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Un País Para Comérselo

“Jochelito, esas son lentejas, si quieres las tomas o si no las dejas”, así me introdujo la querida tía Carmen en la degustación de unos ricos potajes de lentejas o de arvejas que preparaba con papas, zanahoria, cebolla, ajíes y verduritas. Su padre, un español oriundo de Burgos casado con criolla de Puerto Plata, le habría familiarizado con estos platillos y otros como el pisto castellano que elaboraba con contagioso gusto. Mismo que ordené un domingo en los 80 la primera vez que visité Burgos, junto a una suculenta paletilla de cordero y patatas asadas. Apurando el sólido con buen tinto riojano. Preámbulo de una merecida siesta después de viajar en autobús desde Santander. Antes del bucólico paseo por El Espolón y la romería pagana por tascas refrescantes que se enredan en el entorno mundano de la bella Catedral gótica. Simbiosis maravillosa de ángel y pecado que sólo España sabe amantillar.

Así como el potaje de lentejas se me quedó aposentado en la memoria del paladar, así entró en mi mundo gastronómico la fabada asturiana. Un cocido hecho con fabes (alubias blancas que algunos realizan con judiones de granja), chorizo, morcilla, lacón, tocino, azafrán, pimentón, laurel. Que de plato regional ha ganado el favor de la barriga peninsular y se ha irradiado al mundo. Lo encontraba siempre en el restaurante Vizcaya de Lombardero, un refugio de artistas en los 50 que se ha mantenido vigente. Un plato bomba que gustaba a mi madre, al igual que el cocido madrileño que tiene en su centro a los garbanzos, con anclaje sefardita y larga historia, alimentado por carnes de vacuno, cerdo y ave, tocino y chorizo, papas, repollo, acelga y cardo. Que los dominicanos hemos reciclado para bien, haciéndolo nuestro como heredad filial.

Estos caldos españoles se me mostraron luego en sus variantes regionales, como el más ligero caldo gallego con presencia abundante de repollo, berza y grelo (brote de nabo), habas secas, papas, lacón, ternera magra, chorizo. Los potajes de garbanzo, tal el tradicional con chorizo y morcilla. Los más light con auyama, verduras (acelga, espinaca), bacalao. En Buenos Aires en los 60 disfruté la amplia oferta de las fondas gallegas a precios populares. En España –por toda su rica geografía regional exceptuando Galicia- he degustado la reverencia que las ollas rinden a los granos y sus múltiples combinacio nes, con los judiones de Cándido, el mesonero real en su mesón segoviano, zapateándome el apetito. En Santo Domingo he podido vivir el desarrollo de la reputada gastronomía ibérica durante medio siglo. Ni hablar de la Casa de España con su tasca y restaurante formal, junto a los festivales de cocina regional que organiza con motivo de las fiestas patronales.

Fui partícipe de los inicios informales de lo que sería el Mesón de Castilla, en la calle Dr. Báez, en inmueble de la artista Josefina Romano. Junto al joven periodista de Ultima Hora Carlos Cepeda, acostumbraba llegar al caer la tarde, al igual que amigos tenderos de la calle El Conde, como Miguel Torrón, Paco Linera, Tomasín López Ramos, Marcelino González y Marcial Corral Manrique. Las modestas lentejas dieron paso a un formidable establecimiento con los mejores salpicones de mariscos, pulpo y langostinos, lacones con grelos, chillo a la espalda con angulas, pierna de cordero, patatas a la diabla y otras exquisiteces, bajo la galante anfitrionía de Antonio Aragón Corrales y el tino culinario de Álvaro Mencía. A este último lo seguí (o perseguí) enamorado de sus sabores magistrales al Mesón de las Tapas, Casa de España, La Masía y el Mesón de Álvaro, donde quedó estampada su huella.

En el Bar América –originalmente cafetería con excelentes bizcochos, tostadas y helados- llegó Paco huyéndole a las expropiaciones del general nacionalista Velasco Alvarado en Perú. Y le dio un giro al lugar, incorporando el ceviche, los langostinos de rio al natural y otros platillos que revolucionaron el concepto del tradicional local frontal al Hospital Padre Billini. Tanto fue el éxito, que atrajo clientela de clase alta y estimuló a Paco a fundar el Jai Alai en la Independencia, todo un emblema de la cocina vasca y la ahora mundializada gastronomía peruana. Sucesivas administraciones han mantenido en operación el Bar América –incluyendo aquél entusiasta gallego concesionario que hacía la queimada con redobles de pandereta y coplas de conjuros.

Al lado del PLD en la Independencia, funcionó La Mezquita, con sus lentejas y chorizo, cochinillo horneado y buenas carnes, al que acudía junto a Jacobito Valdez y Freddy Agüero. Un sitio frecuentado por los fundadores de ese partido como Tonito Abreu, Euclides Gutiérrez, Gonzalo González Canahuate, Bosco Guerrero, Felucho Jiménez, Amiro Cordero Saleta. Que formaba el cuadrante coloquial –Farmacia Carmina, Bar América, La Mezquita y Panamericano- de un partido entonces de modesta clase media.

