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En la ruta duartiana, por las hojas verdes de Febrero

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En la ruta duartiana, por las hojas verdes de Febrero
Juan Pablo Duarte

Corren días sinuosos. Está marcada sobre la vereda, en los recodos de los caminos, tras las tapias, en andenes, sabanas y recovecos, la insignia de la apostasía, la traición, la vileza y el odio. Hay vacilaciones y miedos, itinerarios boscosos, vientos de tempestad, altares siniestros.

Estamos invalidados por la iracundia verbal, por la colérica frustración de los amargados y por las intermitentes volutas de la maldad. Hay muchos textos ilegibles sobre las ruindades en auge. Y el desacato a la razón es prioridad de la hora. Se ciernen sombras de entumecimiento y asombro, y los temores cruzan las calles, pasean por las avenidas, penetran a las casas, ascienden a los balcones. Hay divisiones acreditadas y otras -igualmente irreconciliables- que esperan salir a la superficie. Las fragmentaciones cubren todos los espacios: políticos, sociales, económicos, periodísticos, profesionales, empresariales, culturales. Sombras siniestras están marcadas sobre los caminos de la Patria, y pocos parecen atisbar sus alcances.

Siempre, sin embargo, hay lugar para la esperanza. Y un ámbito de luz -sin que medie la poesía en el juicio- puede abrir las compuertas para combatir el fraccionamiento, diluir el encharcamiento y enfrentar la engañapiñanga.

El país dominicano habrá de recordar, suponemos que en grande, el bicentenario del nacimiento del Fundador de la Nación. El 26 de enero de 1813, en una casa del barrio de Santa Bárbara, nacía Juan Pablo Duarte, hijo del comerciante español Juan José Duarte, venido desde la lejana Vejer de la Frontera, en Cádiz, y la seibana Manuela Diez. Esto quiere decir, que el próximo 26 de enero se cumplirán doscientos años de que el futuro creador de la nacionalidad dominicana llegara a la vida, una vida que entregaría sin dudas a un ideal que comenzaría a producir sus frutos treinta y un años más tarde, el 27 de febrero de 1844.

No habrá ocasión mejor, pensamos nosotros, que la que este bicentenario parece estar sugiriéndonos, para propiciar un ambiente de armonía, de conjunción de intereses, de delineamiento de tareas comunes, de emprendedurismos sociales y políticos para detener la curda sangrienta del desajuste social y la criminalidad rampante, y crear un ambiente de reflexión que nos saque del parloteo infeliz, nos libere de la garrulidad y nos cuide la emboscada en la que podríamos caer todos si perdemos el norte patrio.

El 2013 es el año duartiano. No es solo para celebrarlo el 26 de enero, sino para propiciar un amplio espacio de recordación y meditación nacional durante todo el año, basado no en el discurso político, ni en la verba intelectual, ni en el discurrir del hacedor de opinión, sino simple y llanamente en el pensamiento duartiano, en la valoración de lo que Pedro Troncoso Sánchez llamó "la faceta dinámica de Duarte", o sea el estudio de su pensamiento, la elevación de sus virtudes y la práctica de sus orientaciones que el Fundador dejó plasmadas con toda certeza y clarividencia.

Poco, o nada, escucho hablar sobre esta magna celebración, aunque advierto que puedo estar desconectado de los preparativos que estén consumándose. Pero, presumo, que en medio de la barbulla mediática de nuestros días -de múltiples arcadas- la celebración pueda estar siendo dejada de lado, olvidada, pospuesta, reducida. Y ninguna situación debería impedir una celebración alta, digna y de frutos tangibles, como la que merece el forjador de la patria dominicana, el prohijador del gentilicio que nos distingue y el idealista que tuvo la osadía de creer que podíamos constituirnos en una nación. En fin, el que nos permitió ser lo que hoy somos, con nuestras virtudes y defectos, y el que merece reconocimiento sin tapujos ni limitaciones. Sería el colmo que neguemos al Padre Fundador el homenaje que se merece.

