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¡Tan joven con setenta años!

Organizó un grupo que bailaba Charleston, aquella olvidada danza popularizada en los años veinte a partir de una famosa pieza musical, surgida en Broadway, y que por nuestros lares tenía vigencia aún en los finales de los cincuenta.

Se hizo actor y escribió un teatro cuestionador y rebelde. Fue rollista de los cursillos de vida que organizaban los Hermanos de La Salle en la década prodigiosa, cuando todo comenzó a cambiar y entre doctrinas y espiritualidades en embrión se sazonaban los menjurjes de una juventud que buscaba, ansiosa, arrimo y cobija.

Se fue a Nueva York a echar el áncora. Y por allí anduvo a dos velas, buscando tiempos mejores. Estar a la cuarta pregunta le llamaban los españoles antiguos, cuando escasean los chavos o hay que buscársela subiendo y bajando trenes, como fue este el caso, a horas impropias. Suerte tuvo, sin embargo, de que le tocara vivir entre rascacielos mientras surgía la contracultura hippie, llegaban los vapores calcinantes de Woodstock y el Greenwich Village establecía la bohemia como un grito de guerra expandido a los cuatro vientos.

Se hizo dueño de una televisión que abrió las puertas -años ha- de muchos créditos artísticos que hoy son leyendas, y levantando esos andamios hizo piruetas a la fantasía, a los entusiasmos lúdicos y a las tretas del tiempo que terminaron por convencerle de que a lo único que tiene derecho el ser humano es a ser feliz. En la historia de la televisión dominicana tendrá siempre que hablarse, como prolegómenos de todo lo que vino después de estos programas inolvidables: Gente, Dígalo como pueda, Tic Tac Toc, En primera fila y Pantalla 10.

A veces uno lo observa que anda entre Pinto y Valdemoro con sus posturas eclécticas, que daño no hacen porque se termina por comprender que estar de uno u otro lado perjudica su felicidad y la de otros. Cuando se le va conociendo mejor, entonces se descubre que es todo lo contrario lo que le anima: ser mediador de sueños y evangelizar sobre la vida cuerda, sin razonamientos teóricos que no le cuadran.

Hace mil años -él afirma con rotundidad que espanta que solo son cuarenta- decidió caminar tras una meta que ni los cercanos la vieron viable. Incluso, algunos la combatieron a plaza abierta. Escuchar esa historia fundacional una y otra vez, emborracha de entusiasmo al menos impresionable. Hace rato sabemos, sin embargo, que ese peregrinaje incansable por los patios de la tienda citadina buscando resguardo para sus osadías no ha sido solamente capítulo de su biografía, sino que hoy es parte sustancial y concluyente de la biografía contemporánea de la Ciudad Primada.

Cuando al fin plantó sus reales en aquella casona desvestida de la colonial estancia, supo bien que allí sembraría sus sueños, que junto a sus tapias construiría el muro de su utopía personal y que sus rincones los poblaría de duendes traviesos, histriónicos, bizarros y bohemios que cualquiera alcanza a ver, juguetones, con tan solo dejar afuera nuestros zafarranchos, nuestras rusticidades, nuestras zalemas y musarañas. Como el musulmán que deja sus pies libres de ataduras para enfrentar la soberanía de la mezquita, en esa casa hay que hacer un despojo para que, al entrar a ella, podamos ver los duendes ambular sin cuitas ni trabas por todos sus contornos. Podría decirlo Enriquillo Sánchez mucho mejor que yo: uno sabe que cuando entra allí llega a Jauja.

En esa casa y más allá, él ha oficiado de obispo ad vitam y ha establecido en sus dominios la diócesis del desafío y de la felicidad, con el sayal que le distingue, que a más de uno ha de molestar este adjetivo insomne que pervive oculto entre las martingalas del tiempo, o a lo más, se muestra lejano en las reconditeces de sus inviolables menudencias. Sacerdote de una religión donde la sonrisa acampa entre los truenos, la alegría se entiende con la pena y la magia de una meta lograda horada los escombros de las fantasías arruinadas. Y pensar que lo que él ha conseguido en décadas desde su plan de vida tan propio, lo pregonan como autoayuda los Paulo Coelho y Cuauhtémoc Sánchez solo teorizando a campo traviesa con firmes millones de beneficiosa tarea.

Valga decirlo. Ha conocido de cerca y como nadie, la tragedia. Epocas ha vivido, de drama en drama. Y como buen hombre de teatro, pasión que le revive a cada instante, transforma todo en comedia, quiero decir, en risa para espantar miserias, en hosannas que esparcen la gratitud y el Deo Gratia, en felicidad -de nuevo la palabrita- que desgrana altivo frente a la tempestad y el ruido.

