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Un intento de canon, 15 años después

En 1999 muchos proyectos se pensaban en función del fin de siglo -que, realmente, no terminaría en ese año sino en el 2000, porque ninguna época se marca desde cero- y las urgencias provocadas por las convocatorias a recibir la nueva centuria y el nuevo milenio generaban las más variadas alternativas de conmemoración, incluyendo interrogantes sobre el porvenir, insólitos augurios, señales con su carga de misterios y debates de todos los calibres, entre lo científico y lo espiritual, lo elevado y lo insulso, la tinta brava en análisis de fondo y la sandez arremolinada en pareceres inocuos.

Todos fuimos atraídos por el cambio de centuria que la humanidad habría de iniciar en pocos meses. Y uno que otro plan fue concebido en función de ese nuevo tiempo que se acercaba ya velozmente y que durante decenios fue anunciado como el gran paso de la humanidad, aún distante. Ahora ya estaba sobre nosotros.

En medio de ese gran momento que se avecinaba, se nos ocurrió la idea -que, de hecho, se venía practicando ya en otras latitudes- de conmemorar el fin de la centuria encargando a un grupo de notables personalidades de nuestra cultura para que confeccionaran una lista con los 100 libros dominicanos más importantes del siglo veinte que estaba presto a fenecer. Estábamos entonces al frente de la Comisión Permanente de la Feria del Libro y organizábamos en ese momento, junto a un gran equipo, la segunda edición de la Feria Internacional del Libro, que creamos en 1998.

La finalidad del proyecto era clara: motivar la escogencia de las cien obras de nuestra literatura que, a juicio del jurado seleccionador designado, deberían figurar en esa lista por su calidad y trascendencia y porque hubiesen alcanzado la categoría de notables durante el siglo que finalizaba. Junto con la convocatoria entregamos a cada intelectual escogido las normas generales para realizar la selección, aunque dejábamos al criterio de los jueces cualquier modificación a la misma si con ello se contribuía a producir una selección rigurosa y abierta. Estas bases circularon con la convocatoria señalada cuatro meses antes de la decisión a la que finalmente arribaron los jueces seleccionados -o parte de ellos, como veremos más adelante-, aunque luego se produjeron modificaciones ligeras casi todas de tipo procedimental realizadas por el jurado, conforme lo establecían las bases originales.

Las bases fueron confeccionadas con mucho sentido de diafanidad. Entre otros aspectos contemplaban: que cada seleccionador haría su escogencia particular, aunque no completase las cien obras solicitadas; que debía mantenerse el anonimato y la confidencialidad de la selección de cada juez; que las selecciones se realizarían por género literario o disciplina de conocimiento: poesía, novela, cuento, historia, ensayo, teatro y cualquier otra variante de los géneros básicos; que cada obra seleccionada debía contener valores y aportes fundamentales dentro de la historia de la literatura dominicana, constituir sucesos de atención en sus respectivas épocas y formar parte del entramado bibliográfico dominicano a modo de paradigmas o de obra representativa, al margen de gustos o exigencias literarias, ideológicas o de otro matiz; que una vez entregada cada selección particular se realizaría una asamblea de toda la comisión seleccionadora para organizar y decidir la selección definitiva, la cual se tomaría por consenso; que la selección debería comprender desde el año 1900 hasta 1999, y no debía considerarse ninguna obra inédita ni libros publicados en el siglo diecinueve; y, entre otros aspectos, se anunciaba que la selección final se anunciaría el 23 de abril de 1999 en la Sala Manuel Simó del Conservatorio Nacional de Música.

