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Alguien mueve los hilos del azar

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Alguien mueve los hilos del azar
“El príncipe” de Nicolás Maquiavelo.

Hay un manual muy generalizado –que ignoro si todos los políticos, comunicadores y escribanos de la cotidianidad lo asumen- de que para conocer el tejido del ejercicio político hay que consumir cuatro o cinco textos que se han constituido en ejes cardinales -¿y transversales?- para poder entender los movimientos (hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, hacia la cima y hacia los abismos) que se producen en ese siempre fatigoso terreno.

Los clásicos: “El príncipe” de Maquiavelo (¿cuántos lo habrán leído y comprendido a cabalidad?), “Política y Literatura” de Azorín, “La política” de Aristóteles, y “El cortesano” de Baltasar de Castiglione. Otros incluyen: “El arte de la guerra” de Sun Tzu, “De la guerra” de Carl von Clausewitz, y “El arte de la prudencia” de Gracián. Se agrega uno más, de amplio consumo en las últimas épocas” “Las 48 leyes del Poder” de Robert Greene. Y yo agregaría dos libros que leí mucho antes que los anteriores que he citado: “El arte del liderazgo” de Thomas Cleary (basada en las prácticas filosóficas y políticas del zen chino de la dinastía Sung, del siglo X al XIII), y un libro de los sesenta: “El arte de dirigir” de Gaston Courtois. En el caso de Shakespeare, toda su obra dramática está fundamentada en el poder político y en el ejercicio del poder, y no solo desde el gobierno o desde la guerra y la violencia, sino el poder en la familia y en el amor.

Me temo empero que ha faltado un texto que hace muy poco tiempo he conocido: “El arte de medrar. Manual del trepador” del francés Maurice Joly, autor de “Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu”, una sátira contra el emperador que le costó dos años de cárcel, y que planteaba el viejo dramón entre la democracia y el autoritarismo. Maquiavelo revela y suscribe las artimañas del poder absoluto y Montesquieu hace la defensa de la ley y de la democracia. Estando preso, Joly escribió “El arte de medrar” y este libro no se conoce mucho entre nosotros porque fue publicado en 1867 y es apenas en 2002, hace trece años, que se publicó en español, o sea casi un siglo y medio después.

De este libro formidable, que a mi juicio supera aspectos de varios de los textos tan conocidos que hemos mencionado, me interesa abordar brevemente el tema del azar en todos los movimientos de la vida humana y que como señala Joly “es la idea favorita de este libro”, porque de ella “se derivan todos sus desarrollos”. En la política, en el amor, en la fortuna y en la fama, “jugar con talento, siguiendo todas las reglas y sin cometer fallos: éste es el arte de la vida”, dice el autor.

Tony Raful en su importante ensayo sobre el azar como categoría histórica, internándose en el periodo que va desde el inicio de la dictadura en 1930 hasta la revolución abrileña en 1965, ejemplariza esta concepción basándose en la presencia del Cisne Negro en el “desconcierto de lo imprevisible”. Raful se sirve de una obra reciente, de 2007, del libanés-norteamericano Nassim Nicholas Taleb titulada “El Cisne Negro, el impacto de lo altamente improbable” para encontrar las razones que buscan otorgar aval a su examen sobre la presencia del azar en los acontecimientos históricos.

Joly se dio cuenta que el azar no era un elemento subalterno en el flujo de la vida humana. Diríamos, un simple acto fortuito, una clave no exenta de superstición. No. “El azar ocupa un lugar tan grande en la vida que, según como se mire, solo existe el azar”, afirma en pleno siglo diecinueve este abogado y escritor, amigo personal de Víctor Hugo. Para Joly, en la vida las oportunidades favorables están desigualmente repartidas, a pesar de ser infinitas. Hay hombres que sabrán jugar bien y recoger la ración que les corresponde de esas oportunidades, y hay otros muchos que nunca recibirán esa ración, porque hay personas con una “ineptitud orgánica” para que la fortuna siempre le dé la espalda. Esas oportunidades diversas e infinitas, algunas llegan pronto, otras se tardan más, pero han de llegar; muchas trotan con lentitud, pero las hay que “actúan inesperada y directamente sobre el destino”. Aquí es donde el azar juega su partida.