Resumirlo es tarea difícil. Católico convencido pero desde el Atrio de los Gentiles. Cinéfilo exigente y crítico. Cubanófilo de medalla al mérito. Jazzista sin precio. Lasallista de la época de oro. Profesor, que fuese, de escuelas públicas y privadas. Columnista que concita fervores. Viajero incansable y escudriñador. Aunque le planta a cualquier beberaje espirituoso, está siempre dispuesto a intercambiar la mejor de las pociones por una buena medida de ron Brugal. Parcelero de la gloria que deja que la vida le sonría, aunque luego se le caiga el mundo encima, como tan certeramente lo describió un aeda virtuoso de la canción que lo biografió con letra y música.

Ha sufrido desplantes por decenas y ha sobrevivido a posturas humanas que le han sido adversas. Y siempre se ha mantenido al pie del cañón, al comprender mejor que nadie que no se ganó Zamora en una hora, vaya, que para lograr los objetivos de un proyecto en cierne o arribar a la meta soñada se requiere de tiempo, paciencia y virtud.

Hará cosa de diez años, cuando llegaba a los sesenta, se hizo escritor. Tenía tantas historias contenidas en su sesera, un anecdotario de riqueza inigualable a las que adiciona con todo derecho sus cuotas dosificadas de fantasía. El imaginario biográfico requiere siempre de toques de gracia para hacerlo menos árido y digerible. Eso sí, la base es real al cien por ciento.

Fue en 2002 que comenzó a metérsele en la refriega de sus cauces vitales el gusanillo de la escritura. Es el año en que se inicia como columnista fijo de importantes diarios nacionales. Aclaremos: había escrito siempre uno que otro trabajito en la prensa. Pero, sus crónicas de vida nacen cuando este siglo ya había dado sus primeros pasos. En 2003 se lanzó al estrellato -la frase es suya, como otras tantas que pronunciamos casi a diario que bien sabemos que la hemos heredado de él- y entonces apareció su primer libro. Y el segundo. Porque entregó dos al mismo tiempo. Lo he dicho en varios escenarios. Lo he comentado en familia. Escritores amigos conocen mi ponderación. Sus libros son los más deleitosos que conoce la literatura dominicana, al margen de las humoradas que la inventiva incansable de Mario Emilio Pérez ha aportado a nuestra bibliografía. Las de nuestro amigo tienen tono, cariz y gracia diferentes. Son piezas de una crónica biográfica de alguien que parece tener un ángel -y él lo cree- que le acompaña cotidianamente, sin agotarse, para propiciarle el favor de disfrutar, y sufrir, experiencias que privilegien su hoja de vida. Porque, todos los que le queremos, nos preguntamos cómo solo él puede vivir momentos y situaciones tan excepcionales.

"Antes de que pierda la memoria", en sus dos tomos si acaso me falta alguno, es un compendio de maravillas. Escritores de tan alta reputación internacional como Leonardo Padura y Mayra Montero (esa es otra historia, la claque de amigos que se adhieren fielmente a sus divinas locuras a través del mundo, constancias tengo) han dado sus respectivos testimonios sobre esta obra. Padura: "Un libro tierno, profundo, sorprendente, es como el espejo de alma de su autor". Mayra: "Ha conseguido imprimirle gran originalidad a sus planteamientos y una chispa que cautiva y entretiene". Junto al primero vino "Secretos compartidos", un nivel que han alcanzado pocos, o tal vez ninguno, de los escritores dominicanos. El libro recoge sus conversaciones con figuras de la talla de Borges, Benedetti, García Márquez, la Madre Teresa, Alicia Alonso, Vela Zanetti, Jean Varnier, René Portocarrero, entre otros de aquí y de allá.

Y luego han llegado los volúmenes de "Celebrando la vida", el tercero de los cuales acaba de salir por estos días. La misma biografía festejando sus recodos vivaces, deletreando cada registro, con la adarga al brazo, el broquel con que crea y desmenuza y revive su identidad, el ser que camina con él en cada liviandad, en cada certeza, en cada júbilo, en cada atisbo de dolor o de espanto. Bien escritas, diseñadas literariamente con sencillez precisa y diafanidad en la conjugación de sus elementos, las crónicas de sus libros son, sin reparo alguno, de las mejores que conoce nuestra literatura. Y con ese aval en las manos y en el corazón, arriba este lunes 17 a sus siete décadas de vida, Freddy Danilo Ginebra Giudicelli. Uno intenta cada día saber cómo se puede ser tan joven con setenta años.

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