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Funeral del Poeta Combatiente

Miguel Alfonseca -mi querido vecino, bailarín de ballet, poeta, narrador, publicista, compañero de Arte y Liberación- escribió Funeral del Poeta Combatiente. Un texto que los lectores deben conocer sobre el ceremonial de despedida a Jacques Viau, acaecido el 21 de junio del 65.

"8:00A.M. Un grupo de personas en sillas, sobre la acera, entrando y saliendo contritas, me señala el lugar. Antonio Lockward y Antonio Lenderborg están sentados silenciosos, mirando lejanamente. Lenderborg tiene los labios levemente apretados y los ojos rojos y brillantes. En silencio los saludo. Lentamente avanzo, me detengo en el marco de la puerta, dos jóvenes armados velan en torno al ataúd, brillantes y cetrinos bajo la luz de los cirios. Junto a las paredes, mujeres cabizbajas se pierden en el dolor profundo que las consume. Los padres a la derecha, miran encorvados el cuerpo presente.

Jacques parece dormir tranquilo dentro del estrecho ataúd negro. Su frente, sus cabellos, están secos y apagados. Sus grandes pestañas se juntan bajo los párpados haciendo parecer el sueño más profundo. Rostro quieto, sin sudor, de gruesos labios acostumbrados a la palabra tierna, el diálogo reposado, el canto tenue, enmarcados por el bigote simple bajo la nariz que aspiró el aire y los olores de esta tierra.

No puedo avanzar más. No puedo acercarme hasta su lado y observarlo tranquilamente. Aquí, desde sus piernas, lo miro; desvío la mirada y vuelvo otra vez sobre su rostro joven, amado por todos. Jacques parecía estar llorando siempre, sin estruendo ni lágrimas, con una tristeza indefinible que le daba su extrema sensibilidad. Siempre he pensado en esa mirada verde y amarilla que parecía entrecerrarse húmedamente.

La bandera dominicana, la bandera verdinegra, la bandera de Haití cubren su ataúd. ‘L'Union Fait la Force' dice el escudo haitiano. Rosas silvestres, blancas y rosadas, lirios de lánguidas corolas, empiezan a cubrir el pecho de mi hermano. Sonia, la esposa del compañero Rafael Estévez, llora débilmente y aprieta su pañuelo sobre el rostro o lo deja suspenso en el aire como una banderilla mojada. Será madre, su hijo, desde el vientre, empieza a conocer el mundo al que vendrá. A su lado, Ana María y Rosita, están recostadas una de otra, agotadas de llanto. Ana María trata de ser fuerte, es la lucha, pero hubiera sido tan bello...

Chirrían los frenos de un auto: el Presidente Caamaño ha llegado; busca al padre de Jacques y ambos se confunden en un abrazo fuerte, como si apretándose desapareciera el dolor. Caamaño musita unas palabras en los oídos del hombre y la cabeza de Alfred Viau se derrumba sobre el hombro del Presidente, lanzando dos fuertes sollozos.

Salgo aturdido. Levanto la cabeza y tomo en una gran inspiración aire, como si estuviera asfixiándome. ¡Ancho cielo azul, terrible en tu extensión sobre la guerra! ¡Ancho cielo, remoto e inevitable sobre los muertos...! Interpelo a Antonio Lockward, -¿Cómo fue? -Complicación renal -responde- La urea le subió a doscientos. Quedamos sin hablar, el día comienza a ser tristísimo, de sol tenue, íntimo.

10:45 A.M. La mayoría de las personas se desparraman en la calle, frente a la casa doliente. El ataúd asoma por encima de las cabezas y comienza a caminar entre dos largas hileras de combatientes armados. Del mar se levanta una brisa salobre con olor a troncos y algas, cada vez más fuerte, que se cuela entre los cuerpos, bate los cabellos, pone a zumbar las hojas de laureles y de álamos. Suenan monocordes las suelas, como un chapoteo. Algunos de los que marchan levantan las cabezas, abstraídos, otros clavan las miradas en el asfalto gris o en las puntas de sus botas, los más miran el ataúd o hacia el frente, llenos de una tristeza limpia y profunda.

Los armados: rostros negros, mulatos, blancos y amarillos, rostros sombríos de la patria, donde la brisa barre el sudor y deposita briznas de polvo de los árboles. El silencio ha empezado a cantar la partida en el corazón de todos con agua ardiente y salada, volandera. La calle estrecha de asfalto oscuro, las aceras de cemento y de tierra de donde parten los árboles hacia el cielo, los enfilados laureles a ambos lados de la avenida hasta donde la vista se cansa, su sombra de mil formas, móvil, sus frutillas rojas y las huellas de los picos de los pájaros; las gruesas paredes ancianas, grises, del cementerio; las hileras armadas flanqueando el ataúd cubierto de múltiples banderas, que parece reposadamente navegar en el aire, inclinándose hacia un lado y otro, sobre los hombros de compañeros haitianos y dominicanos, los hombros de la isla. Y detrás... el llanto.

La pequeña casa con paredes de asbesto y tejado de zinc, situada junto a una valla lateral del cementerio, entre yerbas, laureles y pinos, frente al Parque Independencia, es la iglesia donde ahora ofician para Jacques. El aire entra por las persianas de la pequeña iglesia, mueve la llama de los cirios y esparce el incienso al tiempo que una claridad plateada resbala por los rostros apretujados, resaltando las lágrimas y el sudor. La yerba suave, dócil, salpicada de florecillas amarillas, cruje bajo las pisadas. Susurran los follajes de laureles y los pinos zumban como marea. El cielo es un agujero allá arriba, iluminado, lapislázuli.

