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La fraseología política en la historia dominicana

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La fraseología política en la historia dominicana
Pedro Santana

El mejor compendio de historia política dominicana no se encuentra en ningún estudio académico, casi siempre tendenciados, ni en los análisis historiográficos que, las más de las veces se basan en hechos concretos, como es menester en la ciencia histórica, y muy pocas veces en la intrahistoria del submundo dirigencial y conductor de la praxis política.

La reunión del pensamiento político con el que, tal vez, se puede diseñar la historia del poder en República Dominicana, la escribió, “como fruto de una faena matinal de domingo” don Emilio Rodríguez Demorizi, hace ya más de una treintena de años y la hizo publicar en su memorable Colección Pensamiento Dominicano, don Julio Postigo, en 1980.

No estaba lejos de la verdad don Emilio cuando escribió en el liminar de su breve libro “Frases dominicanas” que el pensamiento de los hombres de poder de nuestra historia –pensamiento a veces, sesudo, formalmente estructurado; en las más, práctico, llano, como producto del ejercicio sin ambages del poder político- expresaba “nuestra entrañable dominicanidad”, y si lo recogió como frases y palabras vertidas por los regentes de la vida política de antaño, se debía a que consideraba necesario darlas a conocer “a sabiendas de que muchas de ellas “caerían necesariamente en la ancha sima de nuestros olvidos”. Lo que en verdad, de alguna manera, ha ocurrido.

No era tanto un libro de humor, como pretendía Don Emilio, aunque la chispa del ingenio se nota a leguas lo mismo en las andanzas verbales de Ulises Heureaux, como en las de cualquier otro de los hombres que disertaban con sus frases proverbiales en la plaza pública, en la sala de las contiendas civiles o en los escenarios del ejercicio partidario de aquellas épocas. Las de unos y otros son frases que formulan un “compendio de la sabiduría dominicana” y establecen las coordenadas del ejercicio político en la historia nuestra, permitiendo comprender variados momentos de esa práctica del poder, a modo de preludio de la realidad política posterior.

Dejemos de lado las máximas duartianas, tan conocidas y tan menospreciadas por algunos, antes y hoy, y las de otros prohombres de la dominicanidad. Escojamos al general Pedro Santana y sus frases que confiesan su manera de “pensar el Poder”. Rudo y valiente, no da vueltas al pandero: “Sí, yo estoy dispuesto a contribuir a la revolución, pero yo mando”. O aquella otra, memorable: “En política es a veces necesario matar de un cañonazo un mosquito”. Ambas, recuerdan momentos de la política –y políticos– de reciente presencia. O la respuesta que le da al Coronel Nobles en la batalla azuana del 19 de marzo de 1844, cuando el oficial le señala: “General Santana, los haitianos nos están echando una manga”, y Santana responde: –“Pues métanle el brazo”. Ese es el Santana contradictorio, arrojado en el campo de la defensa de la independencia nacional y, al mismo tiempo, cruel con los símbolos de la lucha trinitaria. De quien un antisantanista que don Emilio califica de “furibundo” como Cayetano Abab Rodríguez, dijo: “Santana lo hizo todo, y sin él no hubiera habido República”. Pero, al mismo tiempo, es quien ordena el fusilamiento de María Trinidad Sánchez y cuando le reclaman el yerro responde sin inmutarse: “A María Trinidad Sánchez la mató la ley”. Bertrand Veron, el comerciante francés que se asentó en Higuey –el Cruce de Verón, camino a Bávaro, lo recuerda– dijo públicamente en 1861: “Santana es un inepto, cobarde, déspota, arbitrario, comedor de tocino, que no sabe gobernar” y le metieron dos años de prisión y 500 francos de multa, que fue poca cosa para quien acostumbraba eliminar a sus críticos sin inmutarse.

Me detengo en la frase de Buenaventura Báez: “El Ozama piensa, el Cibao trabaja”. Y que don Emilio comenta socarronamente de esta forma: “En esta frase suya estaba él de cuerpo entero. Él era el Ozama: su labor era sólo pensar. Los demás eran el Cibao, los de la faena cotidiana, los de armas al hombro para sostenerlo en el Poder, para abastecer su buena mesa del ostracismo, en París, en Madrid o en las Antillas, o para el fácil retorno a sus gobiernos sucesivos”.

