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En La Habana, con una dama de fina estampa

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En La Habana, con una dama de fina estampa
Con Fina García Marruz y José Martí, en La Habana.

De nuevo, en La Habana. La capital cubana tiene su halo de misterio, una indescifrable materia en donde muchos forjamos un abrevadero de añoranzas y en cuyas vías caminamos absortos como si acaso, alguna vez, en tiempos remotos, hubiésemos hecho vida en sus anchos espacios de historia. No puedo saber a cuántos les pasa, pero La Habana es una ciudad entrañable, donde alguna vez uno percibe, casi siente, que pernoctó nuestra alma. En una ocasión, hace muchos años, caminando por la calle Obispo junto a Freddy Ginebra y amigos cubanos, sentí la sensación de haber estado antes en ese espacio y hasta me aventuré a advertir lo que encontraríamos al salir de la cuadra para entrar en otra, como al efecto ocurrió. Un déja vu lustrado de arcanos memoriosos sin explicación posible.

Bulliciosa en el día, silenciosa en las noches, preñada de ruinas, La Habana es una ciudad congelada en el tiempo. Un visitante normal y corriente, tal vez sólo alcance a ver sus miasmas y regrese a su origen sacudido por la visión que no esperaba. Otros, sin embargo, entre los que me inscribo, vislumbramos su médula, su decir histórico, sus alturas, sus abismos, para poder encontrarnos con su andadura de estaciones intemporales, con el estrépito de su discurrir, tan lleno de sucesos que marcaron la herencia que sobrevive en su plasma.

He dicho otras veces que mi amor por La Habana debe venir desde niño, donde un vecino de mi casa materna, Momón Canó, cuando ya la vecindad iba a la cama en hora tempranera como era antes, encendía su poderoso Telefunkem a todo volumen y dejaba que todo el barrio disfrutase -nadie protestó nunca por aquella pasión radial del diligente vecino- de las parrandas musicales de Benny Moré, de La Sonora Matancera y las otras grandes estrellas que ha dado el arte, por siglos, en la tierra cubana, y desde CMQ o la Cadena Oriental (donde hacía la crónica deportiva Guillermo Henríquez Rossell que, con el caminar de los tiempos sería mi compañero de trabajo en una radiodifusora de Santo Domingo), uno seguía la pelota cubana, con sus toleteros y serpentineros de cartel -nunca olvido los nombres de Orestes Miñoso y Perucho Formental- y sus equipos, que como el Almendares, no se por cuál razón, era mi favorito. A esta historia radial, habrá que añadir en los prolegómenos de nuestra empatía con la cubanidad, la lectura de Carteles y Bohemia, revistas a las que mi madre estaba suscrita, y de las cuales recortaba las figuras de sus peloteros y artistas para colocarlas en álbumes rústicos que, cuidadosamente, producía y guardaba. El Boletín Salesiano contribuyó mucho también a esta pasión cubana por la cantidad de noticias que traía de la vida religiosa en la Cuba de entonces, que se acentuaba con la llegada periódica a Moca del Inspector Provincial de las Antillas de la sociedad sacerdotal de los hijos de Don Bosco, un cubano de hablar sonoro, alto y corpulento cuyo nombre nunca olvido, el padre José González del Pino.

Mis amigos de aquella época dicen que me recuerdo de cosas que sucedieron antes de nacer, porque estos hechos que ahora rememoro tuvieron que haber sucedido antes de que yo cumpliese los diez años de edad, porque a partir de 1959, con el arribo de los expedicionarios de Constanza, Maimón y Estero Hondo, la radio de Momón Canó tuvo que ser silenciada, a causa de la severa disposición de la dictadura trujillista de perseguir y encarcelar a quienes sintonizaran emisoras cubanas. Recuerdo ahora que la familia de los Guzmán-Bencosme, que eran nuestros vecinos de al lado, entraban al dial de esas radiodifusoras a altas horas de la noche, y escuchaban las noticias y comentarios sobre la realidad dominicana de aquel tiempo aciago, en sesiones en las que, en ocasiones, mi madre participaba, por lo que muy temprano supe que a Trujillo le decían Chapita por una indiscreción de uno de los hijos de aquellos inolvidables y queridos vecinos, que lo contó en mi casa, en mi presencia. Lo que importa ahora es saber que mi cubanía, que no es política, tiene casi un carácter ancestral, y está hecha de vivencias que poblaron nuestra vida de infantes -son muchas más-, y tal vez, dejémoslo de ese largo, de hechos que no sucedieron en la realidad que no conocemos y que se sitúan en ese espacio de incógnitas que el misterio edifica.

Esta introducción, tal vez no prevista originalmente en el diseño de estas notas, viene a cuento a propósito de mi pasión por la literatura cubana, y digamos por todo lo que tenga que ver con Cuba, venga de adentro o de fuera, a un nivel de que en mi biblioteca los anaqueles reservados a la bibliografía cubana ocupan el espacio mayor, obviamente después de la dominicana, pero por encima del de otras nacionalidades. Y por este delirio cubano, me he internado siempre en la firme masa de su rica literatura, la de ayer y la de hoy, la que se construye desde dentro y la que se erige con toda su valía desde fuera, al fin y al cabo, ninguna nacionalidad tiene un sello propio tan distintivo y sólido, y el "ser cubano" palpita en cualquier territorio, sólo con las variaciones propias de los desamores y las disidencias. Quiero decir, el cubano es el mismo en cualquier latitud del pensamiento o de la geografía.

