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Erase una vez El Conde

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Erase una vez El Conde
El Conde con Hostos en la década del 30.

Aunque soy un "sancarleño come arepa" a mucho orgullo -criado entre La Trinitaria, Eugenio Perdomo, el parque Abreu, la 16 de Agosto, la 30 de Marzo y la Benigno del Castillo, con un vector de arraigo en la Martín Puche donde nací y retorné a los 8 años, un sector entonces abierto a las avenidas Francia y México, Dr. Delgado y Gascue, por el costado sur, y por la franja norte a la San Juan Bosco y su entorno que comprendía la San Martín y La Voz Dominicana-, tengo raíces familiares que me remiten umbilicalmente a la emblemática calle El Conde. Resulta que mi madre Fefita nació y desarrolló su primera infancia en casa de sus abuelos paternos Pedro Tomás Pichardo Aybar y Antonia Soler Logroño, progenitores de José Manuel Emilio Dimas de las Mercedes (y por añadidura ante tanto nombre, apodado justamente Lico, como se le conocía). Este, al igual que sus hermanas, oriundos de "la ciudad", como se decía. Nacidos como mi madre -que vino al mundo en 1915-, en la primera cuadra de El Conde, casi esquina Palo Hincado, en una casa de dos plantas en cuya primera tenía su abuelo Papa Pedro casa comercial y en la segunda residía la familia.

Mi abuela materna Emilia Sardá Piantini, sancarleña por ambos costados, no gustaba mucho de vivir con la familia de su cónyuge, fuera de su propio ámbito, razón por la cual se produjo un sube y baja constante entre El Conde y San Carlos. Que terminó imponiendo la terquedad catalana de mi querida vieja, estableciéndose los Pichardo Sardá definitivamente en La Trinitaria 4, al lado y al frente de los Piantini, los Morales, sus primos a quienes trataba como hermanos. Aunque no conocí a Lico ni a Francisco mi padre, fui formado bajo la impronta hacendosa de Emilia, Fefita, sus hermanos Mané, Toño, Bienvenido, Pilín, Llullú y la entrañable tía Carmen, una segunda madre que me regaló Puerto Plata. En tanto los hermanos de la abuela Emilia -Tutú, residente en la calle Duarte con Luperón, y Fellito, en la San Martín- eran visita regular en su hogar, el contacto con las tías Pichardo y con Mamá Tona Soler Logroño, lo mantenía vivo mi madre.

"Vamos José, a visitar a las Pichardo". Y así, tomados de la mano, bajábamos la 16 de Agosto o la 30 de Marzo, para efectuar el ritual familiar llegando hasta la Arzobispo Nouel y a otras direcciones de lo que hoy se conoce como Zona o Ciudad Colonial. De este modo, se hizo un hábito desde niño el recorrido por El Conde y sus contornos, con sus compensaciones de cine, golosinas y helados. Ella se sentía parte raigal de "la ciudad". Y con razón. Allí se había criado compartiendo en la calzada de El Conde y en el Parque Independencia, cuya glorieta adoraba, con sus amiguitas las Brinz, las Terc, las Cheij, las Haché, ella misma confundida con una "turquita", como me contaba. Ya que esa vía fue el primer asiento en la ciudad de la colonia siria, libanesa y palestina que luego se plantó en la avenida Mella. Igual, hizo sus estudios básicos en la escuela de las Pellerano y se formó en la Escuela de Economía Doméstica y Artes Industriales, graduándose en varias especialidades. Tomó clases particulares de piano durante dos años en la Meriño con Nouel, donde estuvo la Casa Brugal. Todos establecimientos de la Zona.

Por eso, "bajar a la ciudad" era para ella una terapia, al tiempo que aprovechaba para hacer la compra en la Casa Pérez frente al Parque Independencia y aprovisionarse en El Conde de tejidos, hilos, botones, zippers, encajes, para sus labores como costurera y bordadora. Y claro, visitar a su prima Eunice Piantini del Castillo -la única "prima doble" que hoy me queda-, quien junto a su esposo Aurelio "Chichi" Gautreau, operaba una tienda de calzado, La Elegancia, en la acera sur de la última cuadra de El Conde antes de llegar al Parque Colón, al lado del Palacio Consistorial -comercio que luego trasladarían a la avenida Mella.

La otra raíz familiar "condera" me viene por el lado de los del Castillo Rodríguez-Objío. "En la más vieja ciudad americana, en la calle del Conde en su cruce con Regina, en amplia y vieja casona colonial, de techo romano, llegaba al mundo un niño que se llamó Manuel Nemesio Rodríguez Objio", refiere Ramón Lugo Lovatón en su biografía del prócer restaurador, historiador y poeta, nacido el 19 de diciembre de 1838 y fusilado por Báez en 1871. Manuel Rodríguez Objío, mi bisabuelo paterno, nació en la esquina suroeste de El Conde con José Reyes (donde estuvo la Puerta del Sol), primogénito del matrimonio formado por el comerciante Andrés Rodríguez y Bernarda Objío, casados en la Catedral un año antes por el Vicario General Dr. Tomás de Portes. En esa casa tenía Andrés un comercio al detalle "en cuyos afanes le ayudaba siempre su esposa Doña Bernarda, quien según tradición familiar, no comprobada, era venezolana". Dos años más tarde nació Mariano, oficial restaurador en el campo de batalla de La Canela bajo el mando del general Cabral y diputado, y luego Andrea.

