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La revolución ignorada (2 de 3)

Junto al significativo grupo de los beisbolistas que comentamos la semana pasada, como parte de la evolución que se origina luego de la dictadura que produce nuevas escalas de valoración socioeconómica en el tejido social, de forma casi simultánea aparece la horda de los comberos, líderes orquestales que tejieron el boom del merengue, sobre todo entre los sesenta y ochenta, recibiendo a cambio ganancias relevantes, las cuales les facilitaron un ascenso social vertiginoso y una escala estable en la venturosa sociedad de nuevos ricos dominicanos.

A diferencia, sin embargo, de los peloteros, los artistas comberos ascienden en medio del frenesí que originan sus éxitos musicales, mercadeados dinámicamente por las empresas disqueras de la época. Pero, cualquier desliz en la estrategia de ventas, o un cambio en las preferencias del mercado, o determinada variación en el gusto del público, origina –como al efecto ha ocurrido en no pocos casos- la ruina y la caída estrepitosa del artista quien, si no supo manejar austeramente sus finanzas en sus momentos de gloria, o procurado una adecuada asesoría para las inversiones financieras, vería descender sus arcas y desmejorada su economía personal.

(Un paréntesis. Combero es un título entre despreciativo y farandulero con que se designa a los artistas que manejan pequeños grupos orquestales de música dominicana o salsa. Viene de combo, un término apenas aprobado en tiempos recientes por la Real Academia Española. El último diccionario de la RAE lo define como “grupo musical que interpreta música popular” en Bolivia, Colombia, Cuba y República Dominicana. También lo define como “grupo musical de salsa”, aunque reduce su uso a Colombia y Venezuela. El diccionario de la RAE no menciona a Puerto Rico, y comete un error, porque afirman algunos estudiosos del fenómeno combero que la palabra combo probablemente tuvo su origen en Puerto Rico con la formación a finales de los años cincuenta de la orquesta de Cortijo y su Combo. A partir del decenio de los noventa del siglo pasado, ya estos grupos orquestales dejaron de utilizar este término para identificar sus agrupamientos musicales, pero el vocablo se les siguió aplicando popularmente -ya está prácticamente en desuso- como una forma de proyectar y sentir la música, así como de vestir y danzar al frente del grupo. Ocasionalmente, para distinguirlos de otro modo y obviar el sentido peyorativo que alcanzó el término, se les denomina insólitamente “conjunto”. Combero es un témino no aprobado por la RAE y tampoco aparece en el Diccionario del Español Dominicano).

Lo cierto es que, beisbolistas, comberos, merengueros y, a partir de los últimos doce años de este siglo, los bachateros, y con ellos una crecida troupe de beneficiados de este estallido económico (los bachateros han dejado muy atrás a los merengueros en términos de fortuna económica) han asaltado la rancia aristocracia dominicana y ocupado sus mismos asientos en el teatro de la preeminencia socioeconómica, originando una revolución de magnitud insospechada en la valoración social, que es tenida como paradigma por amplios sectores de la juventud, que se observan en ese espejo de bienestar y popularidad y creen que en el mismo está guardada, esperando por ellos también, para elevarlos a los mismos niveles de crecimiento y holgura que anhelan, la panacea a sus tribulaciones económicas y a sus delirios de fama y grandeza.

Un cuarto elemento importante en esta evaluación es la migración de dominicanos a Estados Unidos, básicamente a Nueva York, ampliada también en los últimos veinte a veinticinco años a determinados países europeos e, incluso, a otros estados de la unión norteamericana. Es apenas en los últimos lustros cuando ha comenzado a evaluarse formalmente los niveles de cambio producidos en la sociedad dominicana en los cinco decenios que siguieron a la Era de Trujillo, como consecuencia de la migración dominicana hacia EUA. Cambios que se delinean y acentúan a partir de los finales del decenio del setenta, hasta los inicios del siglo XXI. La sociedad dominicana está obligada a evaluar los reales alcances de la transculturación aportada por los dominican york en los últimos decenios, así como la forma de contrarrestar los vicios y espejismos de una parte de esa migración que desvirtúa la real y positiva ilusión de progreso de la juventud dominicana. Adquieren significativa trascendencia los aportes económicos que la amplia población de emigrantes en Estados Unidos hace anualmente a nuestra economía, los progresos de un fortalecido grupo que exalta y dignifica los planos conformantes de la cultura nativa, las aportaciones en recursos humanos de gran valía y proyección hechos en beneficio de la sociedad norteamericana y expresadas a través de profesionales de diversas ramas que ejercen con mucha calidad en las tierras del Norte, y el laboreo fecundo de millares de dominicanos que no han hecho otra cosa que no sea trabajar sin desmayo, con respeto a las normas legales existentes en Norteamérica y Europa, labrándose un destino familiar que, seguramente, de otro modo no hubiese sido posible. Desde luego, no podrá obviarse en esta evaluación los “aportes” negativos de un sector que, al margen de patrones de conducta ética y social, ha creado un desbalance en el caudal positivo de la migración dominicana, mediante el ejercicio de tareas que generan riqueza de procedencia criminal.