Por esa pasión cubana, repito, conocí la obra de Fina García Marruz, y antes la de su fenecido esposo Cintio Vitier. Uno siempre se duele de no haber podido conocer figuras de talla universal en el campo literario. Qué envidia tengo por Freddy Ginebra que entrevistó a Borges en Buenos Aires; con aquellos que intimaron con Octavio Paz (guardo una larga e inolvidable conversación en el antiguo Fellini, en compañía de Pedro Delgado Malagón, con Enrique Krauze, discípulo de Paz); y así con los que contactaron en vida con Lezama Lima, y otros muchos de la gran literatura cubana. Fina García Marruz es uno de esos pocos objetos sagrados que aún quedan del añoso oficio de la escritura en Cuba. Este mismo año le entregaron, en ausencia -el lauro lo fue a recibir a Salamanca uno de sus nietos- el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, y al visitar La Habana quise verla, para conocerla, para tocar sus manos, para escrutar en su mirada, en su perfil, en su aroma, la vitalidad de la poesía en su palabra viva. Fina es poseedora de muchos haberes. Ella fue parte del grupo Orígenes, en cuya revista colaboró siempre. Fue la única mujer del grupo y allí encontró esposo, a Cintio, con quien procreó a Sergio y a José María, dos grandes músicos. En algún lugar ella afirma que la primera poesía en su casa fue la música, pues su madre fue pianista y uno de sus hermanos, Felipe, es uno de los impulsores del jazz latino. Se afirma, hay otras opiniones, que los integrantes originales de Orígenes -movimiento y generación formada por Lezama y Rodríguez Feo- fueron los que Cintio Vitier dio a conocer en su legendaria antología "Diez poetas cubanos" (1948), a saber: los ya mencionados, más Angel Gaztelu, Octavio Smith, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Virgilio Piñera (que luego sería un detractor permanente de Orígenes), Justo Rodríguez Santos, Fina García Marruz y Lorenzo García Vega, quien estuvo en una de nuestras últimas ferias del libro, aunque yo entonces no conocía aún su obra.

Fina tiene otra ligazón importante. Su hermana Bella, casó con Eliseo Diego, ese otro gran poeta cubano, de modo que resulta tía de Eliseo Alberto, el fallecido novelista quien también estuviese en nuestra más importante fiesta cultural. Ella es pues, de distintos modos, por su obra, por la obra de su esposo, de su cuñado, de su sobrino y de sus hijos, una parte señera de la cultura cubana contemporánea. Poeta católica, como Cintio, algunas de sus poesías transmiten el conocimiento y la valoración de su fe, como sucede con "Transfiguración de Jesús en el Monte". Amiga de Juan Ramón Jiménez y María Zambrano, los grandes escritores españoles que vivieron exiliados durante un tiempo en Cuba (esta última fue madrina de la boda entre Juan Bosch y Carmen Quidiello). Y hay algo más, Fina fue quizá la más firme propulsora de la obra de José Lezama Lima. Como afirma Amauri Gutiérrez Coto en "La amistad que se prueba", ella realizó intentos permanentes para situar a Lezama "en el justo lugar que merecía dentro del panorama literario" cubano. De modo que, son múltiples las razones por las que esta gran mujer de la poesía cubana, obliga a ser conocida, reverenciada, mimada, honrada.

Me recibe en el Centro de Estudios Martianos de La Habana. Está sorprendida de que venga a verla un dominicano. Luce nerviosa y camina con lentitud, pero tiene unos ojos vivaces y una palabra fuerte, bien entonada, segura. "Nunca ha venido a verme ningún dominicano que recuerde. Y tanto que les debemos los cubanos a ustedes, por lo que Máximo Gómez hizo por nosotros". Insistirá todo el tiempo de nuestra conversación sobre el rol de aquel general de generales al lado del apóstol José Martí en la independencia de Cuba. Hablamos: de su poesía (en especial de "Visitaciones" y "Habana del Centro". Se asombra de que los conozca); de Cintio; de Lezama (deidad de obligada referencia); de Orígenes; de la cultura cubana. Ella insiste en Martí y Máximo Gómez. "Eran hermanos, por el ideal y la lucha. Martí fue a buscarlo a Montecristi para que viniese a tomar el mando militar de la lucha por la independencia". Me lo dice mientras me regala el libro que escribiese junto a Cintio, y que ya conozco, "Temas martianos". Me lo dedica con estas palabras: "A José Rafael Lantigua, con todo afecto, por ser del país del que todos los cubanos estamos en deuda, por ser la patria del general Máximo Gómez, que luchó toda su vida por Cuba".

Me hace recorrer la casa de Martí. "Allí me sentaba a diario a tomar el café, tomados siempre de las manos, en silencio, con Cintio, ocupo ahora la que era su oficina", me dice mientras me señala su amado rincón en aquella casona histórica. Me despido. Cumplirá noventa años en el 2013. "Ojalá pueda usted venir a la fiesta que le prepararemos entonces", me indica la directora de la casa. Al partir, vuelvo la cara y la observo con su mirada perdida, como el título de su primer poemario. Con ella, amo la superficie casta y triste que canta uno de sus poemas ("…sé sabiendo que cuando nada seas/ de ti se ha de quedar lo que quisiste"). He conocido a Fina García Marruz y para mí, oh el rico sentimentalismo de la pasión poética que a muchos no les dice nada, es un día de fiesta. Fina es, además de poeta, una dama de fina estampa. Un verdadero suceso de la belleza humana.