Ha llegado el ataúd a su destino. El cementerio reducido, abigarrado de tumbas, con árboles frutales y el vuelo de las ciguas, se llena con la muchedumbre. Ahí está el nicho con su boca abierta, aguardando. Encima una vieja cruz de cemento me sirve de lugar, para observarlo todo. Bajan el ataúd, aprietan las banderas sobre él y lentamente lo introducen. ¡Jacques! ¡Están encerrándolo en ese lugar estrecho, oscuro y caluroso! ¡Su torso, su rostro, él, encerrado para siempre, aislado de los aromas del mundo, excluido a pesar de tanto amarlo! Para mí sería mejor que su cuerpo desapareciera bajo el cielo, entre los aires y colores del mundo. Sería más noble incinerar a mi compañero con madera de los álamos, que tanto amó, hasta que se integrara al viento de la isla, libre su cuerpo en la muerte.

-Compañeros... Es la voz enérgica de Antonio Lockward, la que habla... El compañero Jacques Viau que hoy hemos venido a enterrar, cayó bajo el fuego de las tropas invasoras norteamericanas cuando combatía en el ComandoB-3. ¿Cómo es posible que un escritor, un haitiano, se encontrara peleando en primera línea en la República Dominicana? Nadie en la sociedad puede evadirse al compromiso social, a su clase. Jacques Viau combatió por los trabajadores de Haití y Santo Domingo. Combatió como escritor y como haitiano en primera línea. Ha combatido por el nuevo Santo Domingo y por el nuevo Haití. Saquemos la convicción de combatir cada día más vigorosamente. Seguiremos su lucha. ¡Venceremos!

Quedan flotando las últimas palabras de Antonio, todo es un silencio, nadie sabe qué hacer por un instante, entonces me decido: -Compañeros... voy a leer algo breve que escribí esta mañana para Jacques. Me agarro de un brazo de la cruz y quedo con el cuerpo en el aire, mirando hacia la tumba. Mi voz sube, estentórea, mientras más fuerte sea, más podré evitar el llanto.

Responso para Jacques Viau Renaud.

Toda la isla para ti compañero./ Toda la tierra agridulce de los pueblos/ para ti compañero./ Todos los hombres,/ todas las mujeres,/ todos los niños de las patrias/ para ti compañero./ Derribado sobre el mundo/ entre la pólvora y los gritos,/ entre el llanto y los cantos libérrimos./ Compañero,/ la yerba y los terrones,/ los redondos álamos y los bosques,/ la garganta de los ríos,/ el clamor de los hombres,/ para cantarte./ Los brazos potentes del pueblo,/ para alzarte./ Las banderas de las islas/ para ondear tu sonrisa/ donde el amor derrota el tiempo./ Compañero,/ la libertad desde ti/ hacia nosotros,/ en tus cantos y en tus huesos,/ en tu corazón tranquilo/ integrado al renacimiento,/ a los hijos que vendrán/ de las entrañas del pueblo./ Por siempre,/ compañero.

Las vallas del cementerio han desaparecido, las casas y las calles, la ciudad ha desaparecido. Estamos en pleno corazón del bosque, rodeados de un cielo inmenso que nos presencia, inmersos en el principio puro del mundo. Las ciudades, las metrópolis, las civilizaciones, han desaparecido. Estamos en el origen. No acontecen los metales ni los inventos del hombre, sólo aire, agua, fuego. Estamos en el nacimiento.

‘Quisqueyanos valientes alcemos,/ Nuestro canto con viva emoción'. El pequeñísimo intervalo de silencio en el cual el tiempo desapareció, ha sido roto. Los hombres y mujeres cantan. Es el himno dominicano. ‘Salve el pueblo, que intrépido y fuerte,/ a la guerra a morir se lanzó,/ cuando el bélico reto de muerte,/ sus cadenas de esclavo rompió'. Las vallas del cementerio de nuevo están ahí. Las casas y las calles, la ciudad, han retornado. El recinto es pequeño otra vez, inundado de una luz blanca que deslumbra al chocar sobre la cal de las cruces, muy blanca, espectral. Las voces han callado y los árboles están inmóviles, misteriosos y húmedos, abovedados sobre el cementerio. El ritual se ha cumplido. No podrán quitarnos eso, que entonemos nuestro himno coronados de tristeza y decisión.

-No se vayan -dice alguien- los compañeros haitianos van a cantar el himno de su país. Reducidos en número, compactos, empiezan. ‘Pour le pays/ Pour les ancetres...' Hombres jóvenes, enhiestos. Madera inquebrantable, pedernal de la isla, cantan sin vociferar, enronquecidos por la emoción, cortando las estrofas al unísono, graves y profundos. ‘Pour le drapeau,/ pour la patrie,/ mourir est beau...' Los ojos me estallan en llanto. Esos compañeros de Haití, hombres del mundo, de nuestro tiempo, saben morir sobre cualquier punto de la tierra porque el oprimido es el mismo donde quiera y el opresor también.

-De un golpe, como un hachazo, las voces finalizan. La multitud se mueve y empieza a marcharse. Un grito desgarrado, sobrenatural, nos sobrecoge: -¡Mon fils! ¡Mon fils! Es el padre de Jacques que se despide de él. El aire se carga de sollozos, la tierra recibe agua humana."