Del modo que fuese, esta revolución en la posesión de riquezas en el medio social dominicano, ha originado, como puede suponerse, un cambio radical en la conducta social y en los créditos morales de los ciudadanos, especialmente de los más jóvenes. Confrontada la procedencia social de estos nuevos ricos y su grado educativo con los de otros sectores de rancio poder económico que han educado a sus proles en las mejores universidades europeas y norteamericanas, y ellos mismos –sus cabezas rectoras- han obtenido, en razón fundamentalmente de sus orígenes socioeconómicos, una formación social sujeta a cánones estrictos y a rigurosos esquemas de comportamiento, se podría determinar perfectamente cierta ausencia de sintonía social de los primeros, que afecta sensiblemente los valores establecidos en una sociedad formada desde sus raíces por los segundos.

Los desajustes de personalidad generados por las riquezas emergentes en los beneficiados por el boom beisbolístico y artístico, los resentimientos sociales manifestados a través de actos indecorosos, escándalos y prejuicios exteriorizados públicamente, así como conductas disonantes que, muchas veces, se manifiestan hasta en el vestir y en posturas y ademanes excéntricos, hacen de esta nueva clase una contribuyente de dilemas sociales múltiples y de muy cuestionadas actitudes degenerativas que, de ninguna manera, contribuyen a dinamizar la ejemplaridad de las virtudes morales necesarias para la consolidación de una sociedad, digamos, formal.

Desde luego, las excepciones quedan y en ambos grupos existen ejemplares formas de conducta social y cívica que se apartan del montón. La fama y el dinero han normado, probablemente para el resto de sus vidas, sus conductas vitales y sus rasgos distintivos, y con ambas construyen sus mundos disonantes, aupados por la prensa que les dedica los mejores espacios de sus ediciones; por los programas de televisión que discuten entre sí por sus primicias; por las revistas que se engalanan con sus poses casi heroicas; y por una fanaticada creciente, ubicada en todos los estratos, incluyendo el intelectual y el político (no dejamos de incluirnos) que desinfla sus apremios y sus cargas cotidianas en el deporte o que se adapta a la moda, intentando inclusive un virtual rejuvenecimiento con los dictados de la época, al son de una bachata zorruna de pálidas letras, de lascivia vibrante y de monorrítmicos acordes.

Si la popularidad de Sammy Sosa, David Ortíz y Pedro Martínez es definitivamente amplia en República Dominicana (como debe ser, además), y si el fanatismo por la música de Los Rosario, Yoskar Sarante, Fefita la Grande, Romeo y Anthony Santos ha obtenido un auge creciente en la sociedad nacional, se debe no solo al gusto y acción militante (¡vaya!) del populacho que ama lo simple, sino también a sectores sociales con mejor formación educativa, social y hasta musical, que disfrutan con igual entusiasmo la parranda deportiva y la bachata melódica. El fenómeno tiene, indudablemente, mucha fuerza y preeminencia, y este factor –la penetración impulsora en todos los niveles sociales, aun en los que no expresan sus sentimientos y fanatismos con tanta facilidad –es la clave que maneja el éxito de esta revolución ignorada, que ha hecho variar las manecillas venerables del reloj de la fortuna hacia niveles del cuerpo social que jamás imaginaron quienes, cincuenta y cuatro años después de finiquitada la dictadura de Trujillo, estarían no solo compitiendo, sino superando por amplio margen, los patrimonios de la más estabilizada aristocracia criolla.

Nadie pudo jamás sospecharlo: entre políticos, beisbolistas, comberos y bachateros –los cuatro con esfuerzos mucho menos trabajados que los de empresarios de riqueza garantizada- se reparten las mejores fortunas de República Dominicana. Esta realidad inequívoca ha modificado sensible y sustancialmente el panorama del poder económico en nuestro país y esquematizadas nuevas formas de conducta en la población más joven y aún en aquella de mediana edad, transfigurada por estos derroteros de auspiciosa opulencia.

(A forma de introducción para comentar “El gran cambio” de Frank Moya Pons).

Nadie pudo jamás sospecharlo: entre políticos, beisbolistas, comberos y bachateros -los cuatro con esfuerzos mucho menos trabajados que los de empresarios de riqueza garantizada- se reparten las mejores fortunas de República Dominicana. 

www. jrlantigua.com

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