Voy ahora hacia Ulises Francisco Espaillat, tan civilista y pensador señero como errático en algunos de sus juicios y carente de practicidad política para gobernar. Decía Espaillat en carta a Manuel de Jesús Peña y Reynoso en 1876: “Vamos a tratar de probar que se puede ser tolerante sin ser débil; que se puede ser fuerte sin ser déspota, que se puede establecer el orden en la asociación sin incurrir en la arbitrariedad, que se puede matar el vicio sin ser cruel, que la ley es más fuerte que todos los tiranos”. El pensamiento era hermoso y justo, pero ¿y el sentido práctico del poder? Cuando Espaillat iba rumbo a Santo Domingo a prestar juramento como Presidente de la República, cuenta José Ramón López que se detuvo en Moca, donde llegaron a saludarle algunos de esos valientes generales de entonces. Uno de ellos, Juan de Jesús Salcedo, le dice a Espaillat: “Don Ulises, cuente con mi espada. Serviré lealmente a su gobierno”. Y Espaillat le responde molesto: “Gracias, pero yo no utilizaré generales. Mi fuerza será el maestro de escuela”. Salcedo, que al decir de López era “bravo como un león y maliciosa como una zorra”, cuando salió del acto de recibimiento a Espaillat comentó con sus compañeros: “Mango bajito, señores. Nos va a echar maestros, armados de Libro Primero”. Tres meses después, el gobierno de don Ulises pasaba a la historia.

Por cierto, Ulises Espaillat erró dos veces en lo que se refiere a importantes expresiones de la dominicanidad. Una, entonces incipiente. Otra, ya muy bien establecida. En el primer caso, enfrentó al merengue, hoy nuestra danza nacional por excelencia, aun cuando sufra los estragos del tiempo: “En opinión de muchos, debería desterrarse el merengue de la buena sociedad, pero yo, que deseo el bien para todas las clases, propondría que lo expulsáramos por completo del país”. Y la emprendió contra el acordeón, calificando al útil instrumento de nuestra ruralía como “insípido y horripilante”, favoreciendo a los instrumentos de cuerda “tan melancólicos y tan llenos de majestuosa armonía”, según su parecer. En el segundo caso, la arremetió contra “la miserabilidad” del sancocho, al que responsabilizó de “todos nuestros desaciertos e incongruencias”. Pero, entre sus numerosos aciertos de pensamiento, tuvo don Ulises uno que me parece formidable y actual, y es cuando enfrenta las tantas peticiones que, desde todos los ámbitos, se han hecho siempre a los gobiernos. Dijo entonces esta larga frase que contiene una verdad no exenta de humor: “Al hacerme cargo del Poder califiqué de deplorable el estado de la Hacienda Pública. Los innumerables reclamos que diariamente se presentan, la multitud de sumas cuyos pagos se piden con tanta insistencia, y las multiplicadas exigencias que, instantes por instantes, asedian al Gobierno, han desnaturalizado de tal modo las funciones del Presidente de la República que, a mi modo de ver, este funcionario ha venido a ser, ni más ni menos, que el Síndico de una quiebra”. No ha cambiado aún este panorama.

Llego a Luperón. La suya es una vida llena de máximas, a la sombra de las plumas de Hostos y Rodríguez Objío. Cuando en 1987, desde Puerto Plata Luperón funda su “resolución absoluta” en contra de su candidatura a la presidencia, lo hace bajo estos términos, y resumo: “Tengo dos razones capitales: no conviene a mi país y a mí no me conviene ser Presidente de la República, ni aún ser candidato para la presidencia de ella. No a mi país, porque los malos acechan pretexto y ocasión para turbar la paz pública, y yo no quiero, no quiero, no quiero ser ocasión ni pretexto de ese mal... He sido infame, inicua y sistemáticamente calumniado; de ese sistema de calumnia, que ha llevado su indignidad hasta el extremo de convertir en mí, contra los mismos títulos que acaso la historia justiciera me reconozca a favor de la gratitud de mi país, de ese sistema de calumnia ha nacido un convenio infernal entre los ambiguos de todas las situaciones y los tiranizadores de la patria... Si yo por subir al Poder, hubiera hoy de romper a machetazos ese pacto, o hubiera de descender hasta la intriga y la calumnia para que con sus propias armas vencer y aniquilar a mis contrarios, yo habría perdido en la contienda toda la dignidad con que yo quiero a toda hora y en todo puesto, sentirme mejor que esos contratantes de impostura. Y como sería necesario o emplear el machete, o manejar la intriga, y de cualquiera de esos modos dejaría yo de ser digno de la presidencia, antes que llegar sin dignidad a ella, me quedo contento en mi dignidad en mi casa”.

En la fraseología política de nuestros hombres de poder, se encuentra la síntesis de “la entrañable dominicanidad” de la que hablaba don Emilio Rodríguez Demorizi. Hemos de volver a ella para seguir cotejando la historia con este pensamiento en el cual se compendian los múltiples avatares de nuestra realidad, la de ayer, la de hoy.

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