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¿Quiénes fueron esos corajudos?

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¿Quiénes fueron esos corajudos?

En las memorias de la guerra de abril de Tad Szulc que, en tiempo reciente, publicara la Academia Dominicana de la Historia, me llamó la atención de forma casi obsesiva un episodio recurrente que el célebre periodista de The New York Times narra en su revelador diario de la contienda de 1965.

Ningún otro autor, que recordemos, ha hecho en un libro sobre la revuelta abrileña tantas revelaciones que resultaban poco conocidas, tomando en cuenta que su relato parte de una experiencia personal de tan solo veintiocho días, que fue el tiempo que Szulc permaneció en la aturdida capital dominicana de aquellas cruentas semanas. A pesar de algunas ideas tendenciadas, evaluaciones falsas y errores de apreciación de aquel fenómeno bélico, Szulc refiere situaciones múltiples sobre la dura realidad del esfuerzo revolucionario, destacando aspectos que, tal vez en la pluma de otros podrían ser juzgados de un modo menos creíble, pero que proviniendo de un periodista que se traslada en el bóxer de los interventores, resultan sin dudas confidencias de sobresaliente interés para la reconstrucción de aquel acontecimiento histórico. La guerra psicológica, el rol de la CIA durante la guerra, las tratativas con Bosch desde Puerto Rico, la detallada actuación del embajador Tapley Bennet, la colaboración informativa de Rafael Herrera, las personalidades, no necesariamente norteamericanas, que zarparon en los barcos estadounidenses que evacuaban a los que huían de la revolución, las travesías periodísticas frustradas por diversas circunstancias, la atmósfera entre sombría y caótica existente en el Hotel El Embajador, los horrores de la guerra, la revelación de que la intervención de los marines llegó antes de que el coronel Benoit la solicitara formalmente, y –entre otras muchas informaciones- el desempeño de confidentes dominicanos nunca identificados que servían a los propósitos de la embajada norteamericana, hacen del diario de Szulc una lectura sustancial de la revolución de 1965.

Pero, hay un hecho que no encuentro otro texto sobre el suceso abrileño que lo haya narrado con tantos detalles y, en especial, con la insistencia con la que el reportero del principal diario de Estados Unidos lo informa, y es el relacionado con los francotiradores que realizaron una labor crucial que se me ocurre calificar como la más profesional y exitosa de todas cuantas se emprendieron durante los meses de la guerra. Los francotiradores actuaron desde distintos escenarios, se convirtieron en un azote imposible de enfrentar por los invasores, llevaron a cabo incursiones valientes que se revelan bien planificadas y, prácticamente, forjaron comandos de otra estirpe y de una dimensión diferente a las acciones que se desarrollaban en Ciudad Nueva y la zona intramuros, que es como decir que la suya fue otra guerra, o tal vez la verdadera guerra.

Szulc le concede un valor preeminente y cuenta esa hazaña guerrera con pertinaz interés, lo que demuestra que, en medio de todos aquellos acontecimientos en cadena, tantos que parecían inabarcables –los militares, los políticos y los diplomáticos-, la estrategia exitosa de los francotiradores producía en aquel reportero veterano inusual atención. Cuando la intervención era ya un hecho irrebatible y los paracaidistas norteamericanos “atrincherados al otro lado del río y a la entrada del puerto, tenían cogido en una tenaza el territorio rebelde” en los terrenos que los marines ocupaban para convertirlo en una zona internacional de seguridad, Szulc cuenta que allí los infantes de marina no luchaban contra las fuerzas constitucionalistas del coronel Caamaño –estamos al otro extremo de Santo Domingo- sino con lo que el periodista denomina “francotiradores irregulares”, anotando que la primera víctima entre los soldados norteamericanos fue producto de un francotirador emboscado. ¿Francotiradores irregulares? Alguien tejía desde ya los hilos de una guerra de guerrillas dentro de la misma guerra, si podríamos llamarla de ese modo, moviendo desde distintos ángulos una acción armada encubierta que, sin dudas, resultaba efectiva.

Desde el Hotel El Embajador sale un convoy con carros de combate y camiones blindados con tropas de infantería que doblando por la avenida Abraham Lincoln y luego girando a la derecha por la César Nicolás Penson, busca llegar hasta la embajada norteamericana en la Leopoldo Navarro. En fila india, desplegados a dos columnas, van a pie pelotones de marines , tomando precauciones sobre la marcha, escondiéndose de vez en vez tras los árboles del camino o los postes de luz y en los muros de los jardines circundantes, acciones que a los periodistas que iban en el convoy les parecían exageradas. Pero, casi llegando a la sede de la delegación diplomática norteamericana, cuenta Szulc “sonó el disparo de un tirador escondido entre los espesos matorrales y el césped enmarañado a la izquierda de la avenida Nicolás Penson, y un joven infante de marina que iba a la cabeza de su columna cayó muerto”. Y añade Szulc en sus anotaciones: “Durante todo el día, mientras intentaban consolidar la zona internacional de seguridad, los soldados hubieron de sufrir el fuego de los tiradores emboscados”.

