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Recordando a Eduardo Galeano

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Recordando a Eduardo Galeano
Eduardo Galeano

Se iniciaba la década de los setenta. Eduardo Galeano publicaba “Las venas abiertas de América Latina” que pronto se convertiría en una especie de biblia de la izquierda latinoamericana. Era, fuera de cualquier disquisición ideológica, un libro estremecedor. Marcel Niedergang, aquel reportero de Le Monde que publicó un libro sobre la revolución de abril, escribiría en el diario francés que este libro de Galeano era “una contribución muy importante a la comprensión del pasado que alimenta un presente ambiguo e incierto”.

Galeano sabía desde entonces la dimensión de su obra y no por modestia sino por pura objetividad, escribió siete años después de aquella primera edición de 1971 que su libro “había sido escrito para conversar con la gente”. Afirmaba que era “un autor no especializado” que “se dirigía a un público no especializado, con la intención de divulgar ciertos hechos que la historia oficial, historia contada por los vencedores, esconde o miente”.

El libro se convirtió en una lectura obligada de aquel decenio y de los posteriores, gracias no solo a los que comentaban favorablemente su contenido sino también a la censura. “Los comentarios más favorables que este libro recibió –escribió Galeano– no provienen de ningún crítico de prestigio sino de las dictaduras militares que lo elogiaron prohibiéndolo”. En efecto, la venta del libro se vetó en muchos países, incluyendo el propio Uruguay, de donde era nativo el escritor. En Argentina, las autoridades lo calificaron de “instrumento de corrupción de la juventud”. Y si en el Santo Domingo de entonces logró circular en aquella célebre edición de siglo veintiuno se debió, seguro, a que la gendarmería reinante no conoció su verdadero alcance.

Me gustó lo que Galeano escribiera cuando su libro ya había recorrido medio mundo. “Sé que pudo resultar sacrílego que este manual de divulgación hable de economía política en el estilo de una novela de amor o de piratas. Pero se me hace cuesta arriba, lo confieso, leer algunas obras valiosas de ciertos sociólogos, politicólogos, economistas o historiadores, que escriben en código. El lenguaje hermético no siempre es el precio inevitable de la profundidad. Puede esconder simplemente, en algunos casos, una incapacidad de comunicación elevada a la categoría de virtud intelectual. Sospecho que el aburrimiento sirve así, a menudo, para bendecir el orden establecido: confirma que el conocimiento es un privilegio de las élites”. Pero, Galeano, en el mismo espacio arremetía contra ciertos escritores de izquierda en estos términos: “Algo parecido suele ocurrir, dicho sea de paso, con cierta literatura militante dirigida a un público de convencidos. Me parece conformista, a pesar de toda su posible retórica revolucionaria, un lenguaje que mecánicamente repite, para los mismos oídos, las mismas frases hechas, los mismos adjetivos, las mismas fórmulas declamatorias. Quizás esa literatura de parroquia esté tan lejos de la revolución como la pornografía está lejos del erotismo”.

Meses antes de morir esta misma semana en Montevideo, Galeano abjuró de “Las venas abiertas...” Dijo entonces que cuando escribió su libro no sabía nada ni de economía ni de política. Dejó entrever que ya no estaba de acuerdo con muchos de los criterios que defendía en su obra. No sabemos por qué expuso estas afirmaciones, cuando había explicado antes que su obra no era la de un especialista y, como tal, la leímos todos: como el pensamiento de un escritor que buscaba denunciar la realidad de nuestros pueblos, muchas veces ocultada; la obra de un ensayista literario que con gran carga poética quiso “difundir ideas ajenas y experiencias propias” que contribuyesen “un poquito” –decía– “en su realista medida, a despejar las interrogantes que nos persiguen desde siempre”. Ciertamente, la Latinoamérica que dibujaba entonces en sus detalles más conmovedores, no es la de hoy. Muchas cosas han cambiado, aunque otras muchas, no. Empero, su obra sigue teniendo un valor referencial, como “memoria viva” de aquel tiempo, aunque el pesimismo que el libro de Galeano transmite en sus párrafos finales no sea ya tan contundente e invariable (muestras sobran), con aquella frase de Bolívar que negaba la posibilidad de redención en las distintas formas en que esta realidad se conduce en nuestros días: “Nunca seremos dichosos, ¡nunca!”.

