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La memoria fermentada de Marcio

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La memoria fermentada de Marcio
Marcio Veloz Maggiolo

La memoria es un ardid de la nostalgia. Cuando una: la memoria, surge solícita, aguijoneada por el plasma de la realidad vivida, entonces la otra: la nostalgia, se balancea presurosa sobre esa realidad para vigorizar el pasado, para minar los recovecos del tránsito vital, para forjar certezas desde la liviana reminiscencia y, antes de que el olvido siembre las cenizas de la retentiva, crear espacios nuevos de certidumbre avaladas por los sueños de lo que quisimos ser y no fue.

La memoria es un inventario de certidumbres y convencimientos, como lo es igualmente de trolas y fingimientos. Cuando uno se empeña en recordar uno sabe que el pasado es luz y niebla, que se puede registrar el hecho y sus protagonistas desde su realidad vívida, pero que, al mismo tiempo, esa realidad puede trastocarse, dividirse, alterarse, para que pueda entrar en la memoria el registro de lo posible, la ilusionada vivencia de lo que quiso ser. Es cuando esto ocurre que nace la literatura y desde ella géneros como el de la biografía o el de la memoria hacen el trasiego feliz de la nostalgia, ese episodio invicto de la mismidad que no tiene otra finalidad que no sea la de restablecernos, con toda su carga de soledad y misterio, en el terreno fértil de los ensueños, de las pesadumbres y de las evidencias perdidas, para que nos reconozcamos unidos a una historia propia que es, al mismo tiempo, certeza y mentira de muchos.

La memoria es, pues, la ceremonia de la fascinación, el sutil engendro de la premeditada visión del vivir, la configuración del pasado y del destino, el entronque de la convicción y la imaginación, la anfractuosa avenida del vivir desde los ángulos opuestos de la objetividad y la subjetividad, campos ambos que forman el albumoide de la vida misma. Uno no sabe ciertamente dónde se confunden los materiales del novelar y del memorizar, porque aunque el tiempo de la novela, como lo cree Francisco Umbral, sea “un tiempo falso, convencional, parado, del que dispone el autor como de un capital, mezquinamente”, y el tiempo de las memorias “supone escribir con los pies sumergidos en las aguas del pasar”, ese tránsito puede quedar confundido en el ejercicio del recuerdo y crearse mundos y espacios y posibilidades que completan la maraña de sucesos, personales y colectivos, de que está compuesta la memoria.

La memoria siempre es individual, por más plural que haya sido. Siempre recordaremos los hechos y las personas de manera diferente, aunque en algún momento nuestro memorizar coincida con el de otros. Muchas veces, estando todos en un mismo lugar, en un mismo espacio y en un mismo tiempo histórico, no solemos recordar igual los elementos de nuestro entorno. ¿Cuál es la razón por la que tantas veces recordamos un hecho de nuestra adolescencia que otros compañeros de edad y de espacio no rememoran igual o, simplemente, aducen ignorarlo? ¿Por cuál misterio de la vida, recordamos a un compañero de aulas que otros compañeros de la misma promoción no recuerdan? El recuerdo es anómalo, virtual, vulnerable. Lo que hemos visto, sufrido, gozado, vivido, no tiene que ser necesariamente igual para otros, aunque esos ‘otros’ estén justo a nuestro lado en el tiempo que la memoria preconiza. Cada uno es cada uno y sus cadaunadas, decía Ortega. Cada cual pone en desafío constante a su memoria para revivir, transformándola, la heredad y sus signos.

Sucede en la literatura igual que en la vida. La realidad es mágica porque la soñamos distinta cada uno desde su propia porción vital. Y de esa realidad mágica nutrimos a la literatura, para que ella sea esencia de un devenir y materia plasmante de nuestra vivencialidad íntima. ¿Acaso vemos nosotros el mundo y la vida de mejor manera que un orate? Marcio Veloz Maggiolo nos recuerda que “orate” viene del griego oratée, que quiere decir la persona que ve. “Ser un orate –nos dice– es por tanto ver lo que otros no verían, y por extensión plasmar la realidad que se ve sin que exista”. La memoria por tanto, es agrura y lucidez, intercambio de realidades y epítome de la razón, y también de la sinrazón. “Toda memoria fermenta en la medida en que envejece”, dice Veloz Maggiolo. “Cuando fermenta ya no es el agua azucarada inicial, sino el continente de millones y millones de bacterias que inciden en la imaginación”. Las memorias pues, de Veloz Maggiolo, confunden, adrede, la historia propia con la historia ajena, por eso son memorias con la levadura de la nostalgia recóndita, a la vez que memorias de la ficción con la hechura sentimental de la realidad violada. Literatura de la vida, vidas de la literatura, bioliteratura.

