llamaba la atención sobre algún nuevo desarrollo de sus flores, mostrándolo orgullosa. Miraba hacia los frutales. Examinaba la mata de guayaba que subía hasta al techo (las frutas verdes y las amarillas), los apetitosos pepinillos con su agrio jugoso. Las de aguacate, guanábana, coco, limoncillo y níspero. Las de jobo, mamón, tamarindo y cajuilito solimán que asomaban sus ramas desde los patios vecinos. El higuero y el parral plantados por tío Mané en torno al palomar. Echaba un vistazo a las conejeras, a los patos, gallinas, guineas y pavos de tío Pilín, así como a una pareja de chivos y unas cuantas cajas de abejas. A su retorno del recorrido de inspección disponía y supervisaba el desayuno que Negra y Tila preparaban.

Dos buenos huevos de pato de yema anaranjada tirando a rojo con jamón embuchado frito encebollado, ya con plátanos sancochados o fritos verdes. Una taza de chocolate espumante con pan y queso blanco. Jugo de naranjas exprimidas al instante endulzado con miel Campanita procesada por tío Pilín. Listo para la calle, ya hacia el colegio o a jugar con los amigos en el barrio en caso de feriado. Al regreso al filo del mediodía, me encontraba con la imagen de la vieja Emilia sentada en su mecedora. A su lado un par de cocos secos y en su regazo un guayo sobre un higüero ovalado, que le servía de apoyo para rallar los trozos de coco con aplicado esmero. Era señal inequívoca de que algo sabroso se proponía.

"Cheché, hoy voy a hacer arepa". "Pero que sea de las dos, de caldero y de burén", respondía yo de inmediato. "Si me traen las hojas de plátano te las voy a hacer las dos, ya mandé a sacar el burén. Con el coco que me sobre también haré dulce de coco con leche, con canela, pasas y su cascarita de limón". Unos maíces tiernos de mazorcas llenas esperaban su turno para pasar por el guayo hacendoso de la abuela. Reforzados con harina de maíz, leche de coco, mantequilla, huevo, sal, anís y azúcar, para formar, junto al coco rallado, la masa de la arepa salada de caldero. Misma que sería empleada en forma de panecillos alargados envueltos en hojas de plátano, para dorarlos sobre el burén, volteándolos para asar ambas caras. Un delicatesen hoy escaso que suele encontrarse en Baní en los alrededores del mercado. Exquisito manjar para la cena o el desayuno, con queso y mantequilla. O para perforar con sus puntas crocantes la yema de los huevos fritos.

En el patio, activados por Negra y Tila, los fogones trabajaban con cuaba resinosa y carbón hasta enrojecer los tizones. A la arepa de caldero -como reza el dicho popular- le tocaba coger candela por abajo y por arriba. En cambio las arepitas de burén se asaban por abajo, virándolas para cocerse uniforme. Al exudar, las hojas de plátano transferían a las arepitas un peculiar y delicado amarguito que impregnaba su corteza, más crocante, mientras la masa interior permanecía suave. El reparto se hacía con la más generosa torta que salía del caldero, con envíos obsequiosos a los vecinos. Yo me concentraba en las de burén, fresquecitas o recalentadas el día después. Porciones de arepa de caldero quedaban para sofreírlas y engullirlas con queso frito, jamón o junto al persistente e inmejorable huevo frito o el más bonachón pasado por agua.

Las arepas de Emilia eran seña de tradición familiar celebrada por el vecindario integrado en parte por sus primos los Piantini. No sólo la salada con trocitos de coco, para mí la preferida, sino también la dulce, con azúcar parda, astillas de canela, vainilla, pasas y ciruelas. Sus piñonates, majaretes, mala rabia, dulce de batata, buñuelos, pudin de pan, cabello de ángel. Los pastelitos rellenos de picadillo, aceituna, pasas y huevo duro. Aparte de los platos tradicionales dominicanos y los ajiacos, los platones ovalados de harina o polenta rellena. Suculentos, brillantes, de un amarillo rosáceo con tope de parmesano. El mismo jugoso picadillo pero con ajíes, tomates, cebollas, alcaparra, aceituna, huevo duro. Una masa de fina harina de maíz con leche, mantequilla, bija, sal. Un plato desarrollado entre los campesinos pobres en el norte de Italia, aprovechando el maíz que llegó de América.

