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¿Existe hoy el caudillismo político dominicano? (2 de 3)

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¿Existe hoy el caudillismo político dominicano? (2 de 3)
Gregorio Luperón

El caudillismo político dominicano se inicia con el nacimiento de la República. Ha de tenerse bien claro que el país incipiente era un territorio con una población similar o menor a una cualquiera de nuestras provincias de hoy, e incluso a uno de los barrios capitalinos actuales. Además, era una sociedad pelonera, donde la miseria abundaba y las esperanzas de una vida mejor eran absolutamente escasas. Ahí es donde siempre ha de asentarse la grandeza de Duarte. Lo dijo Juan Bosch con palabras certeras: "Juan Pablo Duarte tuvo el coraje de creer que en un territorio pequeño, deshabitado e incomunicado interior y exteriormente podía establecerse una república. Para creer eso era necesario tener una fe inconmovible en la capacidad de lucha del pueblo dominicano, y Duarte la tuvo".

En ese territorio tan pobre, sacudido por corsarios, piratas y bandoleros de toda laya; codiciado por distintas potencias; abandonado por España; y, lanzado al abismo por veintidós años de ocupación haitiana, se manifestaban dos expresiones sociopolíticas: la de los trinitarios, que aspiraban a crear una nación libre, independiente, soberana; y, la de los que no creían que sobre esa masa social de pobreza secular, pudiese construirse un nuevo país. En su momento, la independencia tuvo una gran acogida, pero ha de admitirse que, cuando comenzó a manifestarse el interés anexionista aquella población, en su mayoría, simpatizó con esta propuesta.

En ese terreno, el caudillaje iba a iniciar su periplo altanero y socavador de la proclama independentista, aunque se iniciase contundentemente en las batallas libradas para consolidar la misma e impedir el regreso de las huestes del vecino país. Cuando hubo la necesidad de tener al frente un hombre bravo y con pericia militar -que heredaba de su padre-, la responsabilidad se entregó al hatero seibano Pedro Santana, quien era sin dudas un guerrero cerril, pero sin capacidad política alguna. Santana quería salir de los haitianos, pero no simpatizaba con Duarte y los trinitarios. Tiene valor consignar -aspecto que muchos tal vez desconocen- que, horas antes de que se produjese el grito del Baluarte la noche del 27 de febrero de 1844, ya Santana y su mellizo Ramón tenían tomada la plaza de El Seibo. Pero, de ahí a situarse tras el ideal de la "pura y simple" distaba mucho terreno.

Santana, como hacendado, tenía peones a su mando. Y es obvio suponer que los campesinos de la zona donde operaban sus hatos, le guardaban respeto. De modo que le fue fácil "arrearlos" hacia la hacienda de las armas. Al poco tiempo, ya era General. Fue Duarte mismo quien lo hizo coronel, pero como era la máxima figura en el frente militar y el momento era el de la defensa de la nueva Patria en los frentes de batalla que impidiesen al enemigo retomar la tierra perdida, las tropas que le acompañaban en esta tarea, y la gente misma que lo aplaudía a su paso por las empobrecidas comarcas de la época, lo proclamó a viva voz General de los ejércitos. Y así se fue al Sur, a defender la proclama del movimiento separatista.

Impulsivo, hosco, autoritario "y de pocos intelectuales alcances", como lo consigna Miguel Angel Monclús, Pedro Santana fue acaudillando a la plebe, y sin miramiento alguno sometió a todos los que se interpusieron en su camino, Duarte incluido, convirtiéndose en el primer caudillo de nuestra historia política y militar. Como otros muchos, nunca creyó en los ideales de los que proclamaron la nación. Entendía que el país no estaba en condiciones de ser independiente, ni de defenderse de los haitianos, sino era bajo la sombra de un protectorado, que pudo ser primero el francés, pero que finalmente fue el español, esa España a la que anexó el territorio y la que, también, humilló al caudillo hasta hacerlo morir, de repente, justo cuando hacía poco había llegado de su hacienda seibana a Santo Domingo.

De caudillo a caudillo, a Santana lo suplanta el azuano Buenaventura Báez, un hombre que había servido a la dominación haitiana y que sostuvo relaciones fraternas con Boyer. A diferencia de Santana, poseía cualidades políticas. Había sido "chivato" de los haitianos, pues se oponía radicalmente a las pretensiones de los trinitarios, razón por la que fue apresado. Pero, pronto se convirtió en un colaborador de Santana. Le daba a Santana lo que a este le faltaba: astucia política, aunque desde luego en la proporción conveniente a sus objetivos. Bajo su sombra, fue creciendo su aureola, y gracias a sus innegables talentos fue escogido para elaborar la Constitución de San Cristóbal, siendo uno de los principales asambleístas redactores de nuestra primera carta magna. Cuando la gente comenzó a cansarse de las tropelías de Santana, se arrimó a Báez que reunía, como atestigua Roberto Cassá, "una voluntad política férrea, inteligencia y dinero". Desde luego, Báez llega al poder con la anuencia de Santana. Al fin y al cabo, ambos formaban parte de una misma secta antinacional.