Para mí, el mejor Galeano lo descubrí en sus otros libros. De hecho, me convertí en seguidor entusiasta de la escritura cautivante del uruguayo con dos libros que atesoro: “Días y noches de amor y de guerra” (1978) y “Amares” (1993). Ese estilo capsular, donde tanto decía –y sigue diciendo– en brevísimos párrafos- me ha parecido siempre no solo disfrutable para cualquier lector (creo que fue uno de sus grandes aciertos en el éxito de su carrera literaria), sino porque logra ser coherente con su propósito –expuesto en “Las venas abiertas...”– de explicar la realidad, digamos de denunciarla, de exponerla, de sufrirla, de enmendarla, sin una retórica abrumadora y cargante, sin atisbos de innecesaria erudición, aunque sí de clara inteligencia, de sorprendente lucidez, de fina ironía y de una mordacidad que deja petrificada a la conciencia.

Llegarían luego la trilogía “Memoria del fuego”; un libro entrañable para los apasionados del verdadero deporte-rey, “El fútbol a sol y sombra”; “Las palabras andantes”, hasta las que creo fueron las últimas: “Espejos-una historia casi universal” (2008), “Bocas del tiempo” (2010) y “La canción de nosotros” (2011). He dejado, adrede, “El libro de los abrazos” que, según la nota que escribí en su primera página, leí en tres noches en el hotel Diego de Almagro de Santiago de Chile, en marzo del 2000. Todo lo que tocaba Galeano se convertía en una historia seductora, abierta a la sorpresa y a la re?exión. En este libro leí convertido en un relato una historia real que ya me había contado años antes mi gran amigo Eduardo Heras León, Premio Nacional de Literatura de Cuba 2015. Sucedió en La Habana. Galeano estaba reunido con un grupo de amigos y amigas en su habitación de hotel. De pronto, preguntó al Chino Heras –combatiente de primera línea de la revolución cubana– si él había visto un fusilamiento. Heras contestó que sí y relató el suceso. A fines de 1960, un coronel batistiano (“malas bestias al servicio del dolor y de la muerte; y ese coronel era uno de los muy, era uno de los más”) es llevado al paredón en La Cabaña. Heras cuenta que el coronel no solo quiso que no le vendaran los ojos, sino que pidió que le dejaran dirigir su propio fusilamiento. Al grito de ¡Preparen!, ¡Apunten!, ¡Fuego!, el coronel ordenó su muerte. Al soldado se le trabó el cerrojo del fusil. El coronel, calmo, guapo y fiero, interrumpió la ceremonia para pedir al soldado abandonar su nerviosismo. Le enseñó incluso como debía sobar el arma y disparar al pecho. Volvió a pedir que preparara el arma, que apuntara, que hiciera fuego. Y el coronel cayó herido de muerte. Todos quedaron en silencio en la habitación cuando el Chino Heras concluyó su historia. “Echada como una gata sobre la cama, había una muchacha vestida de rojo”. Todos siguieron tomando ron y conversando, y al final se despidieron para ir a dormir. Cuando ya partía, la muchacha “desde la puerta entreabierta” miró al Chino Heras, sonrió y le dijo: “Gracias por el relato de ese hecho. Yo no conocía los detalles. Ese coronel era mi padre”. La turbadora historia del coronel fusilado, Galeano la convirtió en un relato que aparece en “El libro de los abrazos” bajo el título “Celebración del coraje/2”.

En 1997, invité a Eduardo Galeano a participar como invitado de honor en la que fuera la 24ª Feria Nacional del Libro, en aquel primer ensayo para internacionalizar nuestra gran fiesta cultural que, al año siguiente, iniciaría su nueva y actual denominación que lleva ya dieciocho ediciones. Pedí a mi amigo Enriquillo Sánchez que se encargara de la presentación del famoso escritor. Enriquillo aceptó sonriente. Al presentarlo a casa llena en el auditorio del Conservatorio Nacional de Música, le recriminó algunos aspectos de “Las venas abiertas...” que a Galeano no le hizo gracia. Su cordialidad del principio, cambió bruscamente y cuando partió días después me dijo que se iba enojado por esa presentación. No obstante, semanas después me escribió para agradecer las “muy finas atenciones” de que fue objeto durante su breve estancia en Santo Domingo. Cuando leí, meses atrás, que Galeano renegaba de su libro, pensé que tal vez, Enriquillo tuvo razón.

Eduardo Hughes Galeano, como se llamaba en los documentos de nacimiento. Periodista desde los catorce años. Dibujante que firmaba con el seudónimo de Gius (por su primer apellido). Mensajero, peón en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, diagramador y editor de libros. Montevideano, como Benedetti, que murió siendo una de las voces más respetadas del pensamiento latinoamericano, un pensamiento que dejó sus huellas desde el amplio conjuro de relatos de la realidad de nuestros pueblos. Cometió un error imperdonable al morir. Debió hacerlo estando José Mujica al mando. Lo enterró Tabaré Vázquez con la bandera uruguaya cubriendo el féretro. En verdad, debieron colocarle todas las banderas de América Latina en aquel ataúd que llevaba dentro a un “caballo de ojos incendiados, invicto de jinetes”.

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