En lo adelante, Szulc no dejará de referir las acciones de estos “francotiradores irregulares” que parecen haber desarrollado las acciones mejor planificadas y más exitosas de la guerra de abril, fundamentalmente contra las tropas interventoras. Parecían estar por todas partes. Por los terrenos de lo que hoy es el Centro Olímpico, los francotiradores hicieron pasar “horas difíciles” a los miembros del Primer Batallón de Infantería de la marina estadounidense, con fuegos intensos que salían desde las malezas, los matorrales y las casuchas que entonces existían por el lugar que antes había servido de aeropuerto. En esa refriega, cayeron doce marines. Y es aquí donde Szulc, prevenido por un comandante interventor de que sus soldados no tenían forma de detener la intensa actividad de los francotiradores, escribe: “El punto que nunca pudo aclararse, por lo menos a mi completa satisfacción, fue la identidad de los francotiradores situados en la zona y en sus alrededores y el objetivo que perseguían”. Un acto de ingenuidad de Szulc, porque los objetivos estaban a la vista. Empero, observemos las apreciaciones de Szulc ante estos hechos. Primero: el reportero cree que la acción de estos francotiradores “era el precio que estaban pagando (los jefes constitucionalistas) por haber armado incontroladamente a los civiles”. Segundo: entendía el periodista que eran los comunistas y sus aliados los responsables de estas emboscadas tan precisas y efectivas “ya que sus intereses políticos resultarían favorecidos si se vertía la mayor cantidad de sangre posible entre los insurrectos y las fuerzas de los Estados Unidos”. Tercero: mientras más sangre se derramaba se debilitaba a los constitucionalistas demócratas –según su calificación- abriendo “un foso cada vez más ancho entre éstos y los norteamericanos”. Cuarto: Szulc afirma, sin ofrecer las fuentes específicas para tejer esta apreciación, que los líderes constitucionalistas “hablaban de la posibilidad de que parte del fuego de los francotiradores fuese obra de los agentes provocadores del general Wessin”. Y la quinta, y peor: los francotiradores eran “tígueres”, maleantes les llama, “en busca de emociones que se divertían con el sentido del poder y de aventura que les daba el hacer la guerrilla por su cuenta”.

El libro de Szulc, que ha sido tan merecidamente elogiado por la narrativa que hace de la revuelta revolucionaria, es portador, sin embargo, de una clara defensa del rol de las fuerzas norteamericanas en el Santo Domingo rebelde, al tiempo que su autor parece ignorar la acción interventora y el hecho de que el desembarco por Haina, en el que él fue partícipe en su rol de comunicador, se podía situar entre las acciones necesarias para salvar el orden democrático, justo el que fuera violentado en septiembre de 1963 con el respaldo del gobierno de Estados Unidos.

Mientras, los “francotiradores irregulares” de Szulc seguían haciendo su propia batalla. Aunque algunos pagaron con su vida la osada decisión, ya habían tiroteado intensamente el edificio de la embajada manteniendo nerviosos y agitados a sus habitantes y huéspedes. Aparecían por todos lados, conforme atestigua Szulc. La suya parece, sin dudas, una historia aparte dentro de la historia toda de la revolución de Abril. El reportero del New York Times los menciona con insistencia en su diario. “Lo más desconcertante –escribe- en la guerra civil de Santo Domingo era este continuo fuego de las tropas regulares y de los francotiradores, desprovisto de toda utilidad visible para el mando constitucionalista, el cual, por otra parte, parecía incapaz de controlarlo”. Y dirá más adelante que las acciones de los francotiradores era un problema “extremadamente serio”, lo que puede traducirse en eficaz, aplastante, desarticulador para las fuerzas interventoras. El relato sorprende: “…el fuego de los tiradores emboscados continuaba, particularmente de noche, con aterradora monotonía. Mantenía paralizada la ciudad. Los comandantes norteamericanos en Santo Domingo se estaban enterando de lo que sus colegas en Vietnam habían aprendido hacía mucho tiempo: que incluso una fuerza militar moderna, grande y bien equipada, tiene gran dificultad para asegurar la paz en una zona escogida por un puñado de francotiradores como campo de operaciones”.

Todo lo que cuenta Szulc parece una historia de película. Lo que el reportero llama en otro lado “la técnica constitucionalista del tirador invisible” daba resultados excelentes desde el punto de vista de la guerra contra el invasor. ¿Quiénes dirigían este comando de francotiradores expertos? ¿Cuáles eran los nombres –si se supieran- de estos “tígueres” que hicieron la guerra al ejército interventor con tanta eficacia, produciendo un enajenante nerviosismo entre los comandantes estadounidenses? ¿Es cierto que eran fuerzas incontrolables del sector constitucionalista? ¿Eran los “hombres-rana” de Montes Arache? ¿Acaso no sería esta la verdadera guerra patria de la revuelta de Abril? ¿Quiénes fueron, en fin, estos corajudos? Es tiempo de identificar con certeza a estos héroes anónimos de la revolución frustrada por los soldados y marines que Szulc acompañó en el bóxer que desembarcó en Haina.

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