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Alianzas políticas: movilidad de la democracia

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Alianzas políticas: movilidad de la democracia
La salida de al escenario político español moviliza nuevas formaciones desde diferentes ángulos.

Las alianzas políticas son parte de la dinámica democrática. Salvo las naturales indisposiciones de los adversarios a cualquier pacto del bando contrario que pueda afectar sus estrategias de alcanzar el poder, los acuerdos intrapartidarios son comunes en los establecimientos democráticos. Donde no se producen es en los regímenes de fuerza, del tipo que sean, pero en las democracias es un mecanismo propio de su naturaleza.

No veo razones de desaprobación o alarma en la concreción de alianzas que viabilicen el desarrollo de un proyecto político, cualquiera que sea su finalidad ulterior o a corto plazo. Tantas veces nuestra sociedad política difunde un asombro en la plaza nacional frente a hechos que son comunes en otros territorios como parte intrínseca del juego democrático. O estamos detenidos en el tiempo, o simplemente el desarrollo de la práctica política corre todavía entre nosotros con deficiencias de aprendizaje o sustentados en falsos criterios éticos. Una cosa es el formato de esas alianzas –si obedecen, por ejemplo, a fines espurios o se formalizan bajo prácticas ajenas al interés común- y otra cosa es la base legal en que se realizan las mismas conforme las funciones de una sociedad democrática.

Tiempos hubo, con resultados funestos para quienes se negaron a auscultar los latidos de la verdadera realidad, donde líderes históricos, o de ocasión, de nuestros avatares políticos, desestimaron propuestas de alianzas por pruritos ideológicos o añejas rencillas que no fueron superadas, desconociendo el reglamento de la praxis partidaria dentro de la democracia. Hoy día, ya las alianzas estratégicas de largo alcance o los pactos finitos destinados a objetivos específicos, no solo siguen siendo capítulos de esas normas que se asumen de forma abierta y lícita, sino que cada vez resultan más necesarias para poder mantener el orden político y conservar las cuotas de poder.

Podemos, en España, nace como una formación de masas indignadas que ante el desmadre económico y político busca alternativas para enfrentar la crisis y castigar el liderazgo de los partidos tradicionales. La salida de Podemos al escenario político español, cuando sus dirigentes se dan cuenta del poder que han acumulado gracias al respaldo popular que reciben, origina fraccionamientos, moviliza nuevas formaciones desde diferentes ángulos, cierra posibilidades a establecimientos de oposición que ven disminuir sus fuerzas y abre interrogantes a la población sobre el destino de los nuevos acontecimientos. Los recientes sufragios municipales y autonómicos en España han traído consigo, sin asombros mediáticos ni mucho menos de la propia clase política, alianzas que un par de años atrás parecían improbables. Esos pactos han permitido el avance de las fuerzas emergentes, al tiempo que se mantienen activas las fuerzas políticas tradicionales. En este momento, con miras a las elecciones presidenciales en pocos meses, Podemos negocia alianza con los socialistas del PSOE, mientras el PP hace su labor con otros núcleos que puedan asociársele para mantenerse en el poder.

En México, el domingo pasado, se ha producido una modificación sustancial en el panorama político, porque no solo el partido en el gobierno, sino los tres conglomerados partidarios de mayor incidencia han sufrido un desgaste inquietante. El PRI sigue siendo la primera fuerza política, pero ha menguado su poder al perder diez escaños; al derechista PAN lo han vapuleado los votos aztecas; y al izquierdista PRD le restaron cuarenta espacios en la legislatura. Un nuevo partido, Morena, de López Obrador, se ha llevado consigo el gobierno del Distrito Federal, y un priísta descontento, a quien motejan El Bronco, ha conseguido gobernar el estado de Nuevo León como candidato independiente.

