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Carlos Dore, un homenaje (II de II)

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Carlos Dore, un homenaje (II de II)

La conceptualización del fenómeno político no solo desde lo nacional, sino en su ámbito más influyente y abarcador, el universal, si vale señalarlo de este modo, exigía una evaluación desde la realidad social y cultural, en esos años finales del siglo veinte cuando comenzaba a producirse, tal vez muy abruptamente, el desmoronamiento ideológico.

Los conceptos que marcaron las épocas precedentes por muchos años, dejaban de tener sentido, sobre todo desde la practicidad de las ideas de cara al nuevo milenio que se iniciaba donde aparecían elementos que no alcanzaron a ser previstos por la sociología ni por los engarces ideológicos que marcaron las rutas del devenir de forma tan convincente y, en cierta medida, tan irrebatible, incluso por quienes eran adversos a esos criterios.

El “espíritu analítico” debía perderse en los laberintos por donde hizo camino el proceder ideológico de los decenios precedentes –acentuados entre nosotros en los años sesenta a partir de la caída de la dictadura-, para “crear” nuevos discernimientos en el campo social, “ambientar” los razonamientos, que tal vez no era lo mismo exactamente que acomodarlos, y sostener criterios de nuevo cuño que permitiesen sustanciar y viabilizar un nuevo pensamiento político, ajeno a las posturas dogmáticas consabidas.

Estaba naciendo una sociedad, que no fue la soñada ni la proclamada ideológicamente durante tanto tiempo. Había crecido una juventud con otros desafíos y con metas muy distintas y distantes a las que planteaban las ideas socialistas y las proclamas marxistas. Existía una realidad oculta, que aparentemente no salía a la superficie con la fuerza de los conceptos establecidos por el canon ideológico. Desde la literatura, una excelente novela de Martha Rivera (“He olvidado tu nombre, 1996) era la muestra más contundente –única por demás- que mostraba esa realidad oculta, de la que eran compromisarios inclusive integrantes de las hornadas ideológicas de esa etapa turbulenta.

Fernando Ferrán que escribía del tema en aquellos años, expresaba entonces: “Quizás esto se deba a los valores propios de una sociedad de consumo cuya máxima apuesta es el presente inmediato, cuyo valor supremo es el tener y disfrutar en confort. O, tal vez, esta crisis se deba a un sistema educativo universitario especializado en la generación de profesionales para suplir la demanda de un mercado laboral, mucho más que en formarlos para la generación, comprensión y disfrute de nuevas ideas y metodologías científicas y tecnológicas. En cualquier instancia, la situación presente se caracteriza por discusiones tan efímeras como las páginas de un matutino, o tan vistosas como un panel televisivo”.

Esa era la cuestión. Y dentro de ese panorama, Carlos Dore aportó, sin dudas, una nueva, renovada vale decir, concepción del universo social dominicano que puede ser incluso combatida como sectaria o interesada (como si acaso todo pensamiento filosófico, social o político no terminara siendo favorable a un objetivo propio o de un grupo social), pero que fue en su momento, la más crítica, la más arrojada y la más movida en la tradicionalmente sosa y frágil coctelera de las ideas en la República Dominicana.

En los años finales del siglo veinte, Dore Cabral volvió al ruedo sociológico, apuntalando sus análisis y visiones como profesional del género hacia el derrotero político, acción de praxis y pensamiento que no le era ajena, pero dentro de una cosmovisión actualizada del devenir social y político dominicanos. Era su nuevo debut como analista social, abarcando entonces temas que no fueron antes objetos de su evaluación, por lo cual su re-estreno involucró nuevos actos en el escenario siempre polémico y crítico en que desenvolvía –y desenrollaba– sus ideas. Obviamente, acostumbrados a la facilidad de opinión, al derroche de ideas fast-food de la televisión cotidiana y al inmovilismo conceptual en marcha desde la muerte –necesaria, por demás– de las ideologías (o, fundamentalmente, de “la” ideología que marcó todos los rumbos, a babor o a estribor), los dominicanos pensantes terminaron desconceptualizando el pensamiento, reduciéndolo a formulillas altisonantes, a mediastintas (y a tintas borrosas), que se exponían en paneles traviesos y reduccionistas, o en cuartillas limitadas y abrumadas de urgencias cotidianas.

