Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Lecturas

El hilo orteguiano de la palabra

Expandir imagen
El hilo orteguiano de la palabra

En un tiempo, fue Ortega y Gasset. Sobre el andén, los inolvidables sesenta, en su último tramo. Alguien tuvo que haber dado la noticia, como ocurría entonces. Algún ratoncito de biblioteca, hurgador de lecturas en tiempos secos. Uno, mayor que el resto, que recibía de otros la impulsión. Había que leer “La rebelión de las masas”. Y camina en mi memoria medio en brumas aquel libro que iba de mano en mano, con apresuramiento, porque la fila de comensales era larga. ¿Quién adquiría el libro y dónde? No puedo recordar. Éramos barbilampiños apretujados sobre un decir de ignorancia que atendía, para aprender a pensar tal vez, las urgencias y señales dadas por otros.

No fue hasta 1975, cuarenta años ha, que pude hacerme de mi Ortega propio. Guardo el recuerdo en la primera página del ejemplar adquirido en la librería Nacional de la Nouel con Espaillat, en octubre de aquel año. Colección Austral, la de bordes y contratapa verde, en una decimonovena edición de 1972 (con un prólogo para franceses y un epílogo para ingleses, y un apéndice: Dinámica del tiempo. Así se leía –se lee aún- en la cubierta). Entonces, fue cuando pude entrar en Ortega sin la lectura acelerada de los sesenta provincianos. “La rebelión de las masas” fue el libro de aquella década, cuando comenzaron a aflorar las rebeldías y las ansias de redención y las quimeras y las utopías y toda su sinonimia. Tuvo vigencia más allá, pero los sesenta pre y posrevolución fue su espacio, el área de tiempo donde la letra orteguiana sirvió para espabilar conciencias.

En el prólogo para franceses, Ortega advertía que “el asunto” de que trataba este libro –que comenzó a publicarse por partes en un diario madrileño en 1926- “es demasiado humano para que no le afecte demasiado el tiempo”. El filósofo español –“ese hombre fue que enseñó a filosofiar a los españoles”, nos decía el padre José Luis Alvarez en su inolvidable cátedra en la UCMM de Santiago de finales del decenio señalado- ya comenzaba a desconfiar de su libro cuando escribe esta introducción en 1937, diez años después de la publicación formal de la obra (“Hay épocas en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en velocidades vertiginosas. Nuestra época es de esta clase porque es de descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan dejado atrás el libro. Mucho de lo que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado”). En verdad, el libro mantendría firme su inalterabilidad por largo tiempo. Todavía hoy -¿o mejor sería decir, hoy igual que ayer?- el pensamiento orteguiano permanece invariable en su didáctica manera de ayudarnos a afrontar la realidad de las cosas y su albur. Ay, cuando habla Ortega de la palabra y su lenguaje, cuanto nos dice y aclara. “Cuando el hombre se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien: esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto... El lenguaje es por esencia diálogo, y todas las otras formas del hablar depotencian su eficacia”.

Expone Ortega, con toda su malicia filosófica, en ese célebre prólogo para franceses de “La rebelión de las masas”, la anécdota del jubileo de Víctor Hugo, para poder explicar el abuso que se hacía de la palabra y la costumbre de que, para muchos, cuando se escribe o se habla, se hace urbi et orbi, es decir, como las bendiciones papales, para todo el mundo, “y para nadie”. Víctor Hugo pues, asiste al Elíseo a la gran fiesta en su honor con representantes de todo el mundo que iban a reverenciar su nombre y su obra. “El gran poeta se hallaba en la gran sala de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el reborde de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban adelantando ante el público, y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de Esténtor, los iba anunciando”.

Y entonces: “Monsieur, el representante de Inglaterra”. Y Víctor Hugo, “con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía” –en francés, desde luego- “La Inglaterra! Ah, Shakespeare”. Y seguía el ujier: “Monsieur: el representante de España”. Y Víctor Hugo: “España! Ah, Cervantes”. Y el ujier: “Monsieur, el representante de Alemania”. Y Víctor Hugo: “Alemania! Ah, Goethe”.

Y entonces, cuenta Ortega, “llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado y torpe de andares”. El ujier: “Monsieur, el representante de la Mesopotamia”. “Víctor Hugo que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, hicieron un giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al homenaje del rotundo representante diciendo: “La Mesopotamia! Ah, la humanidad”.

Ortega parece entonces recriminar la solemnidad de Víctor Hugo y sus afectaciones de grandeza. “No he escrito nunca para la Mesopotamia y no me he dirigido jamás a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la humanidad, que es la forma más sublime, y por lo tanto, más despreciable de la democracia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios límites, y que siendo, por su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él, sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un sacramento de muy delicada administración”.

Ortega sustenta pues la tesis de “la exigüidad del radio de acción eficazmente concedido a la palabra”, a pesar de que esta afirmación suya parece invalidada cuando señala que su libro se estaba leyendo desde hacía años en toda Europa. La explicación que avala este raciocinio es que, para entonces, se comenzaba a observar una “pavorosa homogeneidad” en las distintas situaciones de orden social, económico, político, que se daban en todo el mundo. Lo que acontecía en un país, se daba en el otro aún fuese con características diferentes. En un país, anotaba Ortega, la atmósfera era tan irrespirable como en el otro. La misma realidad de hoy, probablemente más acentuada debido al proceso de interconexión global de nuestros tiempos. El filósofo español decía entonces que “Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo”. Hoy es quizás, visto desde otra perspectiva, muchos vuelos alejados del enjambre, que aún no puede determinarse cuál será el panal que los re-úna. Y es aquí donde el hombre-masa orteguiano ocupa su lugar en el ayer y en el hoy, y su libro mantiene su actualización y se sostiene como referencia, aunque ya no se lea como en los veinte y treinta europeos, y como en los tardíos sesenta entre nosotros.

El hombre-masa, “hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones”. El hombre-masa, “previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado, y por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas ‘internacionales’”. El hombre-masa que carece de un “dentro”, de “una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar”. El hombre-masa que “cree que tiene solo derechos y no cree que tiene obligaciones”. El hombre-masa “vacío de destino propio, (que) como no siente que existe sobre el planeta para hacer algo determinado e incanjeable, es incapaz de entender que hay misiones particulares y especiales mensajes”.

Releo hoy las notas que coloqué al margen en mi lectura de “La rebelión de las masas” cuarenta años atrás, cuando salía de la adolescencia, y me sublevo de nuevo contra la razón y su plasma, contra el devenir y su estadística, contra la retórica y sus laberintos. Después de “La rebelión de las masas” vino todo Ortega. A instancias de los Povedano, en Mateca, adquirí –hubo de ser a finales de los ochenta- las obras completas del genio español del pensamiento occidental. Había pasado ya la fiebre orteguiana que incluyó, además de la obra señalada, las “Meditaciones del Quijote” “España invertebrada” y “La deshumanización del arte”. Todavía lo sigo leyendo, aunque ya nadie me habla de él ni de su pensamiento y pareciera como si fuese cosa del pasado. Yo, empero, lo veo actual, incólume, de pie, no como una estatua sino como un imperio. El imperio de su palabra que aún le sigue hablando al mundo, sesenta años después de su muerte.