Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Lecturas

Veinte años que fueron ayer

A la edad de nueve años, fui seleccionado en mi escuela para pronunciar un discurso con motivo del Día del ahorro escolar, que entonces era una fecha que la dictadura acostumbraba celebrar con mucho ruido.

Un amigo de mi casa, Rafael Espinal, me hizo el discurso. Tal vez, no recuerdo, días u horas antes de leerlo, otro amigo de mi casa, Winston Arnaud, conociendo seguramente las inclinaciones antitrujillistas del amigo anterior, leyó el discurso y lo objetó advirtiendo a mi madre que el mismo no contenía ninguna alusión al hijo menor del dictador, Radhamés, cuyo rostro se estampaba sonriente en los sellos de todas las denominaciones que los niños de entonces estábamos obligados a adquirir para llenar las cartillas de ahorro escolar, cuyos fondos por cierto nunca supimos su destino.

El discurso en cuestión fue armado de nuevo, de seguro también con más de una mención distintiva al Perínclito hijo de San Cristóbal, y así pude yo leer, entre aplausos, aquella infantil pieza oratoria que me granjeó de inmediato la distinción de mis maestros y condiscípulos.

De aquella lejana experiencia en la Escuela Primaria “Ecuador” de mi Moca nativa, han pasado muchos años. Creo que fue el punto de partida de mi vivencialidad con la palabra hablada como expresión del quehacer oratorio, al que fui introducido a edad tan tierna. No recuerdo las muchas veces que tuve que repetir la hazaña, inducido siempre por mis maestros, pero sí rememoro la fecha del 2 de mayo de 1961, cuando con apenas once años de edad fui escogido para hablar en la actividad conmemorativa del centenario del primer grito contra la anexión a España que tuvo lugar en mi pueblo en 1861, gracias al arrojo de José Contreras, Cayetano Germosén, José Inocencio Reyes y José María Rodríguez. Apenas faltaba poco más de una veintena de días para que el tirano cayese abatido por las balas de un grupo de valientes en una conjura que tuvo varios protagonistas mocanos, entre ellos el principal, Antonio de la Maza Vázquez.

Mi contacto con la palabra escrita vino después de aquel discurso que me escribieron los amigos de mi familia que ya he mencionado. Tengo un punto de partida porque conservo el recorte y la proeza: cuando tenía trece años envié al diario El Caribe una reseña sobre la formación en Moca de un núcleo estudiantil, que fue insertada en un pequeño recuadro en las páginas de ese diario, que era entonces el más importante del país.

De niño, solía leer con detenimiento los dos principales diarios que eran El Caribe y La Nación, y recuerdo perfectamente como seguía con interés aquella gira final del dictador por todas las provincias del país antes de caer abatido el 30 de mayo de 1961. Para esos mismos años de la escuela primaria solía pasar horas junto a mi amigo de infancia Radhamés Gómez Gil, hoy un profesional de la medicina, escribiendo “pensamientos”, como solíamos llamar a unos pequeños trozos de ideas que podían estar inspirados en la luna, el viento o la noche, la luz, el amor o los sueños. Eran atisbos poéticos sin duda alguna, y esos trozos de ideas sirvieron de aliento para producir nuestros primeros versos. Radhamés Gómez Gil, que no era mocano pero que había cursado la educación básica en nuestro pueblo, declamaba en las veladas escolares los poemas negros de Luis Palés Matos (“Calabó y bambú./Bambú y calabó…/Es el sol de hierro que arte en Tombuctú./Es la danza negra de Fernando Póo./El alma africana que vibrando está/en el ritmo gordo del mariyandá”). No he olvidado esos versos. Y aunque Radhamés Gómez nunca pasó de los poemas del autor de “Tuntún de pasa y grifería”, yo tuve en aquellas expresiones artísticas escolares de cada viernes mis primeros encuentros con la poesía, que terminaría siendo una de mis grandes pasiones lectoriales.

Aunque luego se perdieran o se alinearan en algún rincón oscuro donde nunca jamás pudiesen ser vistos, escribí poemas, escribí teatro, escribí relatos, escribí artículos: el primero de todos apareció en el periódico Clarín Estudiantil que dirigían desde el liceo secundario Winston Arnaud y Jorge Díaz Piñeyro (estando yo en la intermedia), con quienes al pasar del tiempo forjé compadrazgo, cuando ambos apadrinaron los bautizos de mis dos primeros hijos. Comprendí entonces, muy joven, que estaba habitado por la palabra y que en la palabra encontraba mi identidad. Un día de 1970 envié un artículo de juventud a don Rafael Herrera, cuando entonces era difícil entrar en el llamado periodismo de opinión, y cuán grande sería mi sorpresa al leer pocos días más tarde mi humilde trabajo en la página editorial del Listín Diario. Continué la ofensiva y siempre el entonces director del influyente matutino me abrió las páginas del rotativo para que se expandieran mis sueños de escritor y periodista. Un año después de enviar mis escritos y verlos publicados en el Listín vine de visita a la capital para conocer a don Rafael, y el inolvidable mentor de mis letras periodísticas me recibió con mucha distinción en el edificio que entonces ocupaba dicho periódico en la calle 19 de marzo.

