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Tres noticias y un vaticinio para cerrar el 2014

El año 2014 ha de terminar en breves días con tres grandes noticias que hemos de comprender que arreciarán su cauce en el 2015 que tenemos ya sobre nuestras espaldas.

Al margen de otras coordenadas noticiosas que han de cursar su desarrollo en la jornada que se avecina, las tres que ahora hemos de señalar son las que parecen dar las claves temáticas, si así hemos de llamarlas, de los meses que desde la medianoche del miércoles próximo irrumpen con su andadura firme un año que, desde otras vertientes, habrá de resultar definitorio para la batalla política del 2016.

Noticias noticias, hay muchas y variadas desde todas las fuentes y hacia todos los destinos. Pero, quisiera entresacar tres, solo tres, y unirlas a una realidad que tanto ha llamado mi atención en las semanas recién pasadas que las he colocado como tema en las tertulias generacionales que han acampado en la feliz ensenada de la Navidad, tan propicia para repasos, nostalgias y resuellos que la edad atesora.

Tres, son pues, y son estas. El nuevo Código Penal que se intentó abortar desde variadas urdimbres, altas y medianas, y que me parece que todavía, promulgado y todo el andamiaje legal, ha de encontrar quien vapulee sus intenciones y tenga la intención de dar marcha atrás a su texto y contexto, como si pareciera que cada parte en conflicto, salvo una, no ha quedado del todo satisfecha de lo aprobado por los legisladores de los estrados bajos. En lo que ese tema noticioso hace una nueva rutina rijosa o toma su rilís, anotemos los otros dos temas que, entre centenares tal vez, la prensa mundial ha dado cariz de primacía: el anuncio de la apertura de relaciones entre Cuba y Estados Unidos que los gobernantes de ambos estados dieron a conocer como un anuncio de Navidad aunque nunca ambos le dieran ese matiz, y los 15 pecados de la curia romana que Francisco Papa ha dado a la luz y que no ha claveteado sobre las anchas puertas vaticanas para no recordar gesto similar de Martín Lutero, el fraile agustino que elaboró 95 “pecados” (“tesis”, optó en llamarlas) -80 más que Bergoglio- y las colocó con clavos de metal pulido en la puerta del perdón de la iglesia del palacio de Wittenberg, de su Alemania natal, en 1516. Cosas extrañas las de las coincidencias: en el 2016, al doblar de la esquina, hará seiscientos años de aquel suceso que daría inicio a la reforma protestante.

Lo de Estados Unidos y Cuba es una ventanita que se abre todavía tímidamente. El arrojo de Obama, la recepción cubana y los entreveros de esta añeja controversia que ha de vencer aún, de lado y lado, numerosas percepciones, contienen en sus fundamentos y secretas tratativas actuales y futuras, material suficiente para un acuerdo de puertas abiertas que dejará sobre el terreno alegrías y dolores, ambas situaciones muy previsibles, entre los que terminarán desde la cubanía residente viendo los reflejos de una nueva aurora, y los que desde la cubanía ausente bajarán la cerviz ante la impotencia de una realidad, tan geopolítica como cualquiera de las otras de la guerra fría, y verán pasar una época que comienza apenas a colocar sus pistillos. Falta mucho por ver, pues.

Empero, la realidad que ha llamado mi atención en las semanas últimas del año que termina, es una noticia revelada por The New York Times recientemente, donde apura la sorpresa del devenir tecnológico, tan cargado de asombros desde que el primer instrumento de esta era digital dio su primer batacazo en tiempo que fue ahorita, como dice un amigo. Mi generación vio nacer el bíper, de los que mis hijos treintiañeros apenas recuerdan como un objeto prehistórico. Pasamos del teléfono de tres dígitos, al de siete y luego al de diez. Vimos nacer la televisión a colores, que un sacerdote amigo que había viajado a Puerto Rico nos contaba asombrado haberla conocido y aseguraba que provocaría ceguera y demencia. Vimos llegar la tevé por cable, que se ofertaba gratuitamente en sus inicios casa por casa. Y antes, la computadora que solo unos pocos laboraban en ella en las empresas, mientras se guardaban en cuartos intensamente fríos, las veinticuatro horas, los “motores” que impulsaban y conservaban los archivos y dispositivos de aquellas locomotoras de palabras y números que parecían surgidas de un averno que en vez de fuego yacía en congelador. Luego, hemos vivido y sufrido y celebrado todo lo que ha venido después, bastante acomodados al asombro continuo que termina siendo rutina.

