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Condeando en la Recámara del Tiempo

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Condeando en la Recámara del Tiempo
La Favorita Oferta Diciembre 1957.

El Conde que conocí en mi infancia y adolescencia era el dial comercial de la ciudad. Dominaba su recorrido inicial el Baluarte o Puerta del Conde -parte del amurallado defensivo erigido durante la Colonia-, donde reposaban los restos de los Padres de la Patria. Al acceder por el oeste quedaba atrás el paradisíaco Parque Independencia con sus jardines y arboleda bien cuidados, pérgolas de sombra para el descanso y la tertulia plácida, la majestuosa glorieta que anidó el ocio lúdico de generaciones. En un arco temporal que abarcó a mi madre, quien nació en 1915 en dicha vía casi con la Palo Hincado y jugaba de niña en ese su corral infantil de sociabilidad sana, golosinas de marines aparte. Incluyó a quien esto escribe y su generación, bordeando hoy los 70. Y que pudo alcanzar, al nacer en 1975, a mi primogénito, de no haber mediado el designio draconiano del doctor. Ejecutado con la "crueldad de un tártaro" -metáfora empleada al evocar al Meriño del Decreto de San Fernando- para echar abajo en 1976 la obra del arquitecto Nechodoma, concursada en 1912. En un santiamén de mandarrias autoritarias que sepultaron seis décadas de historia capitalina.

Como me comentaba encariñado Alberto Perdomo, en ese parque deslizamos nuestros sueños infantiles subidos sobre patines o montados en veloces patinetas. Dimos vueltas al trompo multicolor de los años felices. Correteamos despreocupados en la Glorieta remontando sus puentes arqueados. Nos dimos los primeros apretoncitos de manos con las mejillas sonrojadas. Y nos dejamos embriagar por la batuta encantada de los grandes maestros de las bandas militares de música, ora Loló Cerón, ora Fello Ignacio, ora Luis Rivera. Y esos metales sonando a pleno pulmón, marchas, valses, polkas, danzas, danzones y merengues, para deleite del público sano que asistía a las retretas.

Esa calle El Conde, transitada a doble vía, vibraba desde bien temprano, arrancando la jornada. Allí, los edificios comerciales principales de la urbe. Copello -encomendado por el pujante empresario italiano Anselmo C. a Guillermo González e inaugurado en 1939- alojaba la sede en Santo Domingo de La Tabacalera de Santiago, junto a despachos de líneas aéreas y oficinas. Los portentosos ejemplares del neoclásico que irrumpieron en la segunda mitad de los 20 para dominar la escena, Baquero y Diez, erigidos en hormigón por Benigno Trueba, encarnaban la más sólida presencia peninsular en el mundo de los negocios. Edificaciones emblemáticas como Cerame, diseño de Trueba, González Ramos (proyecto de Ruíz Castillo que siempre me enamoró con sus suaves soluciones onduladas y la limpieza de su estética), Saviñón -donde funcionó la Lotería Nacional dirigida por Mon Saviñón Lluberes y luego la tienda R. Esteva & Co., obra art decó de los Iglesias Molina. Modélicas construcciones como la Casa Plavime, La Puerta del Sol, La Opera, El Palacio, López de Haro, entre otras, engalanaban el orgullo de una ciudad limpia, coqueta y amable.

Las primeras plantas de esos edificios servían a tiendas de ropa y tejidos, calzado, electrodomésticos, ferreterías. Las superiores, destinadas a oficinas y en algunos casos a apartamentos residenciales, como aconteciera con La Opera, Diez, y López de Haro. Una de las últimas construcciones que se agregó a este conjunto fue el Edificio Bonetti, frente al Parque Colón, mirando hacia la estatua del Almirante y el costado norte de la Catedral, compartiendo acera con la Farmacia Marrero, el Bar Restaurante Canadá (hoy Palacio de la Esquizofrenia), la tienda Recuerdos Dominicanos, dedicada a souvenirs (artesanías, tarjetas postales) y a la distribución de diarios tales New York Times y Miami Herald y revistas como Life. Flanqueado al oeste por el Palacio Consistorial, el Teatro Capitolio, la Casa Brugal, y al este por el Palacio de Borgellá, la antigua Cámara de Diputados y el Palacio del Arzobispado. En la esquina Meriño, Pol Hermanos, papelería y materiales para arquitectos.

En el otro polo del recorrido de El Conde, bordeando el Parque Independencia, se ubicaba a lo alto el Edificio Gómez, con el Colmado Catelli en los bajos, operado por los Orsini, hoy en lamentable ruina. Al fondo el Cuerpo de Bomberos, marcando con sus sirenazos cíclicos el correr de las horas. La Farmacia Esmeralda mirando hacia las Mercedes y el Restaurante Mario de M. Chez, pilar de la buena gastronomía cantonesa e internacional. El Edificio de la ESSO, con Luis Amiama Tió al frente de la estación de expendio y servicio, y Andrés Freites en la gerencia general. Frente, el Hotel Presidente -luego Europa-, kilómetro 0 de la Duarte, lleno de historias esparcidas entre sus sábanas y salones. Restaurantes como el Roma y la pizzería Sorrento, con platillos italianos simplemente deliciosos. La Junta Central Electoral. La residencia de los Corripio, el Club Sirio Libanés Palestino, el Teatro Independencia, actualmente encapsulado su glamur por el empresario Gómez Díaz y Telemicro. Estación de gasolina y tienda de repuestos, entre Enrique Henríquez e Independencia.