¿Qué muestra esta realidad? Que los pactos inmediatos o futuros en México están en la agenda de los agrupamientos políticos, porque sin ellos el presidente Peña Nieto no podrá gobernar a sus anchas y los líderes opositores no lograrán acceder a las cuotas de poder que demandan sus partidarios. Y es que la redistribución del poder es parte de la agenda democrática de nuestros tiempos, sobre todo ante el avance de formas, métodos y claves que vienen modificando la vida política en todo el mundo y la importancia que van adquiriendo los grupos emergentes, aun cuando sean estamentos de pequeña militancia. En el Reino Unido, por ejemplo, su sistema político está basado en la distribución del poder entre laboristas y conservadores durante muchas décadas. Pero, hay un agrupamiento, el de los demócratas liberales, que se sitúa en el centro de ambos, y cuando uno de los dos partidos tradicionales no logra mayoría, o como ocurrió en 2010 se produjo un empate electoral en el Parlamento, hay necesidad de acudir a ese partidito del centro para forjar la alianza que permita la mayoría de uno o de otro. La bisagra que entre nosotros se consagra despectiva para algunos de nuestros enclaves políticos minoritarios, es para los ingleses una norma al uso que requiere obviamente de tratativas fuertes, pero que funciona. La realidad es pues que, en Gran Bretaña, los dos partidos tradicionales y el partidito charneta de los demócratas liberales, se reparten el pastel del poder, controlan la Cámara de los Comunes y crean una barrera infranqueable para que cualquier otro partido pueda ingresar al círculo gobernante.

Empero, no se vaya a creer que no existen más partidos en Gran Bretaña. Hay decenas. Como explica Moisés Naím en su leída obra “El fin del poder”, los hay regionales, extremistas, xenófobos, antieuropeos, ecologistas y monotemáticos. Y ganan elecciones locales y parlamentarias. Y han logrado una visibilidad mediática mayor del número de votos que obtienen en las urnas. Como en España e Italia, los partidos regionales (formato que aún no se establece en República Dominicana) han logrado avances importantes, constituyéndose en vehículos de participación política con legitimidad y visibilidad indiscutibles.

En resumen, el poder político está siendo alterado en el mundo a causa de la descentralización. Las jefaturas de estado están viendo reducir su poder, porque han comenzado a abrirse nuevos espacios de influencia política entre quienes no encuentran cabida en los partidos dominantes. En Argentina, Brasil y Colombia el 40 por ciento del gasto estatal ya no es controlado por la presidencia. Explica Moisés Naím que un voto a favor de un partido pequeño en los países mencionados (y podría serlo en el nuestro en un futuro cercano) ya no es un voto desperdiciado. “Su reducido tamaño o sus posturas marginales han dejado de ser obstáculos para tener importancia. Estos partidos “alternativos” pueden estropear, desconcentrar, retrasar e incluso vetar las decisiones de los partidos grandes y sus coaliciones”.

Si antes fue siempre medida prudente de los partidos fuertes agenciarse el favor de uno o más agrupamientos partidarios de minorías para asegurar los votos que garanticen triunfos, hoy y mañana será imprescindible procurar alianzas políticas para alcanzar o sostener el poder. Ningún partido puede ganar solo unas elecciones y en nuestro país las estadísticas confirman esta apreciación. Establecer alianzas estratégicas nuevas, a tono con la realidad de la hora, y sostener viejos pactos de parte de cualquier colectivo político, no es nada que deba asombrar ni asunto que agriete el sistema democrático. Por el contrario, las fuerzas políticas mayoritarias, aquí y allá, requieren en la época actual del espaldar de los grupos minoritarios para poder enrumbar sus proyectos de gobierno o para arrimarse al poder. Esos acuerdos, sobra decirlo, deben ser transparentes, sostenerse sobre ideas y prácticas de bien común, crecer como vehiculantes del desarrollo, y tener definidas y claras la participación de los adherentes del acuerdo en los objetivos de gobierno, sin servir de medios para apetencias personales ajenas a los colectivos que representan, y sin limitar ni desconocer el valor de las militancias y de sus dirigentes medios. Cualquier alianza entre partidos pues, formaliza normas que existen ya en todo el mundo donde las barreras ideológicas y las concentraciones de poder en una sola facción o conglomerado partidario han dado paso a una movilidad política que dirige sus energías a ejercer el poder de modo efectivo y durable, dentro o fuera de la regencia gubernativa.

(Lectura urgente: “El fin del poder”. Moisés Naím. Random House Mondadori, Colección Debate, 2013/ 433 pp.)

www. jrlantigua.com