La mayoría de los grandes estudiosos de la vida y el pensamiento de Juan Pablo Duarte, han desaparecido del escenario de la vida. Tiempos hubo en que fueron constantes los estudios, las biografías, las crónicas, las investigaciones, los ensayos, las recopilaciones, las publicaciones sobre el Padre de la Patria. Hoy, sin duda, resultan escasos, tal vez porque en los trabajos de esos historiadores y cronistas, se encuentran condensados los hechos fundamentales que determinaron la elevación al altar mayor del hijo de Manuela y Juan José Duarte. Partiendo del ideario dado a conocer por su hermana Rosa, hay que mencionar, entre una relevante lista de autores duartianos, a José Gabriel García, Federico Henríquez y Carvajal, Alcides García Lluberes, Emilio Rodríguez Demorizi, Vetilio Alfau Durán, Max Henríquez Ureña, Guido Despradel Batista, Joaquín Balaguer, Pedro L. Vergés Vidal, Enrique Patín Veloz, Carlos Federico Pérez, Pedro Troncoso Sánchez, Andrejulio Aybar, Federico Carlos Alvarez, Mariano Lebrón Saviñón, Julio Jaime Julia, Carlos Aníbal Acosta Piña y Alfonso Lockard. El reto de recuperar ese pensamiento en el año duartiano que se avecina, corresponderá a los que hoy ejercen con fervor la militancia duartista, desde el fragor historiográfico o desde la exaltación misma de la obra y pensamiento del patricio. Hablo de Juan Daniel Balcácer, Adriano Miguel Tejada, Orlando Inoa, Roberto Cassá, Mu Kien Adriana Sang Ben, entre otros.

Duarte no puede ser ignorado, ni manipulado, ni olvidado, ni descuidado. En medio de los avatares de esta cotidianidad maltrecha tan proclive a la desidia, los dominicanos no debemos, ni podemos, ignorar a Duarte en el bicentenario de su nacimiento. Y no debemos, ni podemos, reducir la trascendencia de esta efeméride a simples actos protocolares, romería de ofrendas florales, desfiles estudiantiles, editoriales de prensa o simples encuentros recordatorios. Tal vez todas estas acciones deben formar parte del entramado conmemorativo, pero hemos de recordar siempre que Duarte no puede seguir siendo, como dijo el poeta, "una avenida tumultuosa de gentes que lo ignoran/ y que venden y compran y se aman y mueren bajo su nombre". Debe ser, tiene que ser, mucho más.

Proponemos pues, desde nuestro escaño de duartiano militante, una serie de acciones que implique a todos los sectores, sin distinciones; que cubra a toda la amplia gama política y social; que congregue aulas y púlpitos, academias y talleres, corporaciones y sindicatos, prensa y tribunales, teatros y templos, ferias y coloquios; todo el quehacer nacional, todo el ámbito patrio.

Una lista limitativa debería tener en cuenta -debió hacerse ya- la convocatoria a un concurso nacional sobre el pensamiento duartiano; la realización de certámenes regionales dirigidos exclusivamente a la población estudiantil; obras de teatro (en la que Franklin Domínguez ha sido un precursor); reediciones, en gran colección, de toda la gran bibliografía duartiana; un amplio programa de disertaciones a nivel nacional e internacional; la lectura de trozos del ideario duartiano, diariamente, en programas de radio y televisión, en las sesiones congresionales, en las reuniones ministeriales, en las aulas de los centros escolares y universitarios, en las celebraciones litúrgicas y en los cultos evangélicos, en las reuniones de los entes empresariales y en los encuentros de los buró políticos. En todos los ámbitos que resuene, durante todo el 2013, la voz del apóstol, para que Duarte sea, como lo afirmara Julio Jaime Julia, "un camino y una meta, un ejemplo y un destino, un medio y un fin".

Pedro Troncoso Sánchez, uno de los pensadores de mayor consistencia en la vocación por la obra y el pensamiento del patricio, difundió un "decálogo duartiano" que ha de recogerse íntegro para la celebración de la efeméride el año próximo. Ese decálogo, extraído del pensamiento sagrado del Padre de la Patria, define sin ambages las virtudes duartianas: amor, estudio, diligencia, valentía, dotes de líder, tacto político, dotes prácticas, nacionalismo, honestidad, modestia. Ahora que se habla de retomar los valores en los que fue educada una gran parte de nuestra población (resulta obvio que otra parte importante parece que no), abrevar en este decálogo duartiano, como en el ideario mismo del patricio, es exigencia de la hora, necesidad de nuestro tiempo.

Juan Bosch escribió una vez en Vanguardia del Pueblo que "Juan Pablo Duarte tuvo el coraje de creer que en un territorio pequeño, deshabitado e incomunicado interior y exteriormente podía establecerse una república. Para creer eso era necesario tener una fe inconmovible en la capacidad de lucha del pueblo dominicano, y Duarte la tuvo". Esa máxima boschiana debiera servir de guía para enaltecer los valores que encarna el Padre de la Patria, ahora que, como en otros momentos de nuestra historia, se hace urgente, como pedía el poeta Juan Sánchez Lamouth, "volver la cara hacia las hojas verdes de Febrero".

"Duartianos, duartianos en toda la riqueza y extensión de la palabra", afirmaba Emilio Rodríguez Demorizi que debíamos ser todos los dominicanos. En cada uno de nosotros debería existir una vital preocupación por revivir y poner en práctica las virtudes de Duarte, hoy que "hasta las llanuras desean sus palabras subterráneas".