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Jesuitas de Abril

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Jesuitas de Abril
Barrios in Arms, de José A. Moreno.

Durante los casi cinco meses que duró el conflicto bélico del 65, un grupo de jesuitas jugó un papel destacado socorriendo a la población civil y a los comandos mediante la provisión de alimentos, medicinas y servicios de salud. José Antonio Moreno, Tomás Marrero, Manolo Ortega, sacerdotes cubanos de sólida formación académica en sociología y ciencias políticas animados por una clara vocación solidaria, contribuyeron con su presencia comprometida en la parte norte de la ciudad y en la zona constitucionalista a hacer más llevadera la existencia de la gente sometida a serios constreñimientos, habilitando a su vez algunos templos abandonados, como fueran los de San Miguel, San Lázaro y la iglesia del Carmen, para solaz espiritual de los parroquianos.

Jóvenes universitarios como el hoy arquitecto Danilo Caro –quien cursaba la carrera en Cornell- y el estudiante de medicina José Licha, mi ex compañero de curso lasallista a la cabeza de un grupo cooperante de origen libanés. El legendario comandante de San Lázaro, Manolo González, el Gallego. Galenos entrañables como Eduardo Segura –jefe del comando médico- y Eduardo Dinzey Mason, antiguo correligionario de la Alianza Social Demócrata quien prestó su clínica en el corazón de San Miguel. El reverendo García de la Iglesia Evangélica y el Nuncio Apostólico Emanuel Clarizio. Distribuidoras farmacéuticas como Gassó y Gassó y la organización católica Caritas. Asimismo, los muchachos enrolados en la guerra, fueron factores facilitadores en estas tareas humanitarias. Mientras las balas silbantes cruzaban raudas los espacios disputados, el fuego de tanques y morteros removía obstáculos y ablandaba resistencias, los jesuitas de Abril cumplían con su misión.

Cuando estalló la revuelta, en medio de la batalla del Puente Duarte, estos sacerdotes –como lo hiciera igual el padre Lemus- se movilizaron a brindar ayuda en los hospitales Morgan y Moscoso Puello, auxiliando al exhausto personal médico y a las monjitas españolas que atendían a una creciente población de heridos, así como a familias de los barrios aledaños que ante los bombardeos buscaron refugio seguro entre las paredes de estas edificaciones. Voluntarios del Cuerpo de Paz, desafiando instrucciones de la embajada americana que ordenaba evacuar el país, se mantuvieron firmes en los hospitales en gesto altruista.

José A. Moreno –quien colgó los hábitos para desarrollar una fecunda carrera académica que culminaría como profesor emérito en la Universidad de Pittsburgh, entidad donde compartí en dos estancias como profesor investigador en el 78 y el 90- narra esta dimensión poco ponderada de los eventos del 65 en su obra Barrios in Arms, editada en 1970, fruto de un esmerado trabajo de investigación. Para él, “la solidaridad del pueblo y la organización cívica fueron soporte esencial para dar fuerza y moral a las actividades políticas y militares en los altos niveles de la revolución”. Su participación personal a escala popular y la toma sistemática de notas, permitieron al autor/actor reconstruir dicha experiencia, plasmándola en su obra. De ella glosamos algunos pasajes, dada su importancia ilustrativa.

Conforme Moreno, la revolución del 65 se materializó a dos niveles diferenciados de liderazgo: el alto que pautaba la organización general y dirigía las negociaciones; y el medio y bajo que bregaba con la organización local e interactuaba cara a cara con los cuatro mil civiles combatientes que la apoyaron y los miles de personas en cuyo ámbito operaban los constitucionalistas. “Sin el apoyo de los civiles, la revolución no habría podido mantenerse durante los largos meses de negociaciones”. No eran éstos los protagonistas de primer plano, de los cuales se ocuparon profusamente la prensa extranjera, los organismos internacionales y las agencias de inteligencia norteamericanas. Pero en ese nivel inferior también se anidaron heroísmos cotidianos y se forjaron actores meritorios, tanto en las tareas militares como en las acciones cívicas.

Al estallar la revuelta el sábado 24 de abril, Moreno residía en la Avenida Independencia, en un sector de clase media alta, junto a Francisco José Arnaiz y otros miembros de la Compañía de Jesús. Desde allí se mantuvo informado por la radio, la televisión, la prensa y contactos telefónicos. Anduvo en un Austin –de los que importaba Donald Reid, presidente del Triunvirato derrocado- recorriendo la ciudad. El lunes 26 llevó amigos a donar sangre y visitó heridos en hospitales de la zona norte. Al otro día, al comenzar la batalla del Puente, se trasladó con el padre Tomás a los hospitales para ayudar a los heridos.