Cuando se fundó el diario El Sol en la ciudad de Santiago, yo pasé a ser redactor-corresponsal y columnista. Gracias a mis trabajos en El Sol se inició formalmente mi carrera de escritor y pude a la vez obtener empleo cuando me instalé en Santo Domingo. El doctor Bienvenido Corominas Pepín, cuya memoria reverencio siempre, fundador de El Sol, me instó a escribir la biografía de Domingo Moreno Jimenes, para iniciar una serie editorial titulada “Cultura para todos”, que tenía el objetivo de producir libros de consumo masivo a muy bajo precio. Así nació mi primer libro. Con los años, cuando vine a residir a la capital, encontré empleo en una emisora radial porque, cuando solicité, reconocieron mi nombre como el autor de una columna que se titulaba “Conclusiones” que se leía en un programa donde se seleccionaban los mejores artículos de cada día en la prensa diaria llamado “Revista de la Prensa”.

Once años después de establecerme en Santo Domingo, en 1983, visité una mañana que nunca olvido al periodista Juan Bolívar Díaz, quien dirigía entonces el periódico El Nuevo Diario, para presentarle el proyecto de una página de comentarios de libros. Juan Bolívar acogió el proyecto con entusiasmo y así nació la página Biblioteca en El Nuevo Diario, como originalmente la llamamos. En ese espacio permaneció dos años, hasta 1985, cuando Aníbal de Castro me abrió de par en par las puertas de Ultima Hora donde Biblioteca se convirtió en suplemento, quedándose allí por quince años, hasta que el periódico cerró sus puertas. Ruddy González, que había sustituido a Aníbal en la dirección de los años finales de Ultima Hora se combinó con Miguel Franjul para que Biblioteca siguiese existiendo, en lo adelante en el Listín Diario, donde terminó su publicación en el 2003. El crítico Diógenes Céspedes escribió en una ocasión que Biblioteca era el único suplemento cultural portátil que había existido en el diarismo dominicano porque se mudaba conmigo donde yo me fuese.

Han pasado once años desde que Biblioteca cerró sus páginas. Se han cumplido treinta y un años desde que se abrió la primera de esas páginas. Y parece que fue ayer. Es hora pues, de pasar balance y dejar constancia. En mi libro “La conjura del tiempo” coloqué un epígrafe de Ortega y Gasset que reza: “Treinta años cuando más tardamos en reconocer los límites dentro de los cuales van a moverse nuestras posibilidades”. Un concepto válido para la escritura de la historia. Y en Biblioteca nació y creció una historia, la de la literatura dominicana durante veinte años. Allí se escucharon sus latidos. Se iluminaron sus caminos. Se abrieron trechos. Se orientaron vocaciones y esperanzas. Es hora de volver a leer Biblioteca. En lo que fue. En lo que, tal vez, siga siendo.

Alguna vez lo dije y ahora lo repito. Cuando paso balance de mi vida, compruebo que la palabra ha invadido todas las esferas de mi existencia y que ella suple de signos todos los espacios, todas las brechas, los coloquios, soliloquios, diálogos y monólogos de mi cotidianidad. La palabra me ha permitido construir las coordenadas vitales con las que nutro mi andadura pertinaz, mis ideales y mi discurrir, mi proyecto de vida, mi visión del mundo. La palabra ha creado en mí una vocación apasionada por la letra y sus designios, por el entramado de las ideas y sus secuencias, por los ritos de la lengua y su dinámica regocijante. ¿Qué otra cosa hago en la vida que no sea siempre hacer uso de la palabra? Para educar a los hijos y para sostener el hogar. Para hacer amigos y conservar la esperanza. Para descifrar los códigos de la nostalgia y para escribir la memoria de lo vivido. Para ensartar ilusiones y cocer silencios. Para crear ideas y fortalecer principios. La palabra es un arma, decía Sartre, y con ella peleo todas las guerras del tiempo. La palabra es un albur y con ella corro todas las suertes de la vida. La palabra es un sueño y con ella creo mis utopías más eficaces.

A los nueve años yo dije mi primer discurso con palabras prestadas. Al cabo de tantos años siento que he podido construir mis discursos posteriores con palabras propias. Pero, desde aquella lejana pubertad discursiva a esta adultez llena de palabras que a veces se lleva el viento, he aprendido que la palabra construye mi devenir y lo sustenta, levanta mi decir y lo subleva, edifica mi letra y la señaliza, obra sobre una heredad pródiga que reclama y proclama constantemente su desvelo y su amalgama. Y así será, así seguirá siendo hasta el fin, cuando las palabras pasen a ser memoria y plasma.

(El próximo jueves 22, a las 7:30 de la noche, presentaré los tres primeros volúmenes de “Espacios y Resonancias”, donde recojo parte de mi palabra crítica sobre literatura dominicana y extranjera, sobre todo de la primera. Otros cuatro volúmenes esperan, para completar la tarea, ser publicados entre abril y junio venideros. Espero recibir una palabra de aliento de todos mis amigos y amigas, la noche del jueves en que comienzo a cerrar, reabriendo, un ciclo inolvidable de mi historia).

La palabra es un arma, decía Sartre, y con ella peleo todas las guerras del tiempo. La palabra es un albur y con ella corro todas las suertes de la vida. La palabra es un sueño y con ella creo mis utopías más eficaces.

www. jrlantigua.com