Báez llega a la presidencia y pronto se separa de Santana, y esa condición le permite obtener el apoyo de muchos liberales y de la juventud que abominaba del marqués seibano. Fue cinco veces presidente y dirigió aquel terrible gobierno de los seis años sin haber concretado ninguno de los grandes proyectos que anunciara. Por años, el país se dividió entre estos dos caudillos. El santanismo y el baecismo hicieron escuela de poder, desde sus antagonismos y coincidencias. Nada los diferenciaba, salvo el despotismo y el desprecio a la conformación de una nación soberana.

Entre dos caudillajes bárbaros, y viniendo de la dirigencia de uno de ellos, surgiría luego la figura de José María Cabral, que no fue un caudillo como tal, pero que por sus argucias militares -fue el héroe de Santomé- y su visión política, se hizo pieza clave en ese tinglado de recios líderes de nuestra historia. Baecista consumado, se hizo cargo de los partidarios de Báez cuando el ambiente se enrareció para el Caudillo del Sur, como bien lo llama Mu-kien Sang. Enfrentó a Santana, logró nombre en la guerra restauradora, alcanzó sin malas artes el solio presidencial en más de una ocasión, se unió a Francisco del Rosario Sánchez en la lucha contra la anexión a España y gracias al reconocimiento general fue proclamado Protector de la Patria. Empero, a Cabral le faltaban condiciones para convertirse en caudillo. No tenía agallas políticas, su servicio fue fundamentalmente militar, era de un carácter ambivalente, que flaqueaba, pero sin dudas tenía vocación democrática, rehuyó el poder omnímodo de los anteriores caudillos, contribuyó a su propia defenestración presidencial, apartándose de las lides partidarias y constituyéndose en un mediador de la paz y el entendimiento político, cansada como estaba ya la sociedad nacional de tantas pendencias. Monclús que lo fulmina con juicios agrios, sin embargo reconoce que "era un valor en la opinión. Su nombre como enseña, distinguía a una facción; no se necesitaba más para ser caudillo".

De los caudillos despóticos emergía un candidato a caudillo cuya intención democrática le impidió continuar con aquellos lances entre santanistas y baecistas que consumieron diecisiete años en los inicios de nuestra fundación nacional. Y de esos dos primeros caudillos anexionistas y contrarios a la dominicanidad, habría de surgir un líder brioso, sagaz y apertrechado de la idea de levantar de nuevo el espíritu independentista, herido por el periodo de la anexión. Y es así como emerge, triunfal, la figura de Gregorio Luperón, "el centauro, siempre gallardo, marcial e impresionante cuando llega a los cantones a impartir órdenes, como cuando atraviesa montes y sabanas tras la pista del enemigo", como lo definiera magistralmente Rufino Martínez. Estaba en La Vega cuando ocurrió el grito de Capotillo, y desde allá arrancó para Santiago a tomar parte en la defensa de esta ciudad. Todo lo que vino después fue la gloria de un caudillo intrépido, inteligente, patriota, que arrimó a su vera a las mentalidades más conspicuas de la época, y que se sostuvo, desde Puerto Plata, como el amo y señor de la nación. Caudillo de la dominicanidad, con Luperón es con quien nace, realmente, la educación por la emancipación definitiva, con quien se acrisola el ideal trinitario y con quien se establece promisoriamente la dominicanidad, en su sentido más auténtico, como la soñaron los "filorios".

Lo lamentable es que lo que le sobró de patriotismo, le faltó de honestidad. Fue su mácula. Y que su empeño en no moverse desde Puerto Plata para asumir la conducción del Estado, como se le suplicó muchas veces, incubara a un nuevo caudillo, tan bárbaro como los dos primeros que conoció la República. Por estar escogiendo a otros para el mando, un día le salió el diablo: Ulises Heureaux (una mezcla extraña de haitiano y barloventina, de donde procedían sus progenitores), el caudillo que modificó el destino de la República. Volvíamos pues, con él, al principio. El caudillaje, extinguido felizmente en nuestros tiempos, seguía entonces su curso maléfico.

www. jrlantigua.com

De los caudillos despóticos emergía un candidato a caudillo cuya intención democrática le impidió continuar con aquellos lances entre santanistas y baecistas.