En total, seleccionamos veinte personalidades para realizar esta labor: don Mariano Lebrón Saviñón, entonces presidente de la Academia de la Lengua; José Israel Cuello, Pedro Conde Sturla, Diógenes Céspedes, Bruno Rosario Candelier, Marianne de Tolentino, Francisco Comarazamy, Jorge Tena Reyes, Ramón Francisco, Arístides Incháustegui, Manuel Núñez, Jeannette Miller, Juan José Ayuso, Manuel Matos Moquete, Soledad Álvarez, José Enrique García y Pedro Delgado Malagón. Los intelectuales de la diáspora estuvieron representados por Daysi Cocco de Filippis, Silvio Torres-Saillant y Franklin Gutiérrez. De estas veinte personas convocadas a enviar una relación de las obras que consideraran válidas para los fines enunciados, cinco decidieron no participar: Pedro Conde, Arístides Incháustegui, Jeannette Miller, Juan José Ayuso y Pedro Delgado Malagón. Se añadiría luego a Pedro Pablo Fernández, de modo que en total dieciséis personas quedaron como jueces de la selección. Importante es consignar que el suscrito, como presidente de la Feria del Libro y promotor de este proyecto, nunca participó con voz ni voto en las deliberaciones. De hecho, solo asistí al acto de apertura de los debates, pronuncié unas palabras y dejé de inmediato el recinto para que se laborara con absoluta independencia. Lo que sí hicimos fue, como lo establecían las bases de la convocatoria, designar a dos miembros de la Comisión organizadora de la Feria como coordinadores técnicos para asuntos de procedimiento fundamentalmente, los cuales realizaron su labor con absoluta diafanidad sin intervenir en los debates: el historiador José Chez Checo y la bibliotecóloga Lucero Arboleda de Roa.

Cada uno de los seleccionados presentó sus listas personales, como se les había solicitado, aunque fue notorio que varios de los jurados tenían sus propias concepciones sobre la elección de las obras. Como señalaba la declaración leída por José Israel Cuello en nombre de todos los jurados al final de aquella difícil tarea que, en otros países había sido realizada sin inconvenientes, la convocatoria decía “Selección de los 100 mejores libros dominicanos del siglo XX”, pero alguien tituló la suya “Los mejores libros de la literatura dominicana”; otro los llamaba “Los libros más significativos del Siglo XX”, y otro más, “Relación de las 100 obras más importantes de la cultura dominicana”, con lo que era claro -conforme advertía José Israel aquella mañana definitiva- la existencia de una diversidad de criterios en la selección de los títulos a reconocer.

El viernes 19 de marzo de 1999 fueron convocados todos los que habían sido citados para aportar sus opiniones en este asunto. Exceptuando a los dominicanos residentes en Estados Unidos que se entendía que no pudieran estar presentes (solo Franklin Gutiérrez lo hizo y estuvo en el acto final de anuncio de la selección) solamente seis de los convocados se presentaron: Bruno Rosario Candelier, Jorge Tena Reyes, Manuel Matos Moquete, Soledad Álvarez, Pedro Pablo Fernández y José Israel Cuello, “quienes procedieron a constituirse en comisión depuradora de las opiniones de todos y unificadores de criterios, tal y como lo establecían las bases, sin excluir la posibilidad de que cualquiera pudiese incorporarse en el curso de los debates, cosa que en efecto aconteció varias veces y con magníficos resultados en los aportes”, según consignó la declaración final leída por Cuello.

Cuando se hizo el cotejo de las votaciones por escrito, se tenía una propuesta general abarcadora de 1,493 títulos, de los cuales solamente uno contaba con la unanimidad de los seleccionadores: “La sangre” de Tulio M. Cestero; otro más, “Yelidá” de Tomás Hernández Franco contaba con 14 votos, siendo seleccionables de inmediato por la mayoría de los votos escritos tan solo 21 títulos merecedores del favor de la mayoría de los participantes convocados, con 8 votos o más. Y sigo citando la declaración de Cuello como coordinador del jurado. El proyecto corrió el peligro de concluir ahí, pues solo 21 títulos habían merecido la mayoría de votos. Pero, existía otra variante: 102 libros habían alcanzado cuatro o más votos. “Eliminados dos por cualquier concepto, el trabajo terminaba”, informaba la declaración citada. Las reuniones deliberativas continuaron, hubo necesidad de volver a examinar las propuestas presentadas, se consideraron nuevas opciones, se acogió reconocer la labor de autores extranjeros que habían plasmado, en libros imprescindibles, la realidad dominicana “para el conocimiento de lo que fuimos o somos en este tiempo”. Luego de cuatro sesiones muy debatidas, se adoptó la lista final de los 100 libros del siglo veinte dominicano y se añadió una lista de 17 libros de autores no dominicanos. A las sesiones citadas se incorporaron, además de los señalados, Manuel Núñez, Marianne de Tolentino, Francisco Comarazamy y Diógenes Céspedes. (El reporte de este proyecto, quince años después de su realización, lo continuaremos desbrozando el próximo sábado).

www. jrlantigua.com

La finalidad del proyecto era motivar la escogencia de cien obras de nuestra literatura que se listarían por su calidad, trascendencia y haber alcanzado la categoría de notables durante el Siglo XX.