En su libro “La memoria fermentada” nuestro destacado novelista rememora hazañas y osadías del vivir cotidiano y de la urdimbre de los sueños. Hace la memoria de sus personajes literarios, de sus engendros, y la memoranza de la vitalidad propia, como si ambas llevasen consigo, como signo distintivo de su solvencia, una cicatriz marcada por el deseo. Los temas se congregan, entonces, desde su liviandad, rastreando sus traumas y sus arideces, descoyuntando su brevedad, eternizando el instante de su posibilidad. La muerte, por ejemplo, y sus ingredientes sociales, que nos nivela biológicamente pero no socialmente, porque la muerte “tiene condición de clase, y por tanto, no es igual para todos”. Bellamente, el cronista memorizador nos la devela así: “O se va uno a la tumba derechito sin flores y sin coronas, o se mete uno en los nichos eternos de la nada con tarjetas de todo tipo, incluyendo las de crédito; o se va uno a la oscura boca del más allá acompañado de edredones, en un ataúd blanco, enternecido por encajes que señalan las entretelas de nuestra condición social alta y protuberante; o nos vamos hechos cenizas, como las que recorren las aguas del Ganges cuando en los crematorios la muerte se desdobla en humo y calcio aventurero rodando mar afuera”.

La memoria del himno nacional bailable consigna un hecho político y su trauma social. La anécdota que recuerda el memorista nos cuenta que el famoso músico cubano Dámaso Pérez Prado tuvo que abandonar México cuando corrió el rumor de que estaba proyectando un mambo con la música del himno nacional. El caso le permite al memorista abordar un tema que le es propio, que entra en sus novelas y en sus pasiones: el de la música popular, seguro, como lo cree, que “la vida es inexplicable sin la danza, sin la memoria cantada, sin la vida cotidiana hecha melodía, sin ese areíto moderno que historiza lo inmediato”. Por eso, se puebla la literatura de boleros novelescos como en los casos de las novelas de la mexicana Ángeles Mastretta, del argentino Manuel Puig, del cubano Lisandro Otero, del argentino Osvaldo Soriano, de la cubana-puertorriqueña Mayra Montero, de los dominicanos Pedro Vergés y Enriquillo Sánchez, del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez. “El escritor rebelado y hasta obsceno –nos dice Veloz Maggiolo–, hace su strip tease, y deja desnuda la memoria, flaca o gorda, para permitir en una especie de nudismo intelectual, –encuerez del súper yo– que la misma sea como es, que la misma se aprecie despojada de la indumentaria hipócrita con la que la han obligado a vestirse los colonizadores de la cultura”. Es la zona de la vida abolerada, del bolero literario. Pérez Prado no pudo hacer bailable el himno nacional mexicano, pero el precedente existía: “La Borinqueña” se baila como danza, y como recuerda el autor, la cante Marco Antonio Muñiz o Alma Sánchez, la interprete el maestro Lito Peña o Claudio Carrau, “La borinqueña” sigue siendo himno y baile, porque un himno puede ser danza de pueblo o rumbón de la política, en especial cuando la “soberanía balaguerística” lo encajó en el horario del almuerzo para alimentar malicias.

Veloz Maggiolo nos invita en su libro a fabular con la memoria fósil, en un país donde “las páginas en blanco de lo memorial son muchas y no una”. La memoria fósil convertida en “memoria ósea, verdadera y frutal”. Y entonces llegan los personajes envueltos en sus humanidades fermentables, Policarpo López, por ejemplo, “que tenía la manía de recordar”, pero en una redada de la policía recibió tantos golpes “que decidió comenzar a olvidar”. Los personajes de Veloz Maggiolo encuentran en su biografía la razón para que la memoria los eternice en sus matrices adoloridas, en sus duelos cimbreantes. La Salamandra, “humeante mujer de aspecto bello y desflorante biografía”; Don Neolandio Arrieta y sus poemas de “intimismo sugestivo”; Quico Alfonso y su memoria vítrea, Quico, el muchacho de Villa Francisca que había visto a la mala suerte trepar por su biografía y que disolvió su tragedia con ojo de vidrio diciendo mentiras; Eulogio León, el inventor de memorias, que creaba biografías ajenas y que cansado de inventar memorias a otros un día aciago no encontró la suya; Julio el Filisteo que escribía sonetos a diez pesos “que eran todo un encanto”; Arsenio Blanco, que se convirtió en un fugitivo erótico cuando su suegro, asombrado por la versatilidad de sus cartas de amor a su hija, descubrió que él no era el hacedor de las misivas; “Perfumito”, brevemente descrito, a quien le apodaban de tal modo porque “parecía un frasquito de colonia de la marca 4711”; y, desde luego, Tico Sinatra, “el hombre fuerte de la trova en Villa Francisca”, el inolvidable personaje de la novelística de Veloz Maggiolo, autor del son de Carmina. Al memorizador nada le es ajeno, porque lo que se recuerda es lo humano y su trajín mutante y pendenciero.

Ensayo culto que se regodea en la chispa del anecdotario real o irreal, pero auténtico en su urdimbre memoriosa, este libro de Marcio Veloz Maggiolo que he vuelto a releer catorce años después, convierte la celosa acción del recuerdo en una memorable biografía de la literariedad y sus destellos recónditos.

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