El televisor, por ejemplo, que es el tema ahora. El diario norteamericano en formidable reportaje –y formidable por lo que nos anuncia- describe lo que fue ese “simple aparato” que “durante décadas, desde los días cuando quizá una familia en una cuadra tenía una televisión en colores e invitaba a los vecinos a verla, ha sido un portal hacia un mundo de ensueño, un símbolo de estatus y un compañero nocturno confiable”. Para los dominicanos, esta descripción funcionó desde que en 1952 apareció entre nosotros la tevé en blanco y negro (que fue desde ese cromatismo primario como pudieron verse todas las “semanas aniversaria”), y que todavía a fines de los sesentas no eran muchos los que podían tener uno de estos aparatos en casa. La “leal caja de tubo de rayos catódicos no solo era la pieza central de la mayoría de las salas, sino que también servía como una especie de pegamento emocional para la familia”, como deja constancia el reportaje aludido.

Hace poco, hicieron su entrada los “plasma” o pantallas planas, que uno comenzó a ver en New York asombrados, entre los escaparates de las tiendas de Quinta Avenida, anhelando la fecha en que pudiesen arribar por estos contornos, sin saber que el hecho se “perpetraría” en lapso menos que breve. Pero, pronto, y este es el anuncio de New York Times, las tevé dejarán de ser un aparato esencial en muchos hogares. De hecho, ya no lo son en algunos albergues universitarios de Estados Unidos. Muchos afirman que no se entiende para qué puede servir un televisor “en la era de las computadoras portátiles y el servicio de streaming Hulu”. Hay quienes creen que tenerlo es “un desperdicio de espacio”. Y no es para mortificarse. Cuando apareció el bíper, no teníamos bien claro la llegada en tal vez poquito más de una década del celular o de los smart. Y cuando se nos presentaba en revistas esa tevé que podríamos colocar en la pared casi como una pieza más del mobiliario casero, no podíamos entender lo que iba a significar el HD y la versión posmoderna (?) del viejo televisor. Una década hacia atrás era impensable ciertamente una casa sin tevé y sin teléfono. Pues, hoy, la línea telefónica terrestre –por la que tanto se pelearon Codetel y Tricom, en los inicios de esta última servidora de telefonía- es casi un anacronismo, como revela el Times estadounidense. Y no se asombre nadie cuando comencemos a darnos cuenta que el televisor, con todo y el apagón analógico anunciado con bombos y platillos desde la platea del negocio hace unos pocos años, se constituirá en una “irrelevancia”, sobre todo para esa “generación conectada”, que ha comenzado a abandonar la tevé por cable y pronto también la tevé por completo.

Esa generación conectada, que arrastra a tientas o a conciencia, según cada caso amortigue o soporte los cambios, a las generaciones precedentes que seguimos existiendo, y hasta actualizándonos, hace rato que ha emigrado a Internet, desde la laptop o desde el móvil, lo que hace que “el papel del televisor esté siendo sacudido por primera vez desde la era de las antenas de orejas de conejo”. Lo que pasó con el Sony Walkman (¿lo recuerdan?), podría pasar con el televisor. El periodista del NYT que hace el revelado de esta película futurista atestigua que estamos a punto de comenzar a escribir el obituario de los televisores. La pura verdad es que la era del teléfono inteligente está llevándose “de faro”, como decimos en el Cibao, a los relojes de cocina, los despertadores, los calendarios de escritorio, las cámaras de video y hasta las linternas y los relojes de bolsillo. El iPhone y sus parientes tienen la culpa.

Dentro de poco pues, que no ha de correr mucho el tiempo para que esto ocurra, el MacBook, el iPhone y el iPad han de servir, como sirven ya, para ver nuestros programas de tevé favoritos. Las tabletas desenchufan la realidad consabida y nos acercan a la realidad virtual, casi al borde del histerismo tecnológico que producen estas “sapiencias” del milenio. Ya no nos reuniremos en familia para ver la tevé. Tal vez, esto ha ocurrido ya desde hace rato. Pero, no es cierto que se pierda la interacción familiar o social que estas tecnologías aparentan descuidar. Los hallazgos se comunican por Twitter (aunque me temo que esta vía caduca ya frente al Instagram o el mismo Facebook, hasta nuevo aviso), entre amigos y familiares se comparten las contraseñas de los servicios de streaming como Netflix, Hulu Plus o HBO go. Y las tabletas constituyen un instrumento fértil para la relación interpersonal “juntándonos” (vaya, que me incluyo en esta “onda”) a una hora determinada para ver desde nuestros dispositivos a “Scandal” por ejemplo (hasta que llegue la nueva edición de “House of Cards”) y a través de Twitter intercambiar con los amigos “conectados”. En fin. Otras maneras han nacido y debemos estar bien conscientes de la nueva realidad que se nos vino encima, junto a una Cuba abierta al mundo, un EUA que busca cerrar un capítulo perdido de su historia, una Iglesia que busca purgar sus pecados curiales y un código que dejó a no pocos sin su Santa Claus.

www. jrlantigua.com

Otras maneras han nacido y debemos estar bien conscientes de la nueva realidad que se nos vino encima, junto a una Cuba abierta al mundo, un EUA que busca cerrar un capítulo perdido de su historia, una Iglesia que busca purgar sus pecados curiales y un código que dejó a no pocos sin su Santa Claus.