En ese terreno, espantaba –y molestaba, a veces– que un pensador (Carlos Dore lo era), insistiera en debatir temas que se preferían rehuir, o discutir situaciones que se entendían postergables. La sistematización del pensamiento es, en nuestro medio político y de opinión, un quehacer acultural, si vale el término, o sea, una actitud contraria a la tradición del pensar (?) localista, que es la de enfrentar los temas de la cotidianidad política, siempre ilimitados, con rapidez, sin profundización y con la siempre abierta posibilidad de cambiar de página –de tema, quiero decir– al primer giro de la situación planteada. Y san, se acabó. Ya no existen las polémicas biliosas que enfrentaron, en disciplinas distintas, a Utrera y Peña Batlle, a Láutico y Bosch, a Fello Bonnelly y Balaguer. Los polemistas no gustan ya el verse cara a cara, y el debatir organizando las ideas, distribuyendo las mismas en el orden preferente de sus intereses, con inteligencia gallarda y manejo fiel de los conocimientos y los conceptos.

Dore fue entonces persistente, provocador, polemista, instigador de ideas que volcadas sobre la cotidianidad política generaban ronchas y recargaban el ambiente. Se podía estar en desacuerdo con él en muchas de sus evaluaciones sociales y políticas, pero nadie podía ignorar sus ideas, ni combatirlo con el facilismo propio de la vulgar praxis política criolla (error en el que cayeron algunos intelectuales al enfrentarlo), ni mucho menos ignorarlo a ultranza, que era una forma de rehuir debates para aclarar posiciones.

Leer a Dore fue en aquellos años atención obligada de políticos de todas las tendencias, periodistas de todos los medios, intelectuales de todas las corrientes y empresarios de todo el espectro industrial o comercial dominicano. Para gozarlo o sufrirlo, para irritarse o para celebrarse, tras sus letras iban los lectores que luego le comentaban, le aplaudían o le burlaban. Pero lo leían. Necesariamente lo leían. Entonces sistematizó su pensamiento en libros, recogiendo trabajos que elaborara mientras trabajaba en centros académicos de Estados Unidos y durante su desempeño como estratega del primer gobierno de Leonel Fernández. En los del primer grupo aparecen temas como el del neoliberalismo en Latinoamérica, el de las tendencias urbanas en el Caribe, las migraciones, la estratificación racial y la cartografía del transnacionalismo dominicano. En el segundo grupo destacan los de la experiencia del diálogo nacional, del que fue estratega y conductor, y los de la democracia, elecciones y actores políticos.

Como puede verse, se trata de un conjunto abigarrado, donde entre un tema y otro se notan distanciamientos casi abismales. Empero, sirvieron para enunciar y enjuiciar pareceres que la sociología dominicana no podía dejar atrás porque constituían enclaves éticos y políticos de insoslayable importancia en el momento en que finalizaba el siglo. Dore revitalizó su impronta personal y profesional de sociólogo de formación cabal, en medio de la crisis del género, patentizando una renovada conceptualización del enfoque sociológico y formalizando sus nuevas maneras de ver y entender la realidad social, ajeno a normas del pasado. Quedaba atrás el Dore agrarista de los años setenta y ochenta, que dejó tres libros como testimonios de sus inquietudes en esa época, y surgía el nuevo Dore investigador, escudriñador, conceptualizador, crítico intenso y hondo en sus apreciaciones de los fenómenos sociales modernos y posmodernos, con sentido de método y discurso, asido con propiedad a sus temas con eficaz limpieza expositiva, marcando una nueva manera de analizar la realidad social y política. Se erigía en piedra de escándalo, queremos decir de debate, entre quienes siguieron atentos cada día, por un motivo u otro, su pensamiento atrevido y valiente, no importa de qué lado cayera la piedra.

Carlos Dore Cabral revitalizó los valores de la sociología como punto de entronque con el análisis directo y urticante de la realidad social, y como disciplina a ser tomada en cuenta para el debate científico, si aún es válida esta apreciación dentro de estos fines, de las ideas sociales y políticas en aquel fin de siglo. Ahora que en Funglode acaban de rendir un homenaje a su trayectoria, justo es que consignemos estas notas –escritas hace quince años- como reconocimiento a su lúcida y tenaz carrera profesional, política y humana. De alguna manera, sin duda alguna, él ha sido entre nosotros un paradigma.

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