Luis Conrado del Castillo R-O, hermano mayor y preceptor de mi padre Francisco, casó con Mélida Morales Julián y residió con su familia en una casona doble en la Hostos entre El Conde y la Nouel, frente a donde estuvo la heladería Los Imperiales. Ahí todavía vive Tomás, el varón menor de sus hijos. Una casa que visitaba para recibir los afectos de tía Mélida y el cariño inmenso de Benigno, un primo solícito que ya yo adolescente se me pegaba durante mi trayecto por El Conde, compartía historias familiares y tomaba café como un ritual sagrado e incesante en La Cafetera operada por Franquito, tío de mi cuñado Dr. Luis Rojas Franco e hijo de don Polín Franco, conspirador junto a Jimenes Grullón, Vila Piola, Ángel Miolán y José Daniel Ariza en el complot para liquidar a Trujillo en Santiago en 1934, por lo cual guardaron prisión en las ergástulas infernales de Nigua.

El otro que "condeaba" diariamente rumbo a su oficina de abogados en la Meriño con Nouel, ubicada en el soporte sur del arquillo de la Catedral, era mi padre Francisco, cuya huella seguí por todas partes, tras las pisadas borradas por el tiempo. Uno de mis padres efectivos, el tío Arístides Álvarez Sánchez, tuvo oficina de abogado en el edificio del Roxy, El Conde con Santomé, siendo un imán de peñas deportivas, en su condición de antiguo voleibolista destacado y secretario de la Liga Dominicana de Beisbol Profesional. Entidad en la cual laboré bajo su dirección, siendo mi primer empleo.

Lo demás está muy hondo y multiplicado en la propia biografía. Mis barberos en la adolescencia y adultez fueron Calin Leal Prandy o en su defecto Biel, su hermano, de la Peluquería Victoria, sita en la Palo Hincado a pocos pasos de la vía. Protectores de la Chuta, quien muriera en Las Américas junto a sus compañeros del grupo Los Palmeros. Luego vino La Belleza, en la Sánchez casi El Conde. Entregaba semanalmente mi cabeza al dominio de las tijeras virtuosas de Berto Morales y también la chivita o candado que entonces llevaba. Brinio Rafael Díaz, José Francisco Peña Gómez, Papi Estrella Rojas y Leonel Fernández eran mis frecuentes contertulios en el banco de barbero. Mis primeros expresos y medio pollos fueron degustados, con ese aroma que inunda el olfato y lo seduce a uno, en El 1 y 5 de la Palo Hincado esquina El Conde. Propiedad del padre de mi compañero lasallista José Miguel Paliza. Un ser laborioso que nunca se separaba el tabaquito de la boca, mientras extraía de la máquina el maravilloso licor de dioses o lavaba las tacitas con esmero y pulcritud. Era una bebida tonificante, indispensable para ingresar y "conquistar" El Conde.

Más adelante, me esperaba el Café Sublime -baluarte de la juventud idealista de los 60's con Silvano a la cabeza-, el Jai Alai, donde la crema de la intelectualidad consagrada departía entre volutas de humo de cigarrillos Hollywood, Cremas o cigarros Aurora, fuma intercalada por alguna que otra pipa alimentada con picadura holandesa por Marcio Veloz Maggiolo. O la ya emblemática Cafetera que acogió como suyos a los republicanos españoles vencidos que llegaron al país en miles a partir de 1939 y que contagiaron con su entusiasmo revolucionario a los muchachos de Juventud Democrática y a los cruzados del Partido Socialista Popular que aspiraban democratizar el régimen y darle voz a los sindicatos. Que abrieron cátedra en la universidad, organizaron bibliotecas, editaron colecciones de obras, publicaron periódicos y revistas. Le trazaron nuevas rutas a la plástica dominicana y a la música culta. Enriquecieron con pluma y plumilla la prensa diaria. Embellecieron con obras permanentes la infraestructura física modernizante que la Era parió, bajo el aliento creativo de arquitectos talentosos.

El Conde no merece perder definitivamente todo su antiguo garbo. Cierto es que las vías, con el paso del tiempo, modifican su estampa. Nuevas dinámicas se imponen. Pero lo que vale debe preservarse y enriquecerse si procede. Unos buenos amigos, con motivo de mi anterior columna Condeando en la Recámara del Tiempo, han reaccionado con oportunos comentarios, como el del fraterno César Pina Toribio sobre la Librería Amengual. Otros han entendido que esta vía y su historia valen un esfuerzo colectivo, nunca entonar un réquiem. De modo que Fabio Herrera Roa, Alberto Perdomo y Gisela, Jorge y Mary Loly Severino, Victoria Pellerano Amiama, Marcial Corral Manrique, entre otros ciudadanos meritorios a los que les duele El Conde como parte de sus vidas, se han entusiasmado para hacer su aporte. En una tarea que concierne a muchos enamorados de ese territorio donde todavía la nostalgia es un valioso activo. Con ellos y otros que se sumen, haremos un recorrido reconstructivo por El Conde que fue. Para recuperar un pedazo importante de esta historia. Y quizá asegurar mejor destino. Les doy mi correo:

jmdelcastillopichardo@gmail.com.