“Conduciendo lo más rápidamente que pudimos a través de una ciudad desierta, y bajo el ataque constante de la marina y de la fuerza aérea, llegamos al Hospital Morgan alrededor de la una y media de la tarde. Allí reinaba la confusión y la histeria: multitud de mujeres y niños de los alrededores del Puente Duarte pululaban en el edificio. Docenas de heridos continuaban llegando, a pesar de que el hospital ya estaba repleto. No conocíamos a nadie, pero el padre Tomás comenzó a organizar el segundo piso, mientras yo trataba de hacer lo mismo en la planta baja. En la sala de cirugía del segundo piso, los médicos y enfermeras realizaban operaciones delicadas mientras las balas impactaban en ventanas y paredes”. Esa noche Moreno preparó un chocolate que encontró en la cocina y repartió la bebida entre la concurrencia. “Al día siguiente fue todavía peor, ya que la poca comida que había en el hospital no era suficiente para alimentar a tantos”.

“Estábamos aislados, las comunicaciones cortadas, el agua y la electricidad agotándose. Fui a mi auto a buscar noticias en la radio”. Unos curiosos lo rodearon para escuchar, identificándose con los constitucionalistas, en contra de Wessin y el CEFA. “En ese momento –dice Moreno- empecé a entender los acontecimientos en su totalidad; el golpe elitista del 24 de abril se había convertido en un levantamiento masivo del pueblo contra las fuerzas de la oligarquía”.

“En medio del tiroteo continuo la ambulancia de la Cruz Roja traía más heridos. En la oscuridad, los médicos se vieron forzados a operar a la luz de una linterna”. José se las ingenió para usar el generador de la ambulancia Volkswagen y dar energía a la sala de cirugía, arrojando un cable desde una ventana. Médicos y enfermeras, exhaustos, recibieron refuerzos de reemplazo, incluyendo profesionales y estudiantes de medicina de Santiago.

“Dos días más tarde, los voluntarios de la Cruz Roja y del Cuerpo de Paz, vinieron con harina de maíz, trigo, leche en polvo y medicinas. El director del hospital me dijo que algunos de los pacientes se estaban debilitando porque no querían comer esa comida”. El síndrome del plátano hizo estragos, obligando al sacerdote a buscar esta musácea maravillosa en el mercado de Villa Consuelo, cuando se topó con los marines que habían trazado su corredor internacional y le negaron el paso. Tras vueltas, pudo llegar. “Gasté todo el dinero que tenía en mis bolsillos -$13- comprando plátanos y volví al hospital”.

Allí, el director le solicitó que lo llevara a Caritas, en el Malecón, a conseguir comida. Antes pasaron por la CDE y CODETEL para que les restablecieran el servicio. Obtuvieron toda la carga que podía llevar el Austin. Un sujeto que ayudó pidió una “bola”. Al llegar a destino y bajarse, empezó a desmontar “lo suyo”, trenzándose en discusión con Moreno, quien opuesto logró imponerse. Desde el Morgan, nuestro cura se movió al Moscoso Puello acompañado por el padre Lemus. Allí se ofrecieron al director, el Dr. Vicini, quien puso a Lemus a cargo de los heridos en la sala de cirugía y a Moreno, con dos jóvenes del Cuerpo de Paz, a sus órdenes. Lo primero fue encender las lámparas de gas aportadas por el CdP. Luego, activar un generador para las grandes lámparas de la sala de operaciones. “Los médicos estaban exhaustos, dormían tres o cuatro horas. Las salas estaban repletas y llegaban más heridos”.

“Permanecí en ese hospital durante diez días, ayudando en todo lo que pude”. Desde llevar una taza de café a un cirujano extenuado, cambiar sábanas o cargar cubos de agua por las escaleras porque no había agua corriente. “La escasez de comida y medicinas se convirtió en un problema serio: no había comida suficiente ni para los médicos que trabajaban de dieciocho a veinte horas diarias. Fui a una iglesia cercana a pedirle comida al cura. Me invitó a comer con él y después me dio toda la comida que había conseguido de Caritas. La llevé al hospital en la ambulancia de la Cruz Roja para que la gente hambrienta del barrio no pensara que el cura estaba dando comida a sus amigos”.

De esta experiencia, Moreno concluye que distinto a los de más edad, los médicos jóvenes favorecían a los rebeldes. El personal gerencial, conservador, los calificaba de comunistas. Las enfermeras, aún viviendo lejos y con el transporte colapsado, evidenciaron coraje y dedicación. Igual cocineros, porteros, barrenderos. Las monjas españolas del Morgan se mostraron corajudas y abnegadas, sorprendiendo que no se las auxiliara desde su propia comunidad por temores conservadores.

Las enfermeras del Cuerpo de Paz observaron una magnífica actuación en la revolución. “En el Moscoso Puello, una muchacha del Cuerpo de Paz, llorando, me contó que la embajada de Estados Unidos había ordenado a los voluntarios que dejaran el barrio sitiado y vinieran al hospital. ‘Si yo no puedo permanecer con esta gente ahora que están en peligro, no puedo volver a ellos después’, me decía. Luego, considerando su seguridad, la embajada ordenó a todas las enfermeras del Cuerpo de Paz que dejaran también los hospitales y estuvieran listas para que las evacuaran. Las enfermeras escribieron al Embajador que se quedarían en los hospitales bajo su responsabilidad. Un día uno de los médicos me dijo: ‘Sin estas muchachas aquí no habríamos podido hacer ni la tercera parte de lo que hicimos’.”