Todo ensamblado en el laboratorio gastronómico de fórmulas mágicas de esta dama que fuera hermosa en su juventud, con su larga tersa cabellera que cuidaba con esmero ayudada por un juego de peinetas, su nariz aristocrática que le permitía aspirar ampliamente los olores vaporosos de la cocina y la fragancia del jardín. Sus labios finos para probar lo preciso y esas orejas grandes señoriales para ayudar a compensar la media sordera. Inteligente, organizada, ahorrativa, querida y respetada. Una mujer de su casa a la que nunca le gustaron los curas, pese a tener a la iglesia enfrente con su campanario reclamante de feligreses. Quizá precisamente por eso. Terca como los catalanes.

Estas arepas son un tesoro nacional. En San Carlos aparecían multifacéticas en las fiestas conmemorativas al culto de Nuestra Señora de la Candelaria y de San Carlos Borromeo, patrones del barrio fundado como pueblo extramuros por isleños en 1684. Justo en Canarias -tan importante su aporte demográfico y cultural en la fundación de pueblos en América durante el período colonial, fuente de cepas de caña de azúcar y de plátano que llegaron al nuevo continente en las naos de la conquista para plantar su huella alimenticia-, se adoptaron a vuelta de la flota española varias contribuciones americanas a la mesa de los isleños. Entre ellas el maíz, fundamental en la dieta canaria, que a su vez nos ha sido devuelto en forma de gofio, presente en Venezuela, Uruguay, Brasil, Santo Domingo. O de delicioso bien me sabe.

Otros pueblos de impronta canaria como Baní, rinden culto merecido al maíz en sus variantes de arepa, así como mediante la elaboración del harinoso tostado gofio que antes se vendía en colmados en conos de colores de papel vejiga. A veces premiados con un chele, cuando el peso era gente y el menudo valía. En Bayacanes, en la ruta cuesta arriba hacia Jarabacoa antes de llegar al santuario de La Altagracia, las mujeres preparan tortas gigantes de caldero dulces y saladas, que se ofrecen relucientes a la vera de la carretera con rumor de río de fondo. En puestos patrocinados por la Maicera, una división de Mercasid que produce la harina Mazorca. En la obra Herencia Gastronómica Dominicana editada por Pasteurizadora Rica y que tuve el honor de prologar, figuran diversas recetas de arepa originadas en las mejores tradiciones de nuestras familias, que honran la paila de las abuelas laboriosas y querendonas.

En Colombia, Venezuela y Panamá la arepa forma parte integral de la dieta, especialmente en el desayuno y como una torta que se rellena de carne de res o pollo ripiada, jamón, queso, huevos, a manera de emparedado, un bocadillo para cualquier ocasión. En 1964, durante mi primera visita a Caracas acompañando al equipo Estrellas Orientales en mi calidad de empleado de la Liga Dominicana de Béisbol -junto a mis inolvidables Arístides Álvarez Sánchez y Cuchito Álvarez-, me llamó la atención, tanto en los estadios como en el hipódromo La Rinconada, ver los mostradores de las cafeterías repletos de tortas de arepa de harina blanca, surtidos de las más variadas combinaciones, listos para servir. Tal como lo hacía Payan con sus completos, ready para la tostadora. Entre abundante ingesta de espumantes cervezas Polar, nos deleitábamos con este manjar que yantaban los aborígenes de estas tierras antes de que los europeos colocaran su planta colonizadora en el continente.

Galeotto Cei, en la obra Viaje y descripción de las Indias (1539-1553), nos refiere: "Hacen otra suerte de pan con el maíz a modo de tortillas, de un dedo de grueso, redondas y grandes como un plato a la francesa, o poco más o menos, y las ponen a cocer en una tortera sobre el fuego, untándola con grasa para que no se peguen, volteándolas hasta que estén cocidas por ambos lados y a esta clase llaman areppas y algunos fecteguas."