El Caserío –fundado por don Pedro Zabala Colón desde un carrito de churros en plena Revolución del 65- y la Taberna de María Castaña, en el Malecón frente a Güibia, hicieron historia por la vibra de una clientela alegre, la generosidad de sus platos –patente en el mesón cubierto de ofertas inevitables expuestas en gredas gigantes. Una mezcla de hermosas mujeres, políticos militantes, escuchas de altos quilates, jóvenes profesionales, pujantes emprendedores peninsulares, se confundía en ambiente irrepetible tras los 12 años duros del doctor. Era como un gran desahogo. Todo bajo la égida de los gobiernos del PRD –Guzmán y el de Jorge Blanco parido en sus entrañas festivas. Y las atenciones meritorias de Manolo Tojo, Eugenio Fernández y Emilio Montoiro -estos dos actuales socios del Boga Boga. Y el gran Pío, aporte criollo en el servicio.

La gama de restaurantes españoles capitalinos nos remite al Lina, fundado en los 50 por Marcelina Aguado de la Rosa. Base en los 70 -con fondos FIDE del Banco Central- de un hotel de 60 habitaciones, que ampliado hoy opera bajo el grupo Barceló. Símbolo máximo de una gastronomía que fue, con Memo bartender y su Ron Caña. El Cantábrico, heredero del local del viejo Lina en la Independencia, con una cocina insuperable en marisquería y pescados, integra una animada barra de profesionales parlantes. Reina de España, que funcionara en la Cervantes con mesón de lujo decorado con vitrales y cristales martillados, agraciado por la bonhomía servicial de don Severiano Lamadrid. El Museo del Jamón que mantuvo su hijo Angelito Lamadrid en la Plaza de España, hoy un reputado ganadero con su Hacienda España, antes ocupado en la distribución de congelados de pescados (Pescanova) y panes españoles pre cocidos.

Don Pepe, en su local de Pasteur y ahora en Piantini, es experiencia premium que manda repetirse como lo hacía frecuente Jacinto Peynado. El desaparecido Juan Carlos, preferido de Francis Malla y Juan Ducoudray (quien gustaba igual de las tabernas Vasca y del Pescador), dos caros amigos con los que compartí tiempo largo y buena mesa. La Quintana de la Atarazana, con sus potes bien cocidos y simpatía femenina familiar. Aquel Club Gallego Pontevedra que devino en Iberia, una casa formidable donde se come abundante y con calidad, reinan los pulpos, pescados y mariscos. El conejo rinde sus carnes tiernas a los comensales y los granos se fusionan con el arte de los mejores sabores.

También están la Taberna El Asturiano y el Centro Asturiano de la Bolívar, donde se puede degustar la fabada, chorizo a la sidra, arroz con leche como postre. Saborear el magnífico queso Cabrales parte de un universo de 42 tipos artesanales regionales, Gamonedo entre mis preferidos, que nos fuera presentado hace un tiempo por Román Ramos. En un encuentro memorable compartido en Punto y Corcho, con Franklin Báez Brugal, Manolito García Arévalo –colega de zafarranchos mandibulares en el Club de la Muela Inclemente, sección local de una cofradía internacional-, Peter Croes, Pichy Vega, el embajador argentino Jorge Roballo y Pedritín Delgado Malagón.

Una base gastronómica catalanista se la puede hallar en La Masía de la Arzobispo Portes, donde Rafael se esmera en brindar buena atención, mientras se siguen las incidencias de los partidos de fútbol en los que juega el célebre club Barça. Con música en vivo en las noches en su animado patio techado, se cuenta con faves a la catalana, butifarra con alubias, pescados all i oli, ensalada de bacalao, escudella, crema catalana y otras delicias. El Gallego, del buen amigo Pena Manso, ha ganado galones en poco tiempo, ubicado ahora frente a la Biblioteca Nacional. Allí Galicia manda, con sus emblemáticas empanadas de bacalao, lomo y chorizo, hechas en hojaldre divino. Caldo gallego, callos con garbanzos, pinchos, lacón, pescados –bacalao con ajo, pimentón, aceite de oliva, rodaballo-, pulpo a feira, queso del Cebreiro y dulce de membrillo, que disfrutaba como un niño el entrañable don Manolo García Costa.

El original Hostal Nicolás de Ovando de los 70’s tuvo una oferta de alta cocina. Recuerdo allí por vez primera al caballero Antonio Aragón Corrales introduciendo el menú impreso en formato grande blasonado. Hoy casi me he mudado al Boga Boga, un segundo hogar acogedor donde Emilio y Eugenio, secundados por su personal, ofrecen trato amable y buenos platos a los clientes.

La gastronomía dominicana –seducidos los nuevos chefs por las tendencias de fusión que impulsa la nouvelle cuisine- debe tomar nota de la experiencia de España, país inmensamente diverso en su riqueza gastronómica regional. Una excelente serie documental que presenta la TVE, Un País Para Comérselo, muestra cómo España –que recibe 60 millones de visitantes- afinca la promoción turística y cultural en sus raíces culinarias más emblemáticas. Unidas umbilicalmente a las tradiciones de su gente, al perfil productivo de cada localidad en el renglón de alimentos y bebidas. Y a la belleza de su geografía natural y urbana, plena de historia. Que nos invita a todos a degustar a España, como si fuese un delicioso bocado.