El plantel levantado por los marines que alojó a la Normal y la Escuela República Argentina, demolido por las llamas en los 60. El inigualable restaurante y repostería propiedad de Meng el Chino. La Barra Dumbo, con ricos sándwiches y batidas refrescantes. Tropigás, pionera en estufas a gas, cuando todavía la energía era barata. Barberías como el Salón Independencia y la de Calín y Biel Leal Prandy en la Palo Hincado. La Farmacia Santa Cruz, el Colmado Santos y la Casa Pérez. El Acordeón, la tienda El Pilar y la Peluquería Marion, lo máximo en belleza. La Ferretería El Candado y el 1y5, una excelente cafetería del laborioso padre de mi compañero José Miguel Paliza.

En El Conde se encontraba de todo. Los italianos dominaban el ramo de joyerías y relojerías, con las razones sociales Prota, Di Carlo y La Veneciana de Giovanni Abramo. La Margarita de los Pellerano manejaba un área de perfumería y otra de juguetería, con su tradicional Santa riéndose mientras le cosquilleaban el pie. La Galería Auffant reinaba en las artes plásticas. El Salón Estudio Mozart de Atala Blandino, en instrumentos musicales, partituras, discos y grabaciones fonográficas -renglón que completaban La Guarachita de Radhamés Aracena, Bartolo I de Muñeca Hasbún viuda Selman y la Casa de Julio Tonos. La Curacao Trading Co. ocuparía la planta baja del Edificio Jaar, esquinando la Espaillat, con sus atractivas ofertas de neveras, televisores, máquinas de coser, en competencia con R. Esteva, que además distribuía equipos y material fotográfico Kodak. En la acera norte, Santiago Iglesias arrancaba con su taller de sastrería La Coruña, dando corte y costura a la elegancia en el vestir de los jóvenes que acudíamos allí.

Para los problemas de la vista -yo cegato desde la temprana adolescencia-, la Optica Alfaro atendida por los hermanos A., era garantía de calidad, seriedad y buen precio. Compañías de seguros asentadas allí fueron la base del emprendimiento de Máximo Pellerano Romano, uno de los grandes del ramo que Dios lo tenga en gloria. El surtido de farmacias, uno de los más completos, como para no morirse antes de tiempo: la Gómez, centro de la bohemia deportiva; la Castro; la Raldinis; la del legendario Lolón Guerrero, importador distribuidor de medicamentos y otros artículos. Coronando la Marrero, con un local hermosísimo que todavía se conserva gracias a una tabaquería.

En materia de ropa y tejidos, esta vía señalaba las tendencias de la moda, con las vitrinas de las tiendas exhibiendo los últimos modelos lanzados desde las capitales internacionales, siempre ajustados a nuestro clima. La Opera, con sus dos locales para caballeros y damas. El Palacio, Cerame, La Puerta del Sol, Ciro's, López de Haro, La Cibeles, Torrey. Zapaterías como Los Muchachos, La Favorita, La Elegancia.

Ferreterías, desde la Baquero, siguiendo por Morey, Cuesta y otras. Bares restaurantes como El Roxy y el Panamericano, de servicio efectivo y calidad real, a precios razonables. La legendaria barra de Juan Chea, en el Hotel Comercial de Alma, imán de lo más granado de la plástica, la poesía, el periodismo y la farándula deportiva. Cafeterías como La Cafetera de Franquito, solar de tertulias de generaciones de artistas e intelectuales, con su pasillo profundo cuyas paredes recibían las caricaturas de Eladio Sánchez y Eduardo Díaz. La más abierta hacia la calle, Sublime, donde la juventud de Arte y Liberación desarrollaba sus encuentros cotidianos, tras la decapitación del Jefe. El Jai Alai, reino de su majestad Pedro René Contín Aybar, el Aguila Herida que dominaba la crítica artística y literaria, contrapesado por el poeta Antonio Fernández Spéncer y sus seguidores, entre ellos los valores emergentes Marcio Veloz Maggiolo y Carlos Esteban Deive.

Un solo cine, el Santomé (antes El Encanto), pero al doblar la Duarte, el Teatro Rialto con sus hermosos tres niveles. En la Nouel, a pocos pasos, el Leonor. El ya referido Capitolio y frente a la Fortaleza Ozama, el de la Marina de Guerra. Obvio que el Olimpia, en la Palo Hincado y el Independencia. Y lo mejor sucedía en las tardes, cuando las muchachas que laboraban en las tiendas y oficinas finalizaban la jornada o las damas hacían su incursión para realizar compras. En ese momento El Conde se convertía en la gran pasarela de la moda. Se desplegaban piernas bien talladas, curvas marcadas por glúteos y senos robustos, los últimos estilos en el peinado y el maquillaje. Eran las horas febriles de los mirones apostados estratégicamente en las esquinas más concurridas, quienes floreteaban piropos desgranados al paso de las damas.

Era entonces cuando se caía en cuenta de lo que realmente significaba el término "condear". Algo así como sentirse en lo máximo, cuando apenas se contaba con lo mínimo.