Cuenta Joly esta anécdota para confirmar la certeza de la presencia del azar en los sucesos históricos. Durante la Regencia francesa, existía un político apellidado Chavigny, que tenía fama de intrigante y buscaba por todos los medios introducirse en la corte. Al no poder lograrlo, partió a Holanda obviamente desilusionado. Durante el trayecto, al sentirse enfermo se ve obligado a buscar refugio en una posada atendida por muchachas de generoso servicio. Estando allí, la dueña de la casa reclama a la joven que acompaña al personaje en ese momento para que prepare con urgencia la misma habitación que ocupaba Chavigny pues llegaban dos ministros del gobierno francés que acostumbraban utilizar dicha recámara para almuerzos en privado. No hubo tiempo para que Chavigny se esfumara del lugar y a la muchacha que le servía se le ocurrió encerrarlo en un armario. Así pudo enterarse éste de la intriga política que urdían los ministros, destinada a eliminar de la regencia al duque de Orleans. Ambos quedaron de verse al día siguiente para finiquitar su plan. Chavigny logra que su amiga le guarde de nuevo en el armario en el convencimiento de que el azar le ponía en sus manos una oportunidad de oro para cumplir su propósito de introducirse en la corte. Este nuevo encierro de los ministros en la habitación donde Chavigny se despachaba a gusto con su damisela, resultó ser más largo que el anterior y, por tanto, más explícitos los detalles abordados de la trama concebida por los dos funcionarios. Con el secreto a manos, Chavigny buscó audiencia con el duque de Orleans, a quien dio a conocer sus noticias, atribuyendo las mismas desde luego a revelaciones de contactos de alto nivel y no a su accidental presencia en aquel lupanar de lujo. Como Chavigny tenía fama de intrigante y perverso, el conde no hizo caso a su delación y calificó las mismas de fabulaciones, ordenándole retirarse de su presencia. Fue aquí cuando Chavigny, tranquilo, sin impacientarse, dueño de su secreto, ratificó lo informado al duque a quien le propuso encerrarlo en La Bastilla si los hechos no confirmaban sus palabras. El regente asintió y ha de suponerse que todo cuanto Chavigny había anunciado se cumplió, el complot fue desmantelado, los ministros apresados y el personaje cumplió su ambición de llegar a la corte, ser parte del grupo de confianza del duque y finalmente recibir el título de conde.

Eso es el azar, que cuando entra en el juego de la historia se convierte en una auténtica categoría filosófica y política. El azar está “en el pensamiento que engendra la acción; está hasta en las variaciones del temperamento que reacciona con el pensamiento, que reacciona con la acción, por no hablar de las causas externas puramente físicas, cuya intervención no está jamás prevista”. Y es en la política donde “estos matices tan maravillosos son más sensibles”. Veamos este ejemplo de Napoleón, quien solía burlarse de los periodistas y opinadores de su época que le atribuían maquinaciones de largo alcance, cuando él confiaba a sus íntimos que vivía el día-a-día, y por eso el azar siempre le fue propicio. Veamos este ejemplo.

En agosto de 1798, Napoleón abandona Egipto y sale rumbo a Francia sin que su ejército se entere. Deja un sobre lacrado designando a Kléber jefe militar de Egipto. La que emprendía era una travesía peligrosa. “Eran precisos vientos favorables, escapar de las escuadras inglesas, y finalmente llegar a Francia antes que los despachos amenazantes que Kléber no dejaría de enviar al Directorio en cuanto conociera la situación”, conforme narra Joly. Durante veintiún días los vientos contrarios hacen retroceder los dos navíos hacia las aguas de Egipto o de Siria. ¿Volver a puerto? De pronto, los vientos cambian y superan los escollos. Otro viento en contra los hace detenerse, y transcurre una semana en medio del peligro. Si los ingleses se enteran que el emperador de Francia está varado en Córcega, allí mismo concluye la historia de Bonaparte. Elevan anclas. Mientras la navegación transcurre en calma, la tripulación avista de pronto una escuadra inglesa de catorce velas, que termina pasando al lado de las fragatas de Napoleón pensando que se trata de un convoy de abastecimiento.

La flota inglesa comprueba, ya tarde, que ha cometido un error. Se habla de nuevo de regresar a puerto. Bonaparte se niega esperando que los vientos le favorezcan y decide avanzar a toda vela, preparado para cualquier eventualidad. Napoleón ya tiene todo ordenado por si fracasa. Pero, con los primeros rayos del alba observan que la flota inglesa avanza en línea contraria. Teme todavía Napoleón que el mensaje de Kléber, de que ha abandonado a su ejército sin permiso del Directorio, llegue primero y afecte su fortuna. Pero, al arribar a su destino, miles de personas, avisadas de su llegada, le reciben con clamores y entusiasmo. Bonaparte ordena a su tripulación bajar a tierra empujado por la decisión del soberano. “¡El destino se cumple!”, dice Joly. “Toda la teoría del azar se halla en esta travesía, ahí se la puede estudiar, como el médico estudia los fenómenos de la vida en la naturaleza muerta”. El azar es un componente esencial de la vida humana. Desde su carácter, “ganar es estar en la corriente de las oportunidades propicias; perder es haber perdido el sentido de su dirección”. Por eso, “la suprema habilidad en política consiste en crear el azar y no sufrirlo”. Tengo presente ahora una pieza narrativa de la literatura dominicana que conjuga brillantemente el juego del azar: “Alguien mueve los hilos del azar en esta mañana de verano” de René Rodríguez Soriano (1991). En la política, en la vida, en el amor, alguien siempre mueve el cisne negro del azar, en un flujo y reflujo, oscilaciones y desviaciones que “solo parecen irregulares cuando se las observa en un espacio restringido o en una escala de tiempo limitada”.

www. jrlantigua.com