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¿Existe hoy el caudillismo político dominicano? (3 de 3)

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¿Existe hoy el caudillismo político dominicano? (3 de 3)

Como ya hemos explicado, el caudillismo político dominicano no se detuvo con la eliminación de Ulises Heureaux en una calle mocana finisecular. Tras las escaramuzas propias de todo movimiento liberador, como sin dudas lo fue el que dio fin a la tiranía lilisista, no bien Pablo Arnaud salió a galope del lugar del magnicidio llevando en la grupa de su caballo a Mon Cáceres, comenzaron a manifestarse las apetencias políticas, sobre todo en medio del vacío que dejó la personalidad avasallante de Heureaux.

Saltando las etapas propias de todo ambiente convulso que se genera tras sucesos de esta índole, habrá de establecerse más tarde la conocida lucha entre jimenistas y horacistas y el resurgimiento del caudillaje en la figura de sus dos máximos líderes, Juan Isidro Jimenes y Horacio Vásquez Lajara. Este último, algo que se dice poco, fue colaborador del lilisismo que luego contribuyó a defenestrar, aunque no estuvo entre los ajusticiadores directos la tarde del 26 de julio de 1899. Fue un líder natural desde su juventud, fundamentalmente por su apostura y calidad humana, porque su formación cultural era deficiente. Cuando estuvo provisionalmente en el gobierno, a la caída de Heureaux, se rodeó de gente capaz y seria, creando la base de su futuro político que estaría unido, al principio, al de Juan Isidro Jimenes, de quien fuera compañero de fórmula en el plebiscito celebrado para instaurar un gobierno formal después de la dictadura.

En ese proceso comienza a gestarse el caudillaje de ambos líderes, o sea del Presidente Jimenes y del Vicepresidente Vásquez, quienes a poco estarían enfrentados uno al otro en una de las contiendas políticas más sazonadas de nuestra historia, la de los bolos y coludos. Aunque el gobierno iba por buena ruta, Vásquez termina conspirando contra Jimenes, y encabezando un grupo de disidentes lo baja del solio presidencial al cabo de dos años en el poder. Pero, Jimenes era un caudillo auténtico y tenía muchos seguidores, por lo que Vásquez solo permanecerá al frente del gobierno por un año. Empero, lo importante ahora no es relatar todas las peripecias posteriores a esta primera lucha de contrarios y a la conformación de estos dos sectores políticos enfrentados, cada uno bajo la sombra de caudillos de irrefutable ascendencia en las masas durante varios lustros. Populares ambos, vivieron en pugnacidad constante: guerreando, exiliándose, reenfrentándose, estableciendo las alianzas estratégicas de entonces (el líder liniero Desiderio Arias, por ejemplo, respaldó a Jimenes), abandonados a veces por sus propios partidarios, volviendo de nuevo a recuperar su confianza, hasta que la senilidad venció a los dos. A Jimenes, bien temprano, cuando ya había perdido el brillo de otrora, y a Vásquez, mucho más tarde, cuando sus insufribles migrañas y cierta desidia, muy propia de su carácter, terminaría -once años después de la muerte de Jimenes- con el surgimiento del caudillo mayor de nuestra historia, Rafael Leonidas Trujillo Molina.

Miguel Angel Monclús formula juicios terribles contra ambos caudillos. De Vásquez afirma que "era indolente, arisco, seco y de pocas palabras; rehuía como animal asustadizo las multitudes que lo aclamaban. Sin recursos personales y nada espléndido, contó para sus empresas guerreras y cívicas con los aportes incondicionales que por iniciativa propia aportaban sus adictos, que luego, ni tomaba en consideración, ni agradecía". De Jimenes aducirá que "como hombre de estado fue anodino", pero le reconoce una disposición "eminentemente cívica…el más sinceramente cívico y bonachón de nuestros caudillos, y con Espaillat y Billini, el más liberal de nuestros gobernantes". Horacio, "la Virgen de Altagracia con chiva", como se le llamó entonces, contaba entre sus filas con gente aguerrida, políticos duchos y una parte del lilisismo, que aunque parezca contradictorio, al sentirse sin jefe decidió seguir al que tenía, de los dos caudillos reinantes, mejor historial con las armas. Jimenes era respaldado por la burguesía urbana, intelectuales y un amplio sector de la ruralía que siempre fue fiel a don Juan, como le denominaban. De modo que los bolos constituían un grupo político fuerte que, al final, se dispersó a la muerte de su líder; los coludos tuvieron un agrupamiento similar, que se sostuvo mayor tiempo en el poder, insólitamente respaldado por un tercer sector, los llamados colituertos, que eran los provenientes del lilisismo.

Cuando Trujillo alcanzó el poder en 1930 dejando a Horacio asando batatas, se propuso terminar con cualquier caudillaje en cierne, de modo que durante treinta y un años su voluntad de hierro y el culto que deliberadamente propició a su figura -con el respaldo inequívoco de los más prestantes intelectuales de esos tres decenios-, no permitieron la salida al ruedo de nuevos líderes y aquellos que tenían condiciones para tales debieron, desconcertados, unirse a la tropa trujillista, atrincherarse en la soledad y el olvido, fueron eliminados físicamente o salieron al destierro.

Con tan larga historia de caudillaje (la política dominicana no se podía entender ni desarrollar entonces sin una cabeza determinante y de indiscutible jefatura), le fue tan difícil al país educarse en los propósitos civilistas y democráticos de Juan Bosch, en 1963, cuando intentó colocar a la nación sobre una ruta distinta por la que había transitado desde el nacimiento mismo de la República. Los dominicanos habíamos tenido hasta esos años iniciales de los sesenta, ocho caudillos en 119 años de historia, descontando a los líderes montaraces que sin llegar nunca al poder fastidiaban continuamente con sus pertinaces guerrillas a los gobiernos de turno y a la propia estabilidad de la joven nación.

En esos ocho caudillos hay que establecer diferencias. Cuatro fueron inflexibles, crueles, sanguinarios, absolutistas consumados (Santana, Báez, Heureaux y Trujillo). De los cuatro restantes, José María Cabral tuvo inspiración y talento democrático, y rehuyó las arbitrariedades de sus predecesores; Luperón tiene todos sus pecados perdonados por lo que significó su bravura, su inteligencia y su vocación patriótica para defender la soberanía nacional e impedir el retroceso anexionista, a más de que solo ambicionó el poder desde su cómoda poltrona puertoplateña; Jimenes fue un político de seriedad incuestionable, que rehuía el despotismo y que defendió los intereses soberanos; Vásquez tuvo una hoja de vida de servicio al país, poseía un alto prestigio social, era sobrio en su vida privada y le acompañaban acrisoladas virtudes. Había pues notables diferencias entre estos caudillos con los que se construyó la vida política de la nación surgida al calor febrerista de 1844.

De los dos caudillos posteriores a la Era de Trujillo, Balaguer tuvo siempre propensión al absolutismo donde se forjó su trajinar político, gobernó bajo añagazas de variadas cataduras, impulsó cuestionables paradigmas y se asentó en el poder siempre bajo el respaldo de minorías que les fueron suficientes para intentar eternizarse en el mismo. Bosch fue su antítesis. Se vio obligado a tomar el control de su liderazgo, luego de la embestida que lo obligó a renunciar del PRD, justo diez años después de su salida del poder. En medio de los rigores de la guerra fría estimó imprescindible sostener su liderazgo a base de un control democrático de su nueva estación partidaria, donde no había lugar para crear turbaciones que dieran al traste con sus metas, en un país donde para entonces se vivían segmentando constantemente los agrupamientos políticos y la izquierda misma no salió nunca de ese caprichoso y demoledor fraccionamiento. Con Trujillo terminó el caudillaje que provenía de la herencia directa de los líderes despóticos anteriores. Y con Balaguer y Bosch concluye el caudillaje antagónico de dos líderes de ejercicios opuestos, pero de innegable soberanía sobre sus partidarios y sobre sus hechos políticos.

No existe el caudillismo desde hace rato en la vida política dominicana. Lo que existe son líderes de recia vocación política, de vigorosa aceptación popular, con seguidores leales que no transigen con las vacilaciones y las ligerezas de amigos y enemigos -más dolorosamente de los primeros-, y que sostienen esos liderazgos incólumes frente a las acometidas de la irracionalidad y a los desmanes de la infamia y la perfidia. Si algún político dominicano, sin el rango de popularidad o establecimiento social de Leonel Fernández, Danilo Medina o Hipólito Mejía, llama a cualquiera de estos con el título de caudillo, demuestra incapacidad para comprender los procesos históricos, ignorancia de la historia dominicana en general y facilismo para actuar dentro de los cánones de la maledicencia y la impostura. Si se insiste en el dislate, no habrá más que perdonarles su patanería y recordarles entonces que, aunque emplean el calificativo con aire despectivo y con el avieso propósito de asemejarlo a los caudillos absolutistas, todos los diccionarios de sinónimos que conocemos, que alcanzan la docena, dicen debajo del nombre aludido: adalid, capitán, conductor, jefe, guía, ductor, líder. Vistas así las cosas y temiendo que se ignore el resbalón, podría ser que se esté reconociendo el liderazgo robusto -que solo se enfrenta electoralmente- y ofertando un piropo. Nadie sabe.

www. jrlantigua.com

De los dos caudillos posteriores a la Era de Trujillo, Balaguer tuvo siempre propensión al absolutismo donde se forjó su trajinar político, gobernó bajo añagazas de variadas cataduras, impulsó cuestionables paradigmas y se asentó en el poder siempre bajo el respaldo de minorías que les fueron suficientes para intentar eternizarse en el mismo